Por Natalio Botana |
Una marea está barriendo el optimismo que irrumpió entre
nosotros hace ya más de diez años.
En el Cono Sur el epicentro de estos
conflictos está en Brasil, con estallidos que conjugan la indignación moral y
el estancamiento económico.
Leamos la reciente declaración de Fernando Henrique
Cardoso: "Lo más significativo de las manifestaciones del domingo es la
persistencia del sentimiento popular de que el gobierno, aunque sea legal, es
ilegítimo. Le falta la base moral, que fue corroída por las tretas del lulapetismo.
Con la metáfora del muñeco [representando a Lula] vestido de presidiario, la
presidenta [Dilma Rousseff], aunque personalmente se pueda salvaguardar, sufre
la contaminación de las fechorías de su patrono y va perdiendo las condiciones
de gobernar".
¿Crisis de legitimidad? No del todo. Por ahora la
ilegitimidad atañe a las autoridades electas y no impugna al régimen
democrático y a sus fundamentos. Lo que se cuestiona en Brasil son las
consecuencias de una praxis política que, de transformarse en rutina perversa,
podría al cabo erosionar la vigencia del principio democrático.
Afortunadamente, esta hipótesis es aún lejana, pero su formulación inquieta
porque además se puede expandir hacia otros países, entre ellos el nuestro.
Esta sombra se recorta sobre nuestro proceso electoral,
despierta temor en los gobernantes y les inspira cuanta triquiñuela judicial
sea posible para demorar las cosas y garantizar la impunidad. El contraste
entre la superficie en que se dirimen los comicios y las cloacas del poder en
que circula la apropiación de los recursos del Estado es evidente.
Se suele decir que en los aprontes de las PASO y en los
resultados finales de las elecciones se dirime el futuro. No se dice con el
mismo énfasis que ese futuro soportará una atmósfera tóxica si no levantamos el
nivel ético de la política.
Con sus más y sus menos, éstas son las manifestaciones,
exageraciones y condenas de los que no aceptan estos vínculos entre el Estado y
el bolsillo de los políticos. Notemos, sin embargo, que la trabajosa revelación
del secreto y de los arreglos entre bambalinas lleva su tiempo. Las
dificultades económicas y una justicia independiente pueden acelerar el ritmo
para destapar escándalos (como en Brasil), aunque habría que preguntarse qué
pasa cuando la justicia está contaminada y algunos esquemas hegemónicos siguen
gozando de buena salud.
Éste es un aspecto importante del escenario que dejaron las
PASO el domingo 9. Si se repasan los resultados en los distritos centrales
(provincia de Buenos Aires, CABA, Santa Fe, Córdoba, Mendoza, Entre Ríos) se
puede constatar una apertura hacia la condición competitiva de la política
democrática unida a una posible alternancia. Aun en tierras bonaerenses, donde
se daba por descontado el dominio del oficialismo, la erosión de la estructura
hegemónica no tardó en llegar. Por cierto, esto se debió a las divisiones
dentro del vasto conglomerado peronista. Sin embargo, este hecho tan notorio no
invalida la conformación de regímenes más competitivos, en los cuales el que
sale primero no logra trasponer el umbral del 50% de los sufragios.
Muy distinta es la corriente que sopla desde el norte del
país, muy cercana al ejercicio hegemónico del poder. En Santiago del Estero y
Formosa el oficialismo capturó, respectivamente, el 66% y el 60,1%; en Tucumán
y Misiones estuvieron por encima del 55%; en San Juan, Catamarca y Chaco
superaron el 50%.
En algunos casos esta invariable acumulación de votos parece
propia de productos no perecederos. En Formosa son tributarios del peronismo;
en Santiago del Estero, de tránsfugas del radicalismo. A pesar de estas
diferencias, el método de control del poder es semejante. Es una mezcla de
reeleccionismo, patrimonialismo y una rauda regresión al vetusto estilo de los
gobiernos electores. De acuerdo con este montaje, la producción del sufragio,
en lugar de provenir de una ciudadanía autónoma, viene de arriba en la forma de
una representación invertida.
Parece mentira, pero es así. En estos distritos se conserva
vivo el antiguo legado del control de la sucesión para que siempre gane el
oficialismo. Estas victorias sucesivas no sólo se obtienen con los recursos propios
de cada provincia; también consolidan los gobernadores su posición invicta con
la asistencia de la máquina bien aceitada del unitarismo fiscal. Son provincias
que se comportan con el poder central como fieles discípulos: ofrecen en todo
momento muestras de sumisión y, en contrapartida, reciben los beneficios de una
coparticipación federal mal concebida y peor practicada.
Al capitalismo de amigos corresponde en la actualidad un
federalismo de amigos. Este maridaje se refleja en la distribución de bancas en
el Senado nacional, el depósito desde el siglo XIX de esta clase de oligarquías
provinciales. Si bien el oficialismo puede perder el control de la Cámara de
Diputados, es imposible que esta relación de fuerzas tenga su réplica en el
Senado.
Estamos pues inmersos en una contradicción entre la mejora y
la degradación de la democracia. Este fenómeno no es patrimonio exclusivo de
las hegemonías provinciales. Desde ya, los casos de corrupción no resueltos se
extienden desde el centro del poder nacional y abarcan las provincias que giran
a su alrededor. Habría que hacer un ranking del enriquecimiento de los
gobernadores y candidatos para tener un conocimiento más preciso de esta
persistente dimensión feudal del patrimonialismo (que, como cualquier formación
de esta índole, incluye asimismo a los gobiernos de familia).
No es fácil romper estas malformaciones, en especial cuando
se suma la amenaza del fraude mediante el robo de boletas cuando faltan
fiscales. Después de más de treinta años de experiencia democrática, la
involución de las prácticas electorales nos está infligiendo un serio daño. Por
este motivo, la movilización de fiscales en los partidos de oposición para
controlar que el sufragio se emita con transparencia fue uno de los mejores
testimonios de estas PASO. Falta, empero, mucho por hacer frente a la
incompetencia del oficialismo (fomentada sin duda porque le conviene), que no
atina a dejar de lado este turbio manejo de boletas sábana y aplicar, por
ejemplo, el sistema de boleta electrónica, de probado éxito en Salta y en la
ciudad de Buenos Aires.
Ésta es una impostergable exigencia, porque si la democracia
se altera en la encrucijada del sufragio, cuando el habitante merced a ese acto
soberano adquiere uno de los atributos de la ciudadanía, entonces las
instituciones flaquean y pueden sucumbir presas de la mentira. Ésta es una
herencia que se va acumulando y hace que la desconfianza crezca junto con la
resignación.
Si se miente falseando estadísticas para ocultar datos
objetivos de la realidad; si se miente para tapar la corrupción; si se niega la
circunstancia lacerante de la pobreza; si se busca falsear, aunque sea a
retazos, la voluntad popular, entonces la conciencia de vivir en medio de la
ilegitimidad de las instituciones y de los procedimientos podría aumentar
peligrosamente.
Más allá de entusiasmos ficticios, éstos son los caminos que
se bifurcan en el proceso electoral: el camino que conduce a empantanarse en
más de lo mismo y el camino que nos orienta hacia la reconstrucción. Nada asegura,
por ahora, el tránsito por uno o por otro.
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