Por Jorge Fernández Díaz |
"Voy a votar por Scioli y por Aníbal Fernández para que
no gane la derecha", se escucha en algunos segmentos politizados y
pitucos. Esta misma semana una fracción del Partido Comunista visitó al jefe de
Gabinete y le ofreció su tierno corazón. Decenas de artistas progres le dejan
mensajes de aliento y adhesión al camarada Fernández y proclaman que el
camarada gobernador es una figura emancipadora.
Todos esos
"socialistas" invertebrados se suben así al carro triunfal de un
movimiento que se ha transformado en un triste remedo del conservadurismo
bonaerense de los años 30. Un régimen de oligarcas estatales y caudillos
pesados donde hay denuncias de fraude, canje de alimentos por votos, mafias
territoriales y matonismo naturalizado. Es que la maquinaria pejotista, sus
enemigos íntimos y sus circunstanciales aliados buscan la hegemonía y forman en
verdad el más rancio statu quo: la nueva derecha argentina. Casi cualquier
partido democrático que se les opone parece más progresista que ese feudalismo
festivo, luctuoso, unido y organizado.
Varias escenas de estos días parecen extraídas de las viejas
crónicas de Barceló y Ruggerito: un ex gobernador denunciando que le birlaron
140.000 votos, la naturalización de que se roban entre tres y cuatro puntos por
elección en algunas provincias, gánsteres de las calles y de las urnas en el
conurbano profundo, punteros tucumanos que ofrecen bolsones de comida y
efectivo a cambio del sufragio, el emperador de Tucumán paseando en camello o
en Learjet y atendiendo a todo su gabinete en su casa y en paños menores, un
militante radical que discute con una fuerza de choque y luego muere baleado a
metros de su casa. Y todo esto sin contar con las noticias habituales de
súbitos enriquecimientos y corrupciones pergeñadas desde el Estado, y también
de las andanzas impunes de narcos que tienen protección del poder político. Qué
esperanzador panorama, qué bella es la patria progresista. Esto ya parece el
Mayo Francés.
La reaparición de la Presidenta no sirvió para atenuar esta
situación incendiaria, sino para alimentarla con leña verbal. Se podría decir,
con mirada piadosa, que su incursión en el trágico caso de Ariel Velásquez
resultó un papelón estrepitoso. Pero, en rigor de verdad, se trató de algo
mucho más grave; no existe palabra educada en el castellano moderno para
describir el pecado que ella cometió. Cristina Kirchner evitó un pésame a la
familia de la víctima y eludió moverse con precaución de estadista frente a un
presunto crimen político: aseguró mirando a cámara que Velásquez no era
radical, sino que formaba parte de las adoradas huestes de Milagro Sala, dama
con reputación de violenta a quien la jefa del Estado premió con una
candidatura al Parlasur. Este muerto no es mío, pareció decirles a los
radicales, a quienes trató de inescrupulosos y de mala gente, y de montar una
operación proselitista sobre ese cadáver caliente. Pudo haber esperado un poco
más para no cometer un grueso error, pero siguió a la bartola el manual
impulsivo del caso Nisman. Sus afirmaciones quedaron de inmediato refutadas: el
muchacho de 20 años, como mucha gente humilde del feudo, había sido afiliado
compulsivamente por la Tupac Amaru, pero las fotos y los testimonios familiares
terminaron de esclarecer que formaba parte de la Juventud Radical. Se verá si
el disparo mortal, como se sospecha, provino de matones políticos o si actuaron
delincuentes comunes. O si hubo una tétrica combinación de ambos. Pero lo
cierto es que la precipitada denuncia de Cristina terminó siendo fallida, y que
si efectivamente la Tupac tuvo que ver con el asesinato, el discurso
presidencial fue de algún modo encubridor. Como mínimo, podríamos decir que al
defender ciegamente a esa organización se estaba enviando un mensaje
institucional de apoyo a sus turbias y prepotentes metodologías. La verdad
indubitable del día siguiente incomodó al kirchnerismo, pero la Presidenta no
se sintió en la necesidad espiritual de pedir perdón. Ella, como sabrán, es
infalible.
Todos los tramos de ese discurso tuvieron por objeto
excusarla de sus propios errores. En un repentino ataque de pudor republicano y
olvidando que cualquier gobernante de cualquier país democrático se arremanga y
asiste al lugar de las catástrofes, Cristina aseguró que eran obscenos quienes
se habían "disfrazado de lluvia" y habían hecho acto de presencia
durante las inundaciones. Y olvidó que ella misma lo hizo un par de veces, que
envió a Aníbal y a "Wado" a realizar lo que repudia, y que los pibes
de La Cámpora, enfundados en remeras vistosas, también se mostraron en el
terreno anegado. A continuación, elogió a Dilma Rousseff, que está siendo
cuestionada por la mayoría de la sociedad, como si Cristina tuviera la misma
actitud política: su par brasileña inició un recorte fiscal responsable y echó
a una veintena de funcionarios por corruptos. Aseguró después que su amigo
Lázaro Báez no estaba en el top ten de los constructores de la obra pública
(sólo recibió 1000 millones de pesos), pero escondió múltiples obras ejecutadas
por las provincias y financiadas por el Tesoro nacional que beneficiaron a su
gran amigo. Reivindicó de paso al Grupo de los 8 (por Germán Abdala), aquellos
dirigentes peronistas que rompieron con el menemismo, siendo que ella y su
marido permanecieron fieles a Menem después incluso de sus privatizaciones e
indultos, y que se negaron a votar en 1995 por Bordón y "Chacho"
Álvarez. Y sugirió que las movilizaciones de protesta están siempre manejadas
por la CIA: "Las cacerolas tienen marca registrada", señaló, en uno
de los conceptos más reaccionarios y paranoicos de toda su alocución.
Finalmente, se dedicó al que empieza a considerar en privado
su más grande error: Daniel Scioli. Cuentan sus allegados que desde la noche de
las primarias la doctora no deja de criticarlo con vocablos soeces y que le
hierve la sangre cuando escucha en televisión que al líder naranja se lo
menciona como "el candidato de Cristina". La patrona de Balcarce 50
suele aclararles a sus íntimos que no es su candidato, sino el que más medía.
Mandó colgar el cartel "Zannini para la victoria" en un patio
interior de la Casa Rosada para que todo el mundo recibiera el mensaje. A ella
le llegó estos días, como a todos, la frase que Scioli le habría dicho a De la
Sota en secreto: "Viene un tiempo de gran acuerdo peronista; si me ayudan,
yo me saco de encima al camporismo". La dama y su heredero están juntos en
mitad del río, atados el uno al otro en medio de la correntada, y no pueden
hacer mucho por ahora, pero resulta evidente que madura una traición. Por eso
al cartel, ella sumó la iniciativa de condicionar su eventual gestión, dotando
al Congreso de poder absoluto sobre las acciones de la Anses en importantes
empresas: allí estará Axel Kicillof, al frente de la Comisión de Presupuesto y
Hacienda, dirigiendo la batuta y frenando cualquier ocurrencia del motonauta.
"A los que dudan les pregunto: ¿creen que alguien quiere quedar en la
historia como la persona que traicionó los ideales del pueblo?", interrogó
por cadena, amenazando de manera directa a su socio indeseado. Se entiende que
los "ideales del pueblo" son únicamente los que encarna la reina del
nuevo conservadurismo bonaerense, que nos propuso un viaje a 1945, pero se pasó
de largo y nos estacionó en los vergonzosos años 30.
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