Francisco se hizo
popular con sus postulados bienpensantes y no paga el costo
de gobernar un
país.
Por James Neilson |
Al papa Francisco no le será nada fácil salir airoso de las
pruebas que está por enfrentar en su gira por tierras americanas. En Cuba, sus
anfitriones serán totalitarios que, para complacencia de muchos progresistas
latinoamericanos, han depauperado heroicamente a sus compatriotas para mantener
a raya a los imperialistas yanquis y sus malditas ideas.
En Estados Unidos,
serán políticos como Barack Obama y Joe Biden que, si bien hablan como progres
cabales, están consustanciados con una modalidad socioeconómica que el
pontífice dice abominar.
Desde el día en que fue elegido obispo de Roma, Jorge
Bergoglio está procurando erigirse en el vocero principal de los muchos que se
sienten víctimas de un mundo que habrá perdido el rumbo, razón por la que, lo
mismo que tantos políticos populistas, abraza con fervor las causas que se
ponen de moda sin preocuparse demasiado por lo que sucedería si a algún
gobierno se le ocurriera tomar sus recomendaciones al pie de la letra. Es un
partidario fervoroso del credo que los españoles llaman “buenismo”, una
variante conmovedora de lo que otros califican de “escapismo” o “facilismo”,
que se basa en la noción de que todos los problemas habidos y por haber se
solucionarían enseguida si el género humano se pusiera a la altura del
referente moral de turno.
Pero el buenismo tiene sus límites. Lo ha aprendido Angela
Merkel. Por un par de semanas, la mandamás alemana se vio aplaudida por quienes
piensan como el Papa luego de invitar a los pobres y perseguidos del mundo a
venir a su propio país, sólo para descubrir que tantos aceptarían la oferta que
no tuvo más opción que la de cerrar nuevamente la frontera sur, dejando varadas
en Austria, Hungría y los Balcanes a decenas de miles de personas desamparadas.
Por desgracia, el idealismo bondadoso resultó ser una cosa y la realidad otra
muy distinta. Una vez más, por si fuera necesario, se ha confirmado que el
camino del infierno está empedrado de buenas intenciones.
Sea como fuere, con el presunto propósito de adoptar una
postura equilibrada, neutral y latinoamericanista, antes de seguir viaje a la
superpotencia estadounidense Bergoglio decidió pasar algunos días en Cuba, uno
de los últimos reductos comunistas que aún sobreviven del inmenso imperio
creado por el marxismo-leninismo estalinista en que siguen imperando las
tradiciones despiadadas del archipiélago gulag. Mientras que la gerontocrática
dictadura de los hermanos Castro espera sacar provecho de su visita, ya que un
poco de solidaridad papal no le vendría mal y, de todas maneras, Francisco es
un enemigo jurado de la bestia capitalista que los admiradores del Che
quisieran exterminar con medios que merecerían la aprobación de los líderes del
Estado Islámico, los revolucionarios temen que los más beneficiados por su
presencia en la isla sean aquellos gusanos que se animan a protestar contra la
violación sistemática de los derechos humanos. Pronto sabremos si Francisco es
un gusano más o un amigo crítico del proceso castrista.
En cuanto a los católicos norteamericanos, ya se han
resignado a ser amonestados por su supuesto apego a lo que Francisco llama “un
sistema socioeconómico malo e injusto”, uno merced al cual su país es desde
hace más de un siglo el más rico de la Tierra y centenares de millones de
chinos han dejado atrás la miseria ancestral. Huelga decir que el imperio
capitalista dista de ser perfecto, pero quienes lo denuestan con mayor
vehemencia, desde todos los ángulos concebibles, son los norteamericanos
mismos. Según los sondeos, en Estados Unidos una amplia mayoría sigue
convencida de que, por deficiente que fuera, su propio orden socioeconómico
funciona mejor que las alternativas que se han ensayado en otras latitudes,
entre estas América latina. Escucharán con respeto a Francisco por tratarse, al
fin y al cabo, de un santo hombre que no tiene que prestar mucha atención a los
molestos detalles concretos, pero no faltarán los que señalen que el país en el
que se formó ha protagonizado lo que a juicio de muchos ha sido el fracaso
económico más bochornoso, y menos explicable, de la historia de nuestra
especie. Por cierto, no lo ayudará del todo el que su retórica se semeje
bastante a la peronista.
