Por Guillermo Piro |
Hans Magnus Enzensberger, uno de los escritores alemanes más
agudos y polifacéticos del siglo XX, presentó en el festival Lírica en el Río
Lech, en julio de 2000, una invención que creía destinada a revolucionar el
mundo de la poesía. El aporte podía incluso llegar a cambiar lo que
Enzensberger suponía –y probablemente siga suponiendo– que es la función
(entendida como un estado espiritual o un fenómeno psicológico) de la poesía;
eso que en palabras de Macedonio Fernández sería más o menos el reflejo de lo
que pasa en el alma del poeta cuando percibe sentimentalmente la realidad y acepta
dolorosamente la contingencia.
Lo que Enzensberger inventó fue una máquina capaz de crear
poemas en cantidades industriales sin repetirse nunca. Un sueño que comenzó a
alimentar en los años 70 y que vio la luz gracias –signo de los tiempos– a un
programa informático. El sueño del poeta costó 200 mil marcos de entonces, unos
100 mil dólares de ahora.
El invento se llamaba, algo previsiblemente, Poesie-Automat,
tenía la apariencia de esos paneles de arribos y partidas que hay en cualquier
aeropuerto y funcionaba sencillamente oprimiendo una tecla. El poema resultante
siempre tenía seis versos. La Poesie-Automat producía un poema cada treinta
segundos, y como esa capacidad de producción era inagotable, se calculaba que
en poco tiempo habría fabricado un número de poemas superior a toda la
producción hasta entonces creada por la humanidad. (De hecho, la máquina existe
aún y sigue funcionando en el Museo Literario de la ciudad de Marbach.)
Como casi toda la obra de Enzensberger, el invento era lo
suficientemente inquietante como para abrir ciertos interrogantes. Algunos de
ellos se pudieron oír en la conferencia de prensa donde presentó su invento.
Por ejemplo: ¿quién sería el autor: el inventor o el que hacía uso del
programa? ¿O la máquina? ¿La entrada en actividad de esta máquina señalaría el
fin de una de las actividades más viejas y prolíficas del arte? Enzensberger no
se atrevió entonces a responder ninguna de estas preguntas. Lo que sí dijo fue
que todo lo que pretendía era que su
invento oficiara de patrón: “Quien no es capaz de escribir una poesía mejor que
una máquina tiene que dedicarse a otra cosa”, dijo. De todas formas, el
resultado no salió como estaba previsto.
Enzensberger esperaba que su máquina fuera capaz de producir
poesías anónimas, pero con sorpresa pudo constatar que todos los versos tenían
algo de enzensbergeriano. Evidentemente, algo de la personalidad de quien
elabora el programa se transfiere al software. ¿Eso quiere decir que la
computadora había asimilado su estilo? No necesariamente, porque la computadora
nunca resultó ser tan buena como él.
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