Por Luis Gregorich |
Ya superadas las PASO, resulta casi obvio señalar que los
obstáculos que se interponen en el camino hacia la presidencia, de aquí a las
elecciones de octubre, son bien diferentes para el candidato oficialista que
para el conjunto de la oposición.
Debe admitirse que Daniel Scioli, con su 38% en las
primarias, hizo una buena elección y quedó a las puertas de la victoria final.
Pudo hacerlo soslayando una oscura trama de causas judiciales que rozaba a su bando y haciéndose perdonar la rusticidad de su discurso, ratificada en la noche de las elecciones, además de su tediosa corrección política. Aprovechó, también, la absoluta pasividad de sus rivales en criticarlo y en sacar a luz sus inconsistencias, empezando por una gestión provincial que hace agua por todos lados (perdonen los inundados la referencia).
Pareciera que llegar a la presidencia le va a resultar más
sencillo a Scioli que a sus rivales. El análisis del origen de sus votos nos
dice, sorpresivamente o no tanto, que su verdadero bastión no fue, esta vez, la
provincia de Buenos Aires, que ganó en buena ley pero sin la gran ventaja de
otras veces, sino las pequeñas y medianas provincias del Norte y Nordeste, de
estructura fuertemente patrimonialista e invariable clientelismo. Valgan los
ejemplos de Santiago del Estero, Catamarca, San Juan, Tucumán, Misiones o
Formosa. Allí seguirá golpeando las puertas para conseguir los votos que le
faltan, aparte de buscarlos en el delasotismo y en algunas intendencias
díscolas del Gran Buenos Aires.
Más arduo se presenta el horizonte electoral de la
oposición. Aquí nos parece que la palabra mágica es "unidad" y no
tanto "polarización", porque alguna forma de unidad que encontremos,
y que represente la voluntad y el deseo de una mayoría ciudadana, nos llevará a
una polarización competitiva, en el esfuerzo final del ballottage. Unidad. Es
fácil decirlo, pero ¿cómo, con quiénes, en qué términos alcanzarla? ¿Qué clase
de alianza o acuerdo o principio de acuerdo sería necesario? Veamos, para
empezar, a los que serían sus lógicos participantes.
La situación requiere una gran capacidad de sacrificio y una
enorme imaginación política. La principal responsabilidad recae sobre la
coalición Cambiemos y sobre Mauricio Macri, convertido, gracias a los
resultados de las PASO, en su único candidato a presidente.
Macri ha tenido el doble mérito de crear Pro, un partido
centrista con inserción (aunque despareja) en todo el país, y de administrar
con aceptable eficacia una ciudad tan compleja y exigente como Buenos Aires. No
es, como insiste en caricaturizarlo el oficialismo, de "derecha" (y
debería él mismo negarlo expresamente), sino alguien parecido a un liberal de
centro, más inclinado a las realizaciones prácticas y a la gestión de gobierno
que a la definición ideológica. Desaprovechó, en la reciente campaña, su
condición de ingeniero, ligada simbólicamente con la idea de
"construcción" o "reconstrucción" que efectivamente ejerció
en la ciudad. Además cometió el error de no confrontar abiertamente con Scioli,
vulnerable en muchos aspectos.
Su principal socio en la deseable pero difícil unidad
debería ser Sergio Massa, un ex oficialista de perfil ideológico no muy
diferente a Macri, que rompió con el gobierno y que en 2013 consiguió, con su
Frente Renovador, una inesperada victoria sobre el kirchnerismo, al que incluso
derrotó en su fortaleza de la provincia de Buenos Aires. Sorprendió, en la
precampaña de 2014/2015, por su buena imagen y aceptación en todo el país, y
llegó a ocupar el primer puesto en varias encuestas nacionales. Sin embargo, su
peso político se fue desdibujando y cayó a un tercer lugar, hoy difícilmente
mejorable.
¿Cómo lograr la unidad de estos dos bloques, que juntos han
sobrepasado el 50% de votos de las PASO, y que, de algún modo, reunidos
resultarían muy difíciles de vencer? Hoy, cuando faltan 70 días para la
elección presidencial, el objetivo parece casi imposible de lograr. Cada una de
las dos coaliciones (imperfecta la de Massa, más articulada la de Macri, junto
con la UCR y la Coalición Cívica) quisiera negociar, pero desde una posición de
fuerza. Nadie quiere retirar su candidato para ayudar a que gane su eventual
socio, aunque eso implique, finalmente, el triunfo del adversario de ambos.
Apuntamos, como reflexión más bien teórica, una forma de
acuerdo entre los opositores que podría ser la clave, no sólo de la victoria
electoral (que por otra parte no está garantizada), sino también un ejemplo de
ética republicana que la mayoría de nuestra castigada sociedad, pese a todo,
añora.
En el centro de la escena tendríamos un riguroso pacto
anticorrupción, tal como lo venimos sosteniendo desde hace mucho tiempo, a la
par de varios dirigentes políticos que hoy también integran las filas
opositoras. Se trataría de un pacto previo a toda negociación política y a toda
coincidencia programática, y podría consistir sólo en eso: en la firma, por
parte de los líderes partidarios, de un compromiso conjunto de lucha contra la
corrupción, sin salvoconductos ni hipocresías. Y que incluyera la creación de
instrumentos legales que permitieran sancionar rápidamente a los corruptos y
procurar que devuelvan a la sociedad los dineros que han saqueado impunemente.
Si los líderes políticos decidieran avanzar uno o varios
pasos más, entonces podría hablarse de una estrategia conjunta y hasta de
eventuales acuerdos programáticos. Lo ideal sería, naturalmente, que este pacto
pudiera firmarse antes de la primera vuelta electoral.
Mi irrenunciable ingenuidad me hace contemplar en una
pantalla, no sin placer, a un grupo de dirigentes políticos, sentados unos al
lado de otros, y listos para firmar un compromiso contra la corrupción, en el
que les va el honor y la palabra. Alcanzo a distinguir a Elisa Carrió, a
Gabriela Michetti, a Margarita Stolbizer, a Mauricio Macri, a Sergio Massa, a
Ernesto Sanz, a Roberto Lavagna. En el fondo, veo viejas banderas, útiles de
labranza y libros usados (pero leídos).
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