Por razones evidentes, a Bergoglio le hubiera gustado
privilegiar los temas que le son familiares: la lucha espiritual contra las
tentaciones satánicas del “dios dinero”, la pobreza, el desempleo, la relación
de la Argentina y otros países latinoamericanos, entre ellos Cuba, con las
naciones anglosajonas y el destino de las decenas de millones de “hispanos”, en
su mayoría católicos, que están en vías de integrarse a la sociedad
norteamericana. Aunque la inmigración masiva de “hispanos”, con papeles o sin
ellos, a Estados Unidos enoja sobremanera a muchos republicanos que preferirían
conservar el país de antes, en los años últimos se ha frenado debido al parón
sufrido por la economía del gigante. Puesto que, de todos los países
desarrollados, Estados Unidos ha sido el primero en recuperarse del cataclismo
financiero de 2008 y está creciendo a un ritmo modesto pero satisfactorio, la
huida hacia el Norte podría reanudarse, lo que con toda seguridad ocurrirá si
en México la guerra contra los narcotraficantes continúa produciendo su cuota
diaria de atrocidades salvajes.
Con todo, si bien la inmigración desde zonas económicamente
atrasadas del mundo a las relativamente ricas motiva muchos dolores de cabeza
en América del Norte, son apenas anecdóticos en comparación con los que están
sufriendo los europeos. Mientras que los norteamericanos se mantienen en alerta
por miedo a que narcotraficantes mexicanos y colombianos se las arreglen para
acompañar a los “migrantes económicos” que escapan de la pobreza, los europeos
temen verse amenazados por miles de guerreros santos.
Para sorpresa de muchos, el Papa comparte tal inquietud;
poco antes de emprender viaje a Cuba advirtió que podrían entrar en Europa
combatientes de “una guerrilla terrorista sumamente cruel”. Tendrá razón: según
el ministro de Educación del Líbano, por lo menos el dos por ciento –es decir,
varios miles– de los refugiados son yihadistas “muy radicales” que podrían
causar “problemas muy importantes” en toda Europa.
De más está decir que Francisco mismo, el infiel más
emblemático de todos, está en la mira de los que han declarado la guerra contra
quienes se resisten a arrodillarse ante Alá. Los servicios de seguridad
norteamericanos dicen haber desbaratado un plan para asesinarlo, pero podría haber
otros; en el Occidente abundan los “lobos solitarios” que sueñan con matar en
nombre de su fe. Para ellos, el Papa sería una presa de importancia simbólica
inigualable y, como saben todos los especialistas en tales menesteres, es muy
pero muy difícil detectar a tiempo a militantes islamistas que no pertenecen a
ninguna agrupación conocida. Para que su tarea sea más difícil aún, tanto los
norteamericanos como sus homólogos europeos insisten en que el terrorismo
islamista no tiene vínculo alguno con el islam, lo que los obliga a proceder
con muchísima cautela.
Francisco da a entender que, por haber pasado buena parte de
su vida en la Argentina, se ha familiarizado con la inmigración multitudinaria
y, para más señas, puede señalar que en su país natal las diversas comunidades
religiosas conviven amistosamente. Pero los tiempos, y con ellos las
circunstancias, han cambiado. Hasta hace aproximadamente treinta años, el
islamismo podía considerarse un fenómeno parecido al fundamentalismo
protestante o el tradicionalismo católico, algo que ver con el atavismo de los
reacios a abandonar las certezas contundentes propias de épocas más sencillas.
Desde entonces, empero, lo que en el Occidente sólo motivaba el interés de
estudiosos enamorados de temas exóticos ha adquirido proporciones monstruosas.
Aunque, lo mismo que Francisco, los dirigentes norteamericanos y europeos
continúan esforzándose por convencernos de que, en el fondo, el islam es
benigno y por lo tanto la llegada de decenas de millones de musulmanes servirán
para enriquecer la cultura de sus países respectivos, además de hacer un aporte
imprescindible a la natalidad, el optimismo así manifestado sólo se ve
compartido por una minoría cada vez más reducida. Puede que en el Occidente el
fanatismo religioso o, si se prefiere, “identitario” se ha visto superado, pero
en otras partes del mundo no muestra señales de estar por apagarse.
Para desesperación de los cristianos que aún quedan en el
Oriente Medio, parecería que Francisco todavía cree que será posible aplacar a
los yihadistas celebrando “diálogos” con dignatarios islámicos en busca de
acuerdos interreligiosos. El buenismo es así, pero al limitarse a rezar para
que los yihadistas pronto aprendan a valorar la paz y respetar a los cristianos
y yazidíes, Francisco está actuando como un cómplice pasivo de genocidas, un
papel similar a aquel que, según algunos polemistas, desempeñó otro papa, Pío
XII, frente al nazismo. Mal que le pese a Francisco, le ha tocado liderar la
iglesia cristiana más influyente justo cuando la fe que representa corre
peligro de ser eliminada de cuajo en la región en que nació y que dominó
durante más de un milenio. Puede que, como él mismo prevé, su papado sea breve,
pero a menos que logre galvanizar a las potencias occidentales para que hagan
frente a la despiadada ofensiva islamista, será recordado como uno de los más
desastrosos de todos.
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