viernes, 21 de agosto de 2015

La involución de las prácticas electorales

Por Natalio Botana

Una marea está barriendo el optimismo que irrumpió entre nosotros hace ya más de diez años. 

En el Cono Sur el epicentro de estos conflictos está en Brasil, con estallidos que conjugan la indignación moral y el estancamiento económico. 

Leamos la reciente declaración de Fernando Henrique Cardoso: "Lo más significativo de las manifestaciones del domingo es la persistencia del sentimiento popular de que el gobierno, aunque sea legal, es ilegítimo. Le falta la base moral, que fue corroída por las tretas del lulapetismo. Con la metáfora del muñeco [representando a Lula] vestido de presidiario, la presidenta [Dilma Rousseff], aunque personalmente se pueda salvaguardar, sufre la contaminación de las fechorías de su patrono y va perdiendo las condiciones de gobernar".

¿Crisis de legitimidad? No del todo. Por ahora la ilegitimidad atañe a las autoridades electas y no impugna al régimen democrático y a sus fundamentos. Lo que se cuestiona en Brasil son las consecuencias de una praxis política que, de transformarse en rutina perversa, podría al cabo erosionar la vigencia del principio democrático. Afortunadamente, esta hipótesis es aún lejana, pero su formulación inquieta porque además se puede expandir hacia otros países, entre ellos el nuestro.

Esta sombra se recorta sobre nuestro proceso electoral, despierta temor en los gobernantes y les inspira cuanta triquiñuela judicial sea posible para demorar las cosas y garantizar la impunidad. El contraste entre la superficie en que se dirimen los comicios y las cloacas del poder en que circula la apropiación de los recursos del Estado es evidente.

Se suele decir que en los aprontes de las PASO y en los resultados finales de las elecciones se dirime el futuro. No se dice con el mismo énfasis que ese futuro soportará una atmósfera tóxica si no levantamos el nivel ético de la política.

Con sus más y sus menos, éstas son las manifestaciones, exageraciones y condenas de los que no aceptan estos vínculos entre el Estado y el bolsillo de los políticos. Notemos, sin embargo, que la trabajosa revelación del secreto y de los arreglos entre bambalinas lleva su tiempo. Las dificultades económicas y una justicia independiente pueden acelerar el ritmo para destapar escándalos (como en Brasil), aunque habría que preguntarse qué pasa cuando la justicia está contaminada y algunos esquemas hegemónicos siguen gozando de buena salud.

Éste es un aspecto importante del escenario que dejaron las PASO el domingo 9. Si se repasan los resultados en los distritos centrales (provincia de Buenos Aires, CABA, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, Entre Ríos) se puede constatar una apertura hacia la condición competitiva de la política democrática unida a una posible alternancia. Aun en tierras bonaerenses, donde se daba por descontado el dominio del oficialismo, la erosión de la estructura hegemónica no tardó en llegar. Por cierto, esto se debió a las divisiones dentro del vasto conglomerado peronista. Sin embargo, este hecho tan notorio no invalida la conformación de regímenes más competitivos, en los cuales el que sale primero no logra trasponer el umbral del 50% de los sufragios.

Muy distinta es la corriente que sopla desde el norte del país, muy cercana al ejercicio hegemónico del poder. En Santiago del Estero y Formosa el oficialismo capturó, respectivamente, el 66% y el 60,1%; en Tucumán y Misiones estuvieron por encima del 55%; en San Juan, Catamarca y Chaco superaron el 50%.

En algunos casos esta invariable acumulación de votos parece propia de productos no perecederos. En Formosa son tributarios del peronismo; en Santiago del Estero, de tránsfugas del radicalismo. A pesar de estas diferencias, el método de control del poder es semejante. Es una mezcla de reeleccionismo, patrimonialismo y una rauda regresión al vetusto estilo de los gobiernos electores. De acuerdo con este montaje, la producción del sufragio, en lugar de provenir de una ciudadanía autónoma, viene de arriba en la forma de una representación invertida.

Parece mentira, pero es así. En estos distritos se conserva vivo el antiguo legado del control de la sucesión para que siempre gane el oficialismo. Estas victorias sucesivas no sólo se obtienen con los recursos propios de cada provincia; también consolidan los gobernadores su posición invicta con la asistencia de la máquina bien aceitada del unitarismo fiscal. Son provincias que se comportan con el poder central como fieles discípulos: ofrecen en todo momento muestras de sumisión y, en contrapartida, reciben los beneficios de una coparticipación federal mal concebida y peor practicada.

Al capitalismo de amigos corresponde en la actualidad un federalismo de amigos. Este maridaje se refleja en la distribución de bancas en el Senado nacional, el depósito desde el siglo XIX de esta clase de oligarquías provinciales. Si bien el oficialismo puede perder el control de la Cámara de Diputados, es imposible que esta relación de fuerzas tenga su réplica en el Senado.

Estamos pues inmersos en una contradicción entre la mejora y la degradación de la democracia. Este fenómeno no es patrimonio exclusivo de las hegemonías provinciales. Desde ya, los casos de corrupción no resueltos se extienden desde el centro del poder nacional y abarcan las provincias que giran a su alrededor. Habría que hacer un ranking del enriquecimiento de los gobernadores y candidatos para tener un conocimiento más preciso de esta persistente dimensión feudal del patrimonialismo (que, como cualquier formación de esta índole, incluye asimismo a los gobiernos de familia).

No es fácil romper estas malformaciones, en especial cuando se suma la amenaza del fraude mediante el robo de boletas cuando faltan fiscales. Después de más de treinta años de experiencia democrática, la involución de las prácticas electorales nos está infligiendo un serio daño. Por este motivo, la movilización de fiscales en los partidos de oposición para controlar que el sufragio se emita con transparencia fue uno de los mejores testimonios de estas PASO. Falta, empero, mucho por hacer frente a la incompetencia del oficialismo (fomentada sin duda porque le conviene), que no atina a dejar de lado este turbio manejo de boletas sábana y aplicar, por ejemplo, el sistema de boleta electrónica, de probado éxito en Salta y en la ciudad de Buenos Aires.

Ésta es una impostergable exigencia, porque si la democracia se altera en la encrucijada del sufragio, cuando el habitante merced a ese acto soberano adquiere uno de los atributos de la ciudadanía, entonces las instituciones flaquean y pueden sucumbir presas de la mentira. Ésta es una herencia que se va acumulando y hace que la desconfianza crezca junto con la resignación.

Si se miente falseando estadísticas para ocultar datos objetivos de la realidad; si se miente para tapar la corrupción; si se niega la circunstancia lacerante de la pobreza; si se busca falsear, aunque sea a retazos, la voluntad popular, entonces la conciencia de vivir en medio de la ilegitimidad de las instituciones y de los procedimientos podría aumentar peligrosamente.

Más allá de entusiasmos ficticios, éstos son los caminos que se bifurcan en el proceso electoral: el camino que conduce a empantanarse en más de lo mismo y el camino que nos orienta hacia la reconstrucción. Nada asegura, por ahora, el tránsito por uno o por otro.

© La Nación

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