Por Luis Alberto Romero (*) |
Según decía Tulio Halperin, una cosa diferenciaba a dos
generales presidentes, Agustín P. Justo (1932-38) y Juan Domingo Perón
(1946-55). Justo creía en la democracia, pero era incapaz de ganar una
elección, mientras Perón, que las ganaba fácilmente, no creía en ellas sino en
la plaza multitudinaria.
Justo recurrió al tradicional fraude, presentado como
"patriótico" por el gobernador bonaerense Manuel Fresco. Perón
denunció el viejo fraude y respetó las urnas, pero persiguió y silenció a los
partidos opositores, ese "tercio reluctante" de los sufragios que
ponía en cuestión su aspiración a la unanimidad. El peronismo actual, que
gobierna nuestra democracia desde hace al menos 26 años, se está pareciendo
cada vez más, en sus prácticas electorales, al general Justo y a la denostada
"década infame".
Entre aquel Perón y quienes hoy administran la franquicia
peronista existen algunos parecidos y continuidades, pero los separan
diferencias abismales que tienen que ver con las personas, pero sobre todo con
las épocas y los contextos. Perón gobernó autoritariamente una sociedad
igualitaria y promovió la igualación social. El peronismo actual vive en una
sociedad profundamente desigual, acepta la inevitabilidad de una arraigada y
extendida pobreza, y construye su poder sobre ella. Aquél fue el peronismo de
la igualdad; éste expresa y reproduce una sociedad radicalmente desigual, en la
cual son eficaces los más tradicionales métodos de la llamada política criolla.
Las continuidades entre ambos peronismos son muchas y hasta
cierto punto justifican que se siga usando esa denominación. Hay una tradición
construida, un lenguaje y un estilo y unos mitos que le permiten a la
franquicia peronista una empatía de base con el mundo popular. Hay una común
concepción del poder y de las instituciones que no es ni liberal ni republicana
y que valora el gobierno concentrado y la legitimación plebiscitaria. Hay
también una idea de la política basada en la división, la confrontación y la
exclusión del otro. Hay finalmente un estilo de gobierno autoritario que ronda
lo dictatorial. Todo eso se lo encuentra en Perón, en los Kirchner y en
Alperovich. Pero las diferencias son tan grandes como las que separan a Eva
Perón, besando a quienes acudían a la Fundación, de Cristina Kirchner, incapaz
de expresar una sola frase de condolencia.
El peronismo de la igualdad surgió en 1945, en una sociedad
que ya llevaba medio siglo largo de democratización social, incorporando
migrantes extranjeros y luego migrantes rurales. El empleo abundante y la
educación pública impulsaron su integración y generaron un sostenido proceso de
movilidad, por el cual era normal esperar que los hijos estuvieran mejor que
los padres.
Hubo quienes quedaron atrasados o no vieron satisfechas
todas sus expectativas, como los obreros industriales. Perón desarrolló
políticas estatales vigorosas para allanarles el camino de la integración y
profundizar la democratización, tanto en lo que hacía al reconocimiento y a la
dignidad como al disfrute compartido de los bienes sociales y culturales. La
justicia social -escribió José Luis Romero- complementó y profundizó la
ideología espontánea de movilidad social. La nueva igualdad era visible en los
cines repletos y en el nuevo orgullo de los trabajadores, que ingresaban en el
amplio grupo de las clases medias. También se advertía en la inflexión plebeya
del discurso oficial, que repudiaba el privilegio pero se ubicaba en las
antípodas de la lucha de clases. En esa sociedad activamente igualitaria, Perón
trató de construir un Estado orgánico, donde cada cuerpo social -empresarios,
obreros, profesionales, estudiantes- tuviera un espacio y un papel en el
libreto de la armonía, la colaboración y la unidad del pueblo tras la figura de
su conductor.
