Si se produce un
triunfo ajustado de Scioli en primera vuelta podría
desencadenarse una crisis
de final impredecible.
Por Ignacio Fidanza |
Tucumán puede ser un recuerdo del futuro, una foto en clave
Macondo de un drama mayor. La liviandad con la que se instaló la discusión
sobre fraude electoral en la Argentina, toca un nervio sensible de la
democracia que acaso la dirigencia política no termina de calibrar en todo su
alcance.
El consenso de las encuestas de este inicio de septiembre
hablan de un Scioli estancado o creciendo lo mínimo, de un Macri estancado o
cayendo apenas y de un Massa creciendo, pero todavía a un buen tranco de entrar
al ballotage.
Esto significa que hoy es un escenario posible –que por
supuesto puede mutar- que partiendo de los números de las primarias, Scioli
gane en primer vuelta por uno o dos puntos. Para decirlo claro: en el comando
de campaña del gobernador la foto proyectada que tienen de la elección, es un
triunfo en primera vuelta por 41 o 42 puntos contra Macri en 30.
El excepcional sistema que la reforma del 94 plasmó en la
Constitución argentina, establece como hipótesis uno para evitar el ballotage,
sacar más de 40 puntos y diez de diferencia sobre el segundo. La segunda
hipótesis, que es obtener más del 45 por ciento de los sufragios, hoy está
descartada por el sciolismo.
Esto significa que si Scioli gana en primera vuelta, lo
haría por una diferencia mínima. Estamos hablando de uno o dos puntos críticos
que definen el próximo presidente.
En el actual contexto no es descabellado imaginar que un
sector de la oposición se tome de alguna de las irregularidades que ocurren en
toda elección, para amplificar la denuncia de fraude. Se trata en definitiva de
un tema de resolución política, donde se traza la raya de lo intolerable.
Si Tucumán es el futuro, esto termina en la judicialización
del proceso electoral, que en los hechos se llevaría puesta la fecha del
ballotage y abriría en el país una incertidumbre institucional mayor, hasta una
eventual intervención de la Corte Suprema que –siendo optimistas en el mejor de
los casos- zanje el conflicto. Sería, por supuesto, un fracaso de la política
en toda la línea.
Un ballotage descomprimiría buena parte de estos riesgos
implícitos de la noche del domingo 25 de Octubre. Pero como es lógico, no ya en
el sciolismo, en el peronismo, no están dispuestos a entregar esa posibilidad
si consideran que ganaron en primera vuelta, aunque sea por un voto.
No es un tema menor la actitud de Cristina Kirchner frente a
este riesgo. Todavía no está para nada claro que la Presidenta esté interesada
en evitar que un enchastre electoral le ensucie a Scioli su eventual triunfo.
De hecho, hasta ahora su gobierno ha rechazado hasta las propuestas más
modestas para despejar mínimamente la incertidumbre sobre la transparencia de
la elección.
En la oposición, como de costumbre, se suben a un guión que
por momentos parece escrito por otros, sin terminan de merituar en profundidad
sus propios intereses. ¿Dónde termina el justo reclamo de transparencia
electoral y empieza a ponerse en juego la estabilidad del sistema? Es un tema
delicadísimo pero muy concreto. De hecho, luego que la mayoría republicana de
la Corte Suprema le diera el triunfo a Bush hijo -que había sacado menos votos
que Gore-, el vicepresidente de Bill Clinton, desactivó en el acto sus reclamos
y reconoció la derrota.
La política también es el nombre que se le da a esa
actividad que opera forzando límites, no para resolver un problema, sino para
superarlo más allá o acá, de lo justo. En esos casos, cuando la política
funciona, se alcanzan compromisos que suelen dejar a todos medios incómodos y
con la sensación que ocurrió algo un poco reprochable, pero muy necesario.
¿Está la clase dirigente Argentina preparada para evitar –o
en su defecto superar – el riesgo de un abismo institucional? Si Tucumán es el
futuro, la respuesta es evidente.
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