domingo, 2 de agosto de 2015

La marcha de los sonámbulos

El escenario económico y social que deja el kirchnerismo a su sucesor.

Por James Neilson
Rusia está librando una guerra subrepticia, pero cruenta, contra Ucrania, el líder supremo de Irán amenaza con aniquilar a Israel, la gigantesca economía china se tambalea, quienes llevan la voz cantante en la Unión Europea no saben qué hacer para impedir que Grecia se hunda por completo, Brasil está en recesión y el real se devalúa, Venezuela se ha convertido en un manicomio y el Oriente Medio en un matadero pero, por fortuna, la Argentina sigue siendo un remanso de paz y racionalidad en un mundo que a veces parece estar a punto de estallar.

¿Lo es? A juzgar por la evolución reciente de la larguísima campaña electoral, hasta los opositores más vehementes al kirchnerato parecen creer que el país no se verá perjudicado por las convulsiones que están dándose en el resto del planeta y que, de todas formas, no les será necesario cambiar mucho. A pocos días de las PASO y un par de meses de las elecciones definitivas, los aspirantes principales a suceder a Cristina hablan como si coincidieran en que al gobierno próximo le será agradablemente fácil solucionar los escasos problemas económicos y sociales que todavía persisten. No tendrá que “ajustar” nada porque la mera presencia en la Casa Rosada de Daniel Scioli, Mauricio Macri, Sergio Massa o, si los votantes optan por sorprendernos, Ernesto Sanz, Elisa Carrió o Margarita Stolbizer, sería más que suficiente como para desatar un tsunami de confianza que, por arte de birlibirloque, llevaría la economía nacional a la estratosfera, de tal modo ahorrándole la necesidad de hacer algo feo.

Ahora bien, ganar una elección es una cosa, gobernar es otra muy distinta. A menudo, los candidatos capaces de congraciarse con los votantes resultan ser gobernantes pésimos. En países que cuentan con una administración pública profesional, tales deficiencias pueden superarse, pero en la Argentina el Estado se ha visto colonizado por militantes y los partidos políticos no son mucho más que vehículos electorales. He aquí una de las razones del desempeño realmente desastroso del país a partir de las décadas iniciales del siglo pasado. Otra es la propensión de tantos políticos a erigirse en voceros de la autocompasión colectiva, de la idea de que, por ser la Argentina un país víctima de la maldad ajena, no es su culpa que sigue protagonizando un fracaso antológico tras otro. La negativa a enfrentar realidades ingratas es un síntoma del mal populista crónico que sufre la clase dirigente nacional. Sus miembros más destacados avanzan como sonámbulos hacia un futuro que se asemeja a un campo minado sin animarse a abrir los ojos por temor a lo que verían.

Puesto que los presuntamente presidenciables son reacios a decirnos que el país se ve frente a desafíos que les costará superar, la campaña electoral se ha vuelto decididamente insípida. Por suerte, Daniel y Mauricio, los dos candidatos que según las encuestas están mejor ubicados, no se ven separados por ninguna “grieta” social, cultural o ideológica que pudiera plantear una amenaza a la convivencia democrática: son amigos que tienen tanto en común que a los interesados en encontrar diferencias genuinas les es forzoso concentrarse en los personajes que los rodean. Con todo, aunque entre los que acompañan a Daniel abundan individuos de antecedentes polémicos que parecen sentirse emotivamente comprometidos con lo que llaman “el proyecto” de Cristina, su influencia propende a reducirse. Puede que el gobernador de la sonrisa amable imborrable no consiga escapar del cerco kirchnerista, pero por lo menos brinda la impresión de estar dispuesto a intentarlo. En cuanto a Mauricio, le gusta informarnos que es un hombre de equipo que, gracias a su experiencia como alcalde de la Capital Federal, será plenamente capaz de gobernar el país en su conjunto con eficacia humanitaria.

Sergio, consciente de que no le convendría en absoluto permitirles a sus rivales continuar haciendo la plancha dejándolo cada vez más atrás, quiere hacer lío. Si bien comparte con Daniel y Mauricio la convicción aparente de que ajustar sería un crimen de lesa humanidad, se proclama resuelto a librar una guerra sin cuartel contra los corruptos, los narcos y los jueces “garantistas” que en su opinión sienten más simpatía por asesinos y violadores que por sus víctimas. A su modo, Sergio es partidario de la mano dura, lo que podría ayudarlo a recuperar el terreno que ha perdido desde los días felices del “triple empate”, ya que no cabe duda de que para muchos la inseguridad ciudadana importa aún más que el sombrío panorama económico.