El resultado fue un tipo especial de democracia, ni
republicana ni liberal. Se fundó en la participación activa de los ciudadanos
peronistas, en los comicios y sobre todo en la plaza, donde el líder alternaba
entre el discurso violento y el moderado. Era exactamente lo contrario de la
política criolla, del fraude y el clientelismo grosero, reemplazado por
beneficios universales concedidos por el Estado. No incluyó a los opositores
-perseguidos y excluidos como la antipatria-, pero dio voz a una base social
democrática e igualitaria, alineada tras de un Estado que expresaba a la nación
unida. Nada de esto hubiera sorprendido a Tocqueville, quien miraba a Luis
Napoleón. En cuanto a Mussolini, seguramente habría sonreído satisfecho.
El peronismo que gobierna desde 1989 es muy distinto, sobre
todo porque se ha adecuado a un país muy diferente. La sociedad actual es
inmóvil y profundamente desigual, y el mundo de la pobreza incluye a uno de
cada tres argentinos. En 1983 tuvimos por primera vez un régimen político
democrático, liberal y republicano, pero fue una suerte de clavel del aire, sin
raíces, pues la pobreza no genera ciudadanos. Languideció y fue gradualmente
reemplazado por otro con fuertes reminiscencias del antiguo autoritarismo
peronista. El Estado hoy no puede desarrollar políticas sociales universales y
se limita a las ayudas focalizadas. En ese contexto, los gobiernos peronistas,
lejos de estimular la inclusión, han reproducido la pobreza, con políticas que
no pasaron del subsidio y de un efímero aumento del empleo. Las oportunidades
del excepcional ciclo sojero sólo beneficiaron a la corrupción cleptocrática y
la única movilidad ascendente fue la de los empresarios amigos.
No es casual que los pobres no disminuyan, pues desde 1989
el "partido del gobierno" ha construido un sistema que transforma la
pobreza en votos. Menem y los Kirchner -sus diferencias son sólo retóricas- han
creado su legitimidad a partir de la desigualdad, ratificándola y reforzándola.
Construir este peronismo de la desigualdad demandó un diseño complejo y una
refinada artesanía. Sus resultados, si no fueran nefastos, deberían ser
calificados de admirables.
En la base se encuentra el clientelismo, es decir, el
intercambio permanente de reciprocidades. Se apoya en la sumisión del pobre,
que en la nueva sociedad ha reemplazado al antiguo orgullo igualitario, pero
eso no basta; el operador debe sumarle empatía, lenguaje, formas y dosificación
de la presión y otras capacidades que abundan entre los peronistas, pero que
muchos conversos han aprendido.
En cada una de las etapas del proceso del sufragio, el
Gobierno y sus funcionarios, desdoblados en agentes políticos, intervienen para
acallar a los competidores, cooptar a los operadores de la competencia y aceitar
la red de dependencias y lealtades, sumando beneficios singulares con amenazas
apocalípticas, como "el ajuste", o simplemente la pérdida del
subsidio. Si esto falla, se recurre como última ratio a los métodos más
tradicionales del "fraude patriótico", como ocurrió en Tucumán.
Sumando todo, es el Gobierno quien produce el sufragio, que crea su propia
legitimidad electoral.
Todo esto no se parece al primer peronismo. Hoy no hay
plazas aclamantes, salvo las organizadas por los intendentes, ni otro fervor que
el de los jóvenes de La Cámpora reunidos en la Casa Rosada. En cambio, en sus
prácticas, hay muchas similitudes con sus predecesores, los conservadores de
los años treinta. Pero si se mira la totalidad del sistema político, y sobre
todo la articulación del poder central con los poderes provinciales, que son la
base del "partido del gobierno", se encuentra un enorme parecido con
algo más antiguo: el Partido Autonomista Nacional de fines del siglo XIX, cuya
construcción se atribuye a Julio A. Roca y a la "oligarquía".
No sé si este peronismo de la exclusión todavía merece
llamarse peronismo o si ya es algo distinto. Pero su encanto, que cautivó a
muchos, se va disolviendo, y tras del discurso del modelo, de la inclusión y
del pobrismo va saliendo a la luz la triste realidad de una sociedad
radicalmente desigual, gobernada por una nueva oligarquía que, mientras se
enriquece, sabe cómo ganar las elecciones desde el gobierno.
(*) Historiador
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