domingo, 27 de septiembre de 2015

Choque de culturas

Por James Neilson
Desde hace muchos años, los referentes opositores más fogosos, personas como Elisa Carrió y, últimamente, Sergio Massa, luchan por hacer de la corrupción uno de los temas fundamentales de la política nacional. Creen que, de darse cuenta la gente de que la larga decadencia del país se debe en buena medida a la institucionalización del saqueo sistemático, el electorado finalmente optaría por repudiar de una vez a los acostumbrados a vivir a costa de los demás para que la Argentina comenzara a salir del pozo en que se precipitó más de medio siglo atrás y al cual no ha sabido sustraerse. 

Dan a entender que nada les complacería más que ver entre rejas a quienes consideran responsables de tanta miseria.

Pues bien, parecería que la prédica de quienes sueñan con un operativo manos limpias criollo está calando en la opinión pública, que ya son muchos los dispuestos a castigar, aunque sólo fuera a través de los votos, a quienes se las han arreglado para combinar la militancia política con los negocios privados. Sin embargo, ningún kirchnerista se ha visto perjudicado por el renovado interés en cuestiones éticas. Por lo pronto, la víctima más notable del cambio de clima ha sido Mauricio Macri. Desgraciadamente para él, podría corresponderle desempeñar el papel del chivo expiatorio sacrificado, políticamente se entiende, para tranquilizar la conciencia de los indignados por lo que han hecho los kirchneristas.

Puede que la sospecha de que el jefe porteño y candidato presidencial de Cambiemos privilegió a su amigo Fernando Niembro, entregándole lo que Cristina llama “un choripán de oro”, o sea, contratos por 21 millones de pesos por distintos “servicios y productos”, lo haya privado de la posibilidad de ser el próximo presidente de los argentinos y argentinas. Si bien, para alivio de los atribulados estrategas de Cambiemos, Niembro terminó dando el consabido paso al costado por suponerse, dijo, blanco de “un ataque injusto e inmerecido”, a los macristas no les será fácil recuperar el terreno que perdieron tratando de protegerlo contra los decididos a aprovechar una oportunidad para hacer tropezar al opositor más peligroso.

De haber sido Niembro un empresario kirchnerista, el impacto de las acusaciones en su contra hubiera sido nulo. A diferencia de los macristas, la tropa K está a favor del “capitalismo de los amigos” so pretexto de que al país le convendría que surgiera la mítica burguesía nacional. Fieles a sus principios, los kirchneristas siempre han obrado en consecuencia; les parece perfectamente normal que el Gobierno nacional que manejan y sus sucursales provinciales o municipales repartan contratos jugosos entre los amigos de la casa sin prestar atención alguna a las quejas de los excluidos.

Gracias a la munificencia politizada del Gobierno, algunos personajes notorios han logrado erigirse en magnates mediáticos a pesar de que nadie, con la presunta excepción de Cristina y los esforzados profesores de Carta Abierta, soñaría con tomar en serio el contenido de sus productos. Pero, desgraciadamente para Macri y su amigo el periodista deportivo, la mera sospecha de que se hayan creído facultados para comportarse como kirchneristas ha sido más que suficiente como para provocarles un sinfín de dificultades humillantes que, para satisfacción de Massa, han privado de dinamismo a la campaña proselitista del líder de PRO.

Hay dos Argentinas. En una, la de Cristina, todo está permitido. Aun cuando la presidentísima nos informara que acababa de depositar lo que todavía queda de las reservas del Banco Central en su cuenta personal en Suiza, las islas Seychelles u otro lugar igualmente confiable, su rating en las encuestas apenas se modificaría. No se trata de una exageración: sigue sin aclararse el destino de los cuantiosos fondos de Santa Cruz que un buen día se volaron del país para aterrizar en alguna plaza financiera exótica. Huelga decir que los costos políticos de la maniobra han sido mínimos.

Si Cristina hiciera lo mismo con las reservas, sería de prever que, lejos de estallar de indignación al enterarse de lo que gente de mentalidad anticuada calificaría de robo, muchos progres la felicitarían por haber puesto la plata del pueblo fuera del alcance de “la derecha”. Millones de ciudadanos reaccionarían de la misma manera, como hicieron ante las denuncias de lavado de dinero en escala industrial, de bóvedas patagónicas repletas de barras de oro, dólares y euros, hoteles vacíos pero así y todo maravillosamente lucrativos o el uso de Tango 03 para que le lleguen sin demoras molestas los diarios porteños cuando está en el lejano sur. Para extrañeza de muchos, la convicción generalizada de que Cristina ha acumulado una fortuna envidiable en el transcurso de su período como presidenta no ha hecho mella en su popularidad.