¿Y la corrupción? El que una presidenta acusada de apropiarse, con la ayuda de empresarios amigos, de una cantidad fenomenal de dinero bien lavado y que, para colmo, echa sin miramientos a jueces insolentes que se dan el lujo de hurgar en sus asuntos, siga contando con una imagen muy pero muy positiva, hace pensar que a pocos les interesa demasiado el tema. En Brasil, Dilma Rousseff, una señora que no parece haberse enriquecido personalmente, corre peligro de enfrentar un juicio político por haber permitido que otros políticos lo hicieran, pero cuando de la corrupción se trata la sociedad argentina suele ser mucho más tolerante que las de otras latitudes.

La voluntad de todos los candidatos significantes de irradiar confianza, dando a entender que una eventual gestión suya sería una continuación de la de Cristina, puede entenderse. Para un político en campaña, es mejor vender esperanza de lo que sería formular advertencias truculentas, por realistas que resultaran ser. Asimismo, al lograr los kirchneristas convencer a millones de personas de que lo que quieren sus adversarios congénitamente mezquinos es privarlas de los beneficios que les fueron conferidos por una presidenta bondadosa, hasta los críticos más severos del ruinoso “modelo” se sienten constreñidos a asegurarles que nunca se les ocurriría actuar de manera tan perversa. Así, pues, con astucia notable, el Gobierno se las ha ingeniado para sacar provecho político de su propio fracaso. Al difundirse la sensación de que el “modelo” populista sí se ha agotado y que al país le esperan tiempos turbulentos, los asustados por lo que podría sucederles se aferran con más fuerza aún al statu quo.

Lo mismo que aquellos griegos –más del sesenta por ciento del total–, que votaron democráticamente en contra de la austeridad, los preocupados por lo que se les viene encima quisieran creerse capaces de mantener a raya la realidad negándose a tomarla en serio. Es que en la Argentina actual, sería suicida que un candidato se afirmara a favor de un “ajuste”. No le serviría para mucho explicar que el gobierno kirchnerista ya ha gastado toda la plata disponible y que por lo tanto no hay más alternativa que la de elegir entre uno aplicado, con la crueldad ciega que lo caracteriza, por “el mercado”, y un programa de austeridad instrumentado por un gobierno deseoso de proteger a los sectores más vulnerables. Como se hizo evidente en 2002, desde el punto de vista de los políticos, es preferible un “ajuste” caótico, por brutal que fuera, atribuible a factores nadie está en condiciones de modificar, a uno controlado por un gobierno que asuma la plena responsabilidad por lo que se siente obligado a hacer.

Dijo una vez el multimillonario norteamericano Warren Buffet que “sólo cuando baja la marea se sabe quién nadaba desnudo”. Al perder ímpetu el gran locomotor chino –en las semanas últimas los inversionistas bursátiles del aliado estratégico vieron evaporarse la friolera de tres billones de dólares o más, un monto superior al generado en cinco años por la Argentina–, continúa desinflándose el boom de las commodities que hizo posible el “modelo” kirchnerista. De no haber sido por dicho aporte, al país le hubiera sido extraordinariamente difícil recuperarse de la implosión que siguió al colapso de la convertibilidad. Pero, huelga decirlo, a Néstor Kirchner y su esposa no les gustó para nada oír decir que el esquema económico que patentaron hubiera sido inviable sin el “viento de cola” procedente de China. Como los gobernantes de otros países, entre ellos Brasil, decidieron nadar desnudos por suponer que la marea no bajaría nunca.

Desgraciadamente para quienes sucedan a Cristina, no les será dado emularlos. A menos que, para sorpresa de virtualmente todos, la economía mundial pronto se ponga a crecer con vigor reanudado, al gobierno surgido de las elecciones del 25 de octubre le aguarda una tarea sumamente ardua; como el encabezado por el presidente Fernando de la Rúa, le tocará enfrentar un período de años flacos.

Si Scioli triunfa en las elecciones, no le sería fácil aseverarse horrorizado por “la herencia”. En verdad, tampoco podrían hacerlo Macri o Massa, ya que a esta altura ellos también saben muy bien que Cristina ha gastado toda la plata de la alcancía, dejándola casi vacía, que la balanza comercial ya es deficitaria, las economías regionales están postradas, el sector público está grotescamente sobredimensionado y así, largamente, por el estilo. Con todo, mientras que un hipotético presidente Scioli atribuirá a un “mundo” hecho una porquería el estado calamitoso de la economía nacional sin que, por un rato, protesten los kirchneristas, en el caso de que otro se sentara en el sillón presidencial, no vacilarían un sólo minuto en culparlo por todos los problemas.

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