Por Manuel Vicent |
Allá por el año 1970, por la puerta trasera del franquismo
se coló en nuestras pantallas un cineasta que a los cinéfilos nos obligó a reír
de otra manera. Todo empezó con la película Toma el dinero y corre, dirigida e
interpretada por ese tal Woody Allen. Al año siguiente el tipo presentó
Bananas, su segundo golpe de humor inteligente, disolvente y provocador.
A
partir de ese momento se formó una secta cuyos componentes, en poco tiempo,
supimos todo de aquel cineasta. Que había nacido en Brooklyn el 1 de diciembre
de 1935, que era un judío agnóstico, canijo, neurótico, educado de niño en una
escuela hebrea, alumno del Midwood High School, matriculado después en Ciencias
cinematográficas en la Universidad de Nueva York, que comenzó a ganarse la vida
vendiendo chistes a periodistas famosos y gags a algunas productoras de cine. Y
que aunque cada uno se había formado una opinión del personaje, fue él mismo
quien mejor se definió: “Yo no quería ser Bogart ni John Wayne. Yo solo quería
ser el capullo de la clase, quería ser ese chico con gafas que nunca consigue a
la chica pero que es divertido y cae bien a todo el mundo”. Pese a todo, en las
películas aquel esmirriado gafoso, una escoria de diván de psicoanalista, se
llevaba siempre a la chica solo porque la hacía reír, lo cual nos hizo concebir
esperanzas de seducir de la misma forma a aquellas amigas del pub de Santa
Bárbara si uno soltaba las mismas frases cáusticas, ingeniosas e imprevistas
que oíamos de su boca.
El cineasta Woody Alle, en 2012. (Aufoto/Paris Match) |
Los más iniciados de la secta sabían que Woody Allen tocaba
el clarinete con unos amigos los lunes en el Michael’s Pub. Siempre había
alguien que juraba haberlo visto y escuchado allí en persona. A los demás nos
sucedía que, si de paso por Nueva York, te acercabas al 211 W 55 Street, y
preguntabas por él, precisamente ese día Woody no estaba, te decía el conserje.
El fracaso se repetía cuando años después el grupo se trasladó al café del
hotel Carlyle.
El talento de este cineasta parecía insondable, sin dejar de
sacar agua siempre del mismo pozo. Woody Allen se presenta todavía cada año con
un nuevo éxito como vuelven las golondrinas en primavera o pasan los tordos en
otoño. Hasta hoy lleva rodadas y estrenadas 49 películas a sus 79 años. Nada se
puede decir de este cineasta que no se haya dicho ya por los críticos. El
veredicto sobre Woody Allen se puede formular con esta pregunta: ¿en qué
película abandonaste a Woody Allen y dejaste la secta? Se daba un caso curioso.
Sucedía a veces que después varias películas reiterativas, comestibles, decías,
ahí te quedas, ya me sé el truco de memoria, estás acabado, pero al año siguiente
volvía con una bomba, Hannah y sus
hermanas o Balas sobre Broadway o
Días de radio o Delitos y faltas, te reconciliabas con él y pedías la readmisión en
la secta a los irreductibles.
Cuando Woody pensó que era poco creíble que pudiera enamorar
a la chica dejó atrás la neurosis del psicoanálisis y comenzó a realizar
películas que eran en realidad anuncios publicitarios sobre la ciudad que le
pagaba la cuenta. En una de esas le dieron el premio Príncipe de Asturias y a
continuación cometió ese engendro de Barcelona a medias con Oviedo y entonces
descubrimos que a Woody le gustaba e incluso le sentaba bien la fabada. ¿No era
ese plato rotundo incompatible con el psicoanálisis? ¿Será Woody un impostor?
Roma. Venecia. Fiascos para arramblar dinero. De pronto rueda Match Point y Midnight in Paris y todo volvió a su cauce. Algunos le han
prometido amor eterno pase lo que pase, otros cruzan los dedos en cada estreno,
otros han decidido dejarle, los más resentidos, aquellos progres que se pasaron
a la rosca neoliberal han comenzado a odiarle. En el fondo, cada una de sus
películas nos recuerda a nuestra generación aquel momento de rebeldía con las
primeras carcajadas, los años de desencanto con las primeras canas, los amores
pasados, la nostalgia de la inteligencia de aquellos tiempos de ira.
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