Por Beatriz Sarlo |
Hace meses, el tema era la “pata renga”: ¿estaba la
Presidenta en condiciones de imponer su voluntad sobre las tendencias, muy
heterogéneas, agrupadas bajo el rótulo de Frente para la Victoria, tan amplio
como para cobijar a los partidos justicialistas provinciales y a La Cámpora? Se
debatía entonces si, enfrentada a una sucesión inevitable, sea quien fuere,
Cristina sería capaz de maniobrar a fin de que su poder se conservara
suficientemente sólido hasta el final.
En aquel escenario pasado, era fácil ver dos rasgos. El
primero, que la Presidenta iba a ordenar su propia sucesión, aceptando que
Scioli era imposible de sortear, porque presentaba el dilema de un posible
triunfo con el gobernador bonaerense o una derrota segura con cualquier otro.
Con pragmatismo y sentido común, Cristina no se interpuso en el camino de
Scioli. Se limitó a colocar a Zannini como vicepresidente. El segundo rasgo era
que, con esa fórmula, la Presidenta ya había dejado de ser la principal
electora de su espacio político, justamente porque había aceptado a Scioli y no
tenía poder para producir otro candidato que fuera igualmente aceptable para su
partido y para los votantes. No podía transferir el reconocimiento que una
parte de los ciudadanos todavía le depara a ella. Viejo problema: nada se
transfiere fácil, salvo que, como en el caso de Néstor, los vientos soplen a
favor y el que pilotea sea un político astuto e inteligente.
Todo lo que sucedió desde entonces ratifica la metáfora
zoológica. La Presidenta es una “pata renga” no porque hayan salido políticos
de su espacio a vociferar desacuerdos (nadie podía esperar tal cosa de Scioli,
quien en principio no vocifera y, en segundo lugar, no desacuerda con casi
nadie), sino porque la serie de cadenas nacionales y rondas por los balcones de
la Casa de Gobierno no son suficiente prueba de que está al mando, salvo para
quienes crean que la palabra caballo trota. Los discursos de Cristina, más que
probar su fortaleza, prueban su debilidad. Niega todo lo que sucede: sea la
escasez de reservas o la pobreza.
Esto era también previsible. Lo que no aparecía con igual
nitidez era que el final de la presidencia de Cristina se iba a producir en
medio de un desbarajuste electoral. Existían muchas sospechas sobre la limpieza
de procedimientos en las elecciones provinciales, pero ninguno de los
observadores de estos procesos grises podía anticipar lo de Tucumán. Cuando
esta semana la Presidenta le exigió a la oposición que aceptara su derrota y
reconociera el triunfo de su ex ministro Manzur, nos colocó frente a la imagen
de alguien que quiere cerrar velozmente el caos que provocaron sus
incondicionales amigos tucumanos. Ese desorden no lo provocó cualquiera. Toca a
la Presidenta de manera directa porque ésos fueron sus servidores más fieles
durante años y ella los aceptó como tales, con sus deformidades y sus excesos.
Y hoy se vota en el Chaco. No hay que ser adivino para prever denuncias, que
ratifiquen lo que ya se informó durante la semana.
Pero hay más. Están los pobres, ese porcentaje misterioso de
la población argentina, cuya cifra debe ser elevada porque, caso contrario,
sería difícil que se incurriera en la estúpida treta de ocultarla. El ministro
de Economía Kicillof también perdió la chaveta. Sus intervenciones pueden ser
atribuidas a dos factores: por un lado, no sabe cómo enfrentar la situación, ni
cómo hacerlo siguiendo al mismo tiempo los deseos de la Presidenta de tener
cash hasta las elecciones, aunque después choquen los planetas. Y, en segundo
lugar, porque equivoca su estilo: o piensa que puede propasarse cuando habla en
público, imitando el desparpajo presidencial (alguien debería explicarle que
todavía Cristina puede hacer gestos que no les están permitidos a sus
ministros); o cae ante la ilusión de que puede hablar como si todavía fuera un
dirigente estudiantil vivaracho, habilidoso para la chicana de asamblea
universitaria.
Lo que esta semana le aconsejó Kicillof a Victoria Donda,
cuando la diputada le pidió las cifras de pobreza, es una prueba de la
omnipotencia en la que incurren los novatos: no se dan cuenta de dónde están
hablando, ni se dan cuenta de que no pueden imitar el discurso de su Jefa. Más
que la incorrección del “que se ponga unas plumas” (ya ampliamente tematizada),
impacta la escasa noción de lo que debe responderse a alguien que reclama
números ciertos sobre pobreza. Kicillof creyó que podía manejarse con el
talante burlón de la Presidenta y que a él se le pasaría por alto lo mismo que
a ella.
Esto es signo del desbarajuste discursivo del que está
enfermo este final. Sólo la debilidad de la Presidenta hace que el insensato
arco Tucumán-Kicillof pueda haber sucedido en pocos días. Cristina está de
salida, pero no era inevitable que la salida fuera este desquicio de tropelías
electorales y de insultos pronunciados en su nombre. La “pata renga” ya no puede
evitar el descrédito de sus leales, que dicen y hacen cualquier cosa, mientras
otros toman posiciones para el futuro. Tener poder quiere decir ordenar los
movimientos de un gobierno, en las buenas y en las malas. Por el contrario, da
la impresión de que la Presidenta ya no puede mantener a sus patitos en fila.
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