Por Jorge Fernández Díaz |
Cuenta un testigo íntimo y directo que Héctor J. Cámpora
decidió renunciar a la presidencia de la Nación una mañana de 1973, cuando
consultó en su despacho a un colaborador y le confesó estar completamente
sorprendido: había llamado a todos los miembros de su gabinete y resulta que la
mayoría no se encontraba en Balcarce 50. "Los ministros fueron a ver a
Perón a su casa", le respondió su fiel interlocutor.
El Tío se quedó unos
segundos en silencio, y luego dijo: "Evidentemente, hasta acá llegamos".
Su colaborador se mostró perplejo frente a una conclusión tan extrema:
"¿Pero por qué?", quiso saber. Cámpora suspiró: "Porque el
presidente está en Gaspar Campos".
La anécdota vuelve hoy a rodar porque los kirchneristas
plantean cada vez con más crudeza la consigna "Scioli al gobierno y
Cristina al poder", y porque los veteranos del peronismo imaginan el
formato que viene sobre la base de aquel desdichado vacío camporista.
"¿Cuántos meses pasarán hasta que los diputados y el vicepresidente peregrinen
a El Calafate en busca de instrucciones?", se preguntan. Dice el refrán
popular: "El amor eterno dura los tres meses del verano". Los
sciolistas, frente a ese julepe, siguen colgados de la lapicera. Insisten como
en una letanía en que si ganan, con ella lograrán domar a la gran dama y a sus
gurkas, pero resulta que la chequera sobre la que deberán estampar las cifras
domesticadoras estará controlada a distancia por la Comisión de Presupuesto y
Hacienda, desde donde el joven Axel Kicillof exigirá republicanamente consulta
y subordinación ideológica. Hace seis meses parecía posible que Scioli tuviera
más libertad de acción, pero el topo cristinista de la historia ha trabajado
día y noche para ponerle un cerrojo monumental, y ahora hay serios reparos. A
tal punto que la disyuntiva parece de hierro: doble o nada. Doble comando o
traición. ¿Pero puede hacerle Scioli a Cristina lo que ella y su esposo le
hicieron a Duhalde? El temperamento personal del amo de Villa La Ñata no hace
creíble la versión más jacobina, y además Duhalde iniciaba su retirada y era ya
un león herbívoro. Scioli se enfrenta con animales carnívoros dispuestos a
comerse al caníbal, que en secreto lo desprecian y que se consideran a sí
mismos la luz del tren de la revolución.
A este cuadro, José Manuel de la Sota le agrega otra visión
inquietante. Nos recuerda con preocupación la última vez que tuvimos un
presidente sin liderazgo partidario, el tremendo problema que implica actuar
como jefe de Estado sin ser el conductor de tu propia fuerza política. Le sucedió
-señala el gobernador de Córdoba- a Fernando de la Rúa, que quiso gobernar,
arregló con los organismos internacionales y el caudillo de su partido salió
públicamente a ponerle objeciones. La Alianza cayó por múltiples causas,
externas e internas, y el peronismo no fue completamente ajeno a ese fracaso,
pero aquel día fue el principio del fin. De la Sota insinúa que el país podría
asomarse a un De la Rúa peronista, que debe pagar la fiesta y que a la vez no
podrá desobedecer a la líder del Frente para la Victoria sin correr el riesgo
de romper la gobernabilidad. Esta alianza atada con alambre que exhibe la
escuadra oficial pone, por lo tanto, en duda el gran activo del partido de
Perón, y es que "sólo el peronismo puede gobernar". Ese mito argentino,
cocinado en las experiencias traumáticas de 1989 y 2001, sigue sobrevolando
como un fantasma la cabeza de los votantes, algunos de los cuales actúan como
víctimas recurrentes de un psicópata golpeador: cuando al peronismo le va bien,
hay que premiarlo y cuando le va mal, hay que seguir votándolo para no ahondar
el desastre. Algo de esa patología social explica la indefinición que todavía
persiste en el electorado a cuatro semanas del día D.