La otra Argentina, la de los moralistas leguleyos que aluden a la Constitución e insisten en que robar es malo, tiene muy poco en común con el país flexible e infinitamente tolerante de Cristina. Quienes lo habitan tienen que respetar reglas que acaso serían apropiadas para lugares como Singapur y Dinamarca pero que, desde el punto de vista de los kirchneristas, son francamente inhumanas y por lo tanto incompatibles con las tradiciones nacionales en la materia. Mal que les pese, Macri y Niembro viven en la Argentina que aspira a asemejarse un poco más a los países desarrollados y mucho menos a las cleptocracias africanas en que los populistas desacomplejados se sentirían a sus anchas. Cualquier infracción de su parte, por anecdótica que fuera, les costará votos. Están en lo cierto cuando dicen que carecen de toda autoridad moral aquellos kirchneristas que se divierten afirmándose horrorizados por las irregularidades imputadas al gobierno porteño, pero ya sabrán que protestar no les sirve para nada.

A nadie, ni siquiera al más cínico, le gusta ser tratado como un hipócrita. Para defenderse en su fuero interior, Cristina, Amado Boudou, la Morsa Aníbal, los muchachos de La Cámpora y otros de conducta parecida, además de sus simpatizantes más fervorosos, se escudarán detrás de la pretensión de que, por ser sus fines nacionales y populares tan espléndidamente nobles, pueden justificarse los medios que emplean para “construir poder” o, en ciertos casos, para enriquecerse personalmente. Si roban, siempre es para la corona, aunque se trate de una virtual por ser cuestión del “proyecto” envuelto en “el relato” de quienes se han encolumnado detrás del matrimonio santacruceño. Parecería que, lo mismo que generaciones enteras de revolucionarios fascistas, comunistas y fanáticos religiosos, los militantes K han conseguido convencerse de que les es dado ubicarse por encima de la triste ética burguesa y por lo tanto no sienten remordimiento alguno por lo que hacen.

Las sociedades corruptas –según Transparencia Internacional, la argentina está entre las más venales del planeta– se condenan al atraso. No cabe duda alguna de que la propensión de tantos miembros de la clase dirigente a subordinar todo a sus propios negocios, más la necesidad que sienten de “democratizar” la Justicia para que no les ocasione problemas en el futuro, está contribuyendo a la depauperación de muchos millones de familias pero, como siguen recordándonos los resultados electorales en las provincias calificadas de feudales, las víctimas de un statu quo perverso aún prefieren dejar las cosas como están a arriesgarse cambiándolas.

Con todo, mientras que en los años de crecimiento “a tasas chinas” y del “viento de cola”, la mayoría no se preocupaba por temas a su entender tan abstractos como los vinculados con la ética, de ahí la reelección triunfal de Cristina, el que el país se vea atrapado en una crisis económica que amenaza con agravarse mucho en los meses próximos, podría estimular una ofensiva contra los innegablemente corruptos. Es probable que así ocurra aun cuando la señora desista de vaciar por completo de reservas el Banco Central antes de irse. Aquí, los persuadidos de que hay que intentar obligar a los políticos a respetar las normas que ellos mismos reivindican en discursos conmovedores suelen disfrutar de cierta popularidad cuando, como ha sucedido con frecuencia exasperante, la economía empieza a hundirse nuevamente.

A menos que, para asombro de los ortodoxos, la economía se mantenga a flote, se aproxima una vez más la hora de los emblemáticos, de los funcionarios desafortunados, casi siempre de origen “liberal”, que los populistas seleccionan para mostrarle al pueblo que nadie está por encima de la ley. ¿Sería suficiente como para aplacar a los resueltos a forzar a los kirchneristas más notorios, comenzando con Cristina y su primogénito Máximo, a rendir cuentas por las fechorías que se les han atribuido ante la Justicia burguesa, la del país formal que procuraron reemplazar por otro más a su medida? Los kirchneristas esperan que, si Scioli se impone en las elecciones del 25 del mes venidero, Cristina y sus allegados no tendrán que pasar años pisando tribunales donde les aguardarían preguntas irrespetuosas acerca de Hotesur, aquellas bóvedas y cómo se la ingenió por engordar tanto su patrimonio, con el riesgo siempre presente de que a un juez nada democrático se le ocurra tomar demasiado en serio la letra de la ley.

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