Por Arturo Pérez-Reverte |
Mohamed es camarero en un lugar que frecuento hace
años. Es marroquí de Casablanca: moro, dice él sin complejo ninguno. Con
orgullo, incluso. Moro de la morería, ríe cuando hablamos; como aquellos que
hace siglos, comenta y sigue riendo, os tuvimos puteados a los españoles; entre
otras cosas porque, después de ochocientos años aquí, también éramos españoles.
Ojo con eso. Mohamed lo dice así y ríe todo el rato, porque es un tipo
simpático. Un amigo inteligente y laborioso.
Trabaja sin descanso desde la mañana
hasta la tarde, pero nunca ha tenido un mal gesto ni una mala palabra. Para
nadie. Es un profesional de confianza, altamente cualificado, al que todos
aprecian y respetan. Cuando estamos tranquilos se niega a cobrarme la copa de
vino, así que suelo pedírsela a uno de sus compañeros para que me dejen
pagarlo. Pero Mohamed, siempre atento, le echa la bronca al colega. Aquí manda
el moro, dice. Y vuelve a reír, disfrutando la cosa.
Siempre nos saludamos con Salam Aleikum y
algunas frases que aún recuerdo de su lengua. Mohamed es de esos tipos a los
que, si yo fuera millonetis, me llevaría a casa para que se ocupara de todo. Lo
contrataría, pagándole un pastón. Cuando estoy con él, a menudo pasa a este
lado de la barra y charlamos un rato. Me habla mucho de su familia, de su vida
en España. Ya soy español de pleno derecho, me dijo hace tiempo. Con todo en
regla. Lo contó orgulloso, feliz, dándome una palmada en la espalda, seguro de
que yo me alegraba de escuchar aquello. Y así era, pues, como la mayor parte de
los marroquíes que conozco, y son muchos, Mohamed es un hombre valiente, digno
y tenaz. Cruzó el Estrecho a los quince años, con menos papeles que un conejo
de monte, resuelto a buscarse una vida mejor. Y trabajó muy duro para eso. Para
tener un curro decente, un salario decoroso, una casa adecuada. Para ser
respetable y respetado.
En vísperas del último Ramadán, Mohamed me contó
que se iba de vacaciones a Casablanca con su mujer y sus hijas, a ver a la
familia. A pasar allí las fiestas. Le tomé el pelo un rato, preguntándole si
iría al estilo tradicional, con el coche cargado de equipaje cubierto con
plástico azul y las crías pidiéndole parar en cada área de descanso para hacer
pipí. No, hombre, respondió. Voy en avión, como debe ser. No seas cabrón, Reverte.
Y luego me puso otro vino. Hablamos de esos días en su tierra, del ayuno y la
comida de noche, de la deliciosa y nutritiva herira, del ambiente
estupendo que hay en las calles; un ambiente que conozco bien, pues lo viví
muchas veces cuando era reportero dicharachero de Barrio Sésamo, y tengo muchos
ramadanes felices en la memoria. Mohamed se enternecía hablando de eso, de su
ciudad, de su barrio, de su familia. En España habéis perdido esa idea de la
familia, dijo con orgullo: todos los abuelos, tíos y primos juntos,
conociéndose, visitándose, ayudándose. Celebrando lo bueno y doliéndose de lo
malo. Os envidio, dije un par de veces, escuchándolo. Y él sonreía, bonachón.
Como dándome el pésame. Está bien que lleves a tus hijas, añadí, para que no
pierdan el recuerdo de la familia. Dentro de veinte o treinta años, tal vez ni
siquiera en Marruecos las cosas sean así. Todo se pierde al fin, amigo mío.
Todo cambia.
En ese momento me interesé por sus hijas. ¿Llevan
hiyab?, quise saber. Son muy pequeñas, respondió. Pregunté si lo llevarían
cuando crecieran, y Mohamed se puso serio un instante, me miró y encogió los
hombros con una mezcla de fatalismo y orgullo. No dijo nada, pero lo conozco
bien y supe qué decía aquella mirada. La sonrisa que retornaba despacio a su
boca. De vosotros depende, era la respuesta. De que vosotros, europeos, hagáis
necesario, o no, ese pañuelo en la cabeza de mis hijas. De que nos protejáis
con firmeza frente a los que lo exigen en nombre de Dios; pero también, por
otra parte, tengáis la inteligencia precisa para que mis hijas, en este
Occidente que a menudo no sabe lo que quiere, no se vean obligadas a recurrir a
ese pañuelo como símbolo de dignidad, de independencia y de orgullo. Dadles
motivos para no llevarlo. Convencedlas, con inteligencia y respeto, de que su
identidad debe integrarse en la de todos, sin renunciar por eso a lo que son, a
lo que soy, a lo que somos. Persuadidlas de que un compañero de colegio, un
vecino, un novio no musulmán, también pueden ser una familia. Un futuro.
Eso dijeron el silencio, primero, y luego la
sonrisa suave de Mohamed. Después me puso delante otra copa de vino; y, como él
no bebe alcohol, porque es buen creyente, me apoyó a modo de brindis una mano
en el hombro.
© XL
Semanal
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