Los kirchneristas han diseñado un relato interno según el
cual la insuficiente performance de Scioli en las encuestas demuestra que no
está a la altura de Cristina, la única capaz de garantizar un gran triunfo.
Bajo ese espejismo tan conveniente, que le baja el precio a su propio
candidato, Scioli no termina de volar no por los desastres gestionarios del
Gobierno ni porque no le permiten moverse un milímetro del libreto oficial,
sino porque es un personaje de segunda línea: al fin y al cabo, ¿qué era
Cámpora al lado de Perón? Scioli no vuela porque le cortaron las alas, y porque
no le dan vía libre para su especialidad, que es cautivar a los independientes.
Para hacerlo, sin embargo, debería tomar necesaria distancia del dogma. Y el
dogma no se toca, compañeros, por más que la Iglesia se esté cayendo a pedazos.
La semana política puede leerse en línea con estos
conflictos de fondo. Scioli no teme, en verdad, debatir con la oposición. Teme
no poder defender lo indefendible, decir lo que piensa y levantar las iras de
su mentora. El lunes anunció un plan económico que no cayó del todo bien en la
Casa Rosada. Traer 30.000 millones de dólares por año equivale a reconocer que
falta inversión privada en la Argentina kirchnerista. Para hacerlo, hay que
levantar el cepo cambiario, arreglar con los fondos buitre y amigarse con el
FMI, la Unión Europea y los Estados Unidos. Una verdadera herejía para los
sumos sacerdotes. Al mismo tiempo, reconocer la inflación y prometer un
programa para reducirla a un dígito les pone los pelos de punta a los muchachos
que se pasaron la década entera explicando que el flagelo no existía y que esos
objetivos eran neoliberales.
Al día siguiente, el equipo económico de Scioli sufrió un
impacto fulminante: Axel adoptó una medida que sacudió el mercado y la Bolsa,
hizo caer los bonos y levantar el blue, y sembró más desconfianza. Los
sciolistas sospecharon de inmediato que era una respuesta a la promesa de crear
un clima propicio para atraer inversores. Prat-Gay dijo lo que Bein no puede
decir: "La Cámpora le escupió al asado a Scioli". Por esas horas,
Estela de Carlotto sintetizó lo que se escucha en el palacio: "Scioli es
una transición a la espera de que vuelva Cristina". Y Diana Conti agregó:
"El deseo de Estela es el de mucha gente". El jefe de Gabinete quiso
relativizar el concepto de transitoriedad, pero terminó definiendo a Scioli
como un mero custodio del legado cristinista, un guardaespaldas que cuida el
tesoro de otros. Y Randazzo salió a decir que él no habría eludido el debate.
Jibarizado y estresadísimo, con el drama en el rostro, Scioli no sabe cómo
conseguir los puntos que necesita. Los sondeos revelan que su kirchnerización
absoluta le decapitó ese plus que tenía por encima de la madre de Máximo, cuyas
palabras todavía resuenan en La Plata: "Vamos a entregar el gobierno, pero
no el poder". Dumas decía: "Algunas mujeres nos inspiran grandes
cosas, y no nos dejan conseguirlas".
La situación económica tiene el rango de la emergencia, pero
la milagrosa textura de la invisibilidad. Los viejos manuales dicen que con
todos estos indicadores en picada y el desgaste de tantos años de gestión, el
oficialismo no podría ganar las elecciones. Pero la Argentina es una fábrica de
exotismos. La última vez que se combinaron crisis grave con doble comando, los
escombros no sólo cayeron sobre el que pagaba la fiesta, sino que ametrallaron
a su partido y dañaron a quien había armado la bomba: Carlos Menem. Quizá la
más grande lección de la historia -nos enseña Huxley- es que nadie aprendió las
lecciones de la historia.
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