Los dos principales candidatos hacen cuentas y se
plantean escenarios posibles.
Los complejos roles de CFK y Massa.
Por Roberto García |
Los dos transpiran
miedo. A pesar de que la
compulsa de mañana es apenas indicativa, un ensayo. Uno, Daniel Scioli, por no
alcanzar un piso del 40% y mantener con su segundo una diferencia superior al
10%: juega casi todo a la primera vuelta del 25 de octubre. El otro, Mauricio Macri,
soñando por llegar y protagonizar la segunda vuelta, trata de estrechar un
margen inferior al 10% que lo mantenga en carrera los próximos dos meses para
los primeros comicios en serio. Ser un Néstor Kirchner, vencido inicialmente
por Carlos Menem y posible ganador en la final.
El tercero en discordia, Sergio Massa, padece menos
pánico. Su matemática es más elemental: debe lograr que su número de votos
(sumando los de su porfía interna con José Manuel de la Sota) empiece con un
dos, para despolarizar lo que ya muchos han consagrado como una polarización.
A los tres cualquier
ruido los conmueve en la oscuridad del suspenso, un limbo angustiante en el que
transcurrieron otros participantes anteriores con el mismo sino: duermen poco,
trajinan, viajan, se asustan. Ninguno, sin embargo, manifestó la diarrea que
acometió sobre un nervioso candidato luego presidente que, ante falsos
guarismos desfavorables, sucumbió y, luego de bañarse, se metió en la cama
esperando el triunfo. Es que todo tipo de acontecimiento puede sobrevenir
cuando todavía falta una eternidad para la primera definición que los acerque a
la Casa Rosada.
Si hasta una lluvia
copiosa y posterior inundación en la provincia de Buenos Aires, por ejemplo, comenzó a
lastimar la ventura de Scioli. Una catástrofe imponderable
para una campaña ya desgarrada en la última semana por el escándalo que
convirtió a uno de sus postulantes bonaerenses, Aníbal
Fernández, en presunto responsable de un triple crimen ocurrido
hace siete años, teñido además por la vinculación con el narcotráfico (segundo
tema de preocupación en la masa de los ciudadanos).
Fue un meteorito la
acusación de dos personajes endebles y con baja credibilidad –uno condenado a
reclusión perpetua–, de impredecible incidencia electoral, pero que el jefe de
Gabinete convirtió en una deflagración de mayor amplitud: antes de cargar sobre
los opositores extraños a su franja partidaria (léase Macri, Massa, Carrió o
Sanz), obnubilado y con exceso de información, entendió que
la denuncia provenía de su propia interna, de sus malévolos
compañeros y a ellos enrostró la paga inventiva de una campaña sucia en su
contra. Generó más confusión, no sólo entonces lo perseguían Clarín y Jorge
Lanata.
Su rival en las PASO, Julián
Domínguez, quiso sacarse el sayo culposo y dijo que lo llamó a
Fernández dos veces para solidarizarse y dar explicaciones oportunas. Añadió:
“Y Aníbal no me atendió”. A su vez, presto, Fernández replicó subiendo la
apuesta: nunca, nadie me llamó. Mienten.
Por si fuera poco, como
la maniobra quizás excedía al propio Domínguez y a su socio Fernando Espinoza,
advirtió que los reportajes con las denuncias habían ocurrido en un presidio de
la Provincia, luego de varias entrevistas, razón por la cual imaginaba que
figuras de mayor magnitud habían colaborado en urdir esa conspiración. O, al
menos, habían omitido intervenir. Pareció señalar en su ira a entornistas de
Scioli, como Alejandro Granados y Ricardo Casal, tanto que éste dejó trascender
que él le había advertido a Fernández de esas reuniones sospechosas en el
penal. Y que el jefe de Gabinete les restó importancia a esos susurros
personales.
No hubo careos, siguen
las tinieblas y, con más de 48 horas de dilación, la propia presidenta debió
cambiar la mira sobre los culpables del escándalo, apartarse ella misma de él
y, en exclusividad, le colgó las imputaciones de la intriga a Elisa Carrió
(quien se hizo cargo de uno de los denunciantes) y obviamente al monopolio
mediático. Ya era tarde. Difícil saber si el episodio tendrá consecuencias
electorales sobre la candidatura de Fernández y de Scioli.
Por un lado, habrá quien
rescate como favor una consigna de Perón (“somos como los gatos, cuando más nos
peleamos, más nos reproducimos”) y, por el otro, la certeza opositora de que
conviene cortar boleta a favor de Fernández para que pase herido, a desguazar
luego, acompañando a Scioli en la contienda final. Es que Domínguez es
neutro, se puede ocultar en la tira de nombres, mientras Fernández dispone de
otra estatura controversial, recoge generosas antipatías y su presencia en
la boleta para octubre podría ser más una carga pesada que un legado
beneficioso. Tan verosímil es esa jugada opositora como la actitud del
peronismo porteño en la última elección, cuando votó a favor de alguien que
odiaban más que a Macri: Martín
Lousteau. Delicias de la democracia.
Mutaciones. Más allá del resultado, hay incógnitas
resueltas: desde el lunes Scioli se volverá Macri y Macri se volverá
Scioli. Una forma de aplastar, también, a la avenida del medio que
pregoniza Massa, quien intentará cobrar la autoría intelectual de ese sector.
Al menos, para ser un árbitro de la disputa, un elemento necesario e
imprescindible para negociar si las elecciones fueran de un partido contra otro
y no meras pujas entre personalidades, entre hombres que rinden más o menos en
la TV.
Van los candidatos a la
conquista de una presa tal vez indecisa, de ahí que Scioli se revele ambiguo,
más dispuesto a los cambios, quizás distraído de Cristina, amparado en el
núcleo peronista y en lo que muchos creen que era y no es o en lo que es y no
era. Y un Macri híbrido, luego del brusco viraje que le impuso Duran Barba y su
focus group a favor de cierto populismo (la gente prefiere las estatizaciones a
las privatizaciones, de ahí los nuevos mensajes sobre Aerolíneas e YPF, se
inclina por estar igual al albur de estar mejor) patrullando nichos que
desatendió y ofendió en las últimas semanas, repartiendo lisonjas a quienes
antes le endosaba castigos. Ser, en todo caso, el candidato forzado, obligado,
al que se vota con escasa convicción pero diferente a una rara cruza, la
encarnación kirchnerista y peronista a la que le cuesta imponer –habrá que ver
mañana el comportamiento de provincias como Tucumán y Jujuy, hasta hoy
bastiones del oficialismo– una supremacía al 50% del país.
Tres sujetos, la misma
levedad de Kundera.
© Perfil
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