viernes, 7 de agosto de 2015

Elegir entre el buen y el mal gobierno

Por Luis Alberto Romero

En el Palacio Comunal de Siena se encuentra la Alegoría del Buen y el Mal Gobierno, un fresco pintado por Ambrogio Lorenzetti hacia 1340. Es una obra excepcional, entre otras cosas por su mensaje cívico, que trasciende su tiempo y nos interpela hoy, en vísperas de elecciones cruciales.

El fresco contrapone dos formas del gobierno político y sus consecuencias para los gobernados. En un fragmento, aparecen un campo devastado por los saqueos y los incendios y una ciudad desolada por los robos, la enfermedad y la violencia. En otro, un campo próspero y laboreado, y una ciudad ordenada, con gente que trabaja, pasea o juega, en un ambiente de seguridad, abundancia y concordia.

El Mal Gobierno está personificado por un tirano de aspecto diabólico, rodeado por la Avaricia, el Orgullo, la Crueldad y el Fraude; a sus pies yace la Justicia, maniatada e impotente. El Buen Gobierno se personifica en dos figuras. Una es el gobierno comunal o Bien Común; rodeado por las Virtudes, asegura la paz y la seguridad. La otra es la Justicia, y junto a ella, la Concordia, que une con su lazo amistoso a los buenos ciudadanos.

En el siglo XIV, en tiempos de condottieri, guerras y saqueos, la Alegoría expresaba la nostalgia por tiempos idos. En nuestra Argentina es posible otra lectura: la encrucijada en que nos encontramos y los dos caminos que se abren en las próximas elecciones.

El kirchnerista fue un mal gobierno. Incluso dejando de lado las cuestiones institucionales, que muchos no valoran, o el despilfarro de la oportunidad excepcional de la soja, aun así, nos queda de estos 12 años un cuadro muy afín con el fresco de Lorenzetti. La Justicia está maniatada, a los pies del gobernante, y se ha instalado la inseguridad, potenciada por el narcotráfico. La pobreza, precariamente contenida, se ha consolidado como un modo de vida difícil de modificar. Desde las frutas del Valle del Río Negro hasta la industria automotriz, la mayoría de las actividades productivas está al borde del colapso y la desocupación acecha. Finalmente, lidiamos con un enorme desquicio macroeconómico, debido a una serie de disposiciones absurdas y arbitrarias.

Sólo la fe y la ceguera pueden negar esto o atribuirlo a la acción de los "poderes concentrados". Se trata fundamentalmente de gruesos errores en la gestión, de imprevisión, de escaso conocimiento técnico en un gobierno donde Galuccio es la excepción y Recalde, la norma. Errores combinados con una monumental corrupción, una cleptocracia organizada sistemáticamente desde el Gobierno. Basta mencionar los nombres de Ricardo Jaime o Sergio Schoklender para percibir cómo la mala gestión y la corrupción se potencian y afectan hasta a las iniciativas positivas y consensuadas.

Pero la continuidad del Mal Gobierno es una posibilidad cierta. Son muchos los que no quieren ver lo evidente -un logro del discurso oficial- y otros tantos quienes advierten que se acerca el momento del pago de la factura y cada uno espera que un gobierno salido del interior del régimen podrá atenuarle el impacto.

También son muchos los que creen que hay que acabar con el Mal Gobierno, pero tienen ideas distintas sobre qué esperar de quien lo suceda. Aquí, la alegoría de Lorenzetti no ayuda mucho, pues pinta los frutos de un país con muchos años de Buen Gobierno y en nuestro caso se trata de iniciar una reconstrucción, larga y trabajosa, a cuyo término podremos empezar a definir con más precisión el cuadro deseado.

Por ahora los objetivos son urgentes y difíciles, y no hay muchas opciones. Para restablecer el orden institucional y la autoridad de la ley hay que deshacer muchas cosas legadas por el actual gobierno, desde el sistema oficial u oficialista de medios hasta los frutos de la llamada democratización de la Justicia. Para movilizar la economía hoy paralizada hay que ordenar la macroeconomía y desarmar una compleja trama que va desde el cepo cambiario hasta la emisión descontrolada. Aquí no hay discrepancias sobre los objetivos generales, sino sobre la instrumentación, que es lo más difícil de precisar antes de la elección.

La clave que articula estas y otras medidas debe ser la reconstrucción del Estado, que es la herramienta de un gobierno normal. Hoy tenemos escasez de Estado, de normas y de expertos, y exceso de gobierno, de discrecionalidad, arbitrariedad e incapacidad. Esta tarea tiene un costado institucional: recuperar la república. Volver a la Constitución ha llegado a ser un programa de buen gobierno. No es sencillo, pues una parte del país cree en el presidencialismo discrecional, plebiscitado por el sufragio, y se burla de los "republiquitos". De modo que además de reconstruir, hay que ganar una batalla cultural.

Por otro lado está la cuestión de la administración del Estado: el funcionamiento ordenado y la correcta ejecución de las políticas del gobierno, y el control de los objetivos, la ejecución y los resultados. El Estado argentino tuvo agencias ejemplares, del Consejo Nacional de Educación al Indec, con funcionarios expertos y capacitados. Hoy están desarmadas y pobladas por funcionarios tan militantes como incapaces.

Sin este Estado administrador sólo se puede gobernar día a día, a golpes de discrecionalidad, pero no hay forma de enfrentar problemas complejos que requieren políticas de largo plazo, como en la educación, la seguridad o la pobreza. El caso de la educación muestra que no alcanza con volcar recursos presupuestarios para obtener resultados. A medida que se reconstruye el Estado se puede comenzar a atender las urgencias, como por ejemplo colocar en cada barriada pobre una escuela, una sala de primeros auxilios, una fiscalía y una comisaría, con personal idóneo y honesto. Todo ello volvería a instalar la imagen de un Estado presente y activo. Fácil y difícil a la vez.

En este aspecto, la Argentina se encuentra, por decirlo así, en el tercer subsuelo de un edificio. Allí se junta la gente que va a distintos lugares. Es imposible que cada una lo haga directamente; deben subir juntos hasta la Planta Baja, para luego marchar cada uno a su destino. Dicho en otros términos, quienes aspiran a un Buen Gobierno se dividen hoy entre distintos candidatos, con propuestas más o menos diferentes. Es posible que ello enriquezca un futuro gobierno de coalición, pero también es posible que nos deje en el tercer subsuelo, gobernados por una versión más o menos maquillada del mismo Mal Gobierno.

El país deberá discutir, en algún momento, infinidad de cuestiones complejas y decisivas, como por ejemplo la relación entre Estado y Mercado, que es uno de los temas habituales en los países normales. Pero en realidad, hoy no tenemos ni uno ni otro. Los tendremos si llegamos a la Planta Baja y ponemos en pie un Estado con capacidad y autonomía, que se libere de los "empresarios amigos" y estimule a los empresarios emprendedores y creativos. Entonces se podrá discutir cómo potenciar la capacidad del Mercado para crear riqueza y, a la vez, cómo desarrollar la capacidad del Estado para distribuirla más equitativamente.

Hoy no estamos en condiciones de hacerlo, entre otras razones porque los gobiernos hace mucho tiempo que no se interesan por impulsar las discusiones de la política y de la sociedad. El Estado, con sus gobernantes y sus funcionarios, es el instrumento indispensable para plantear iniciativas, hacerlas circular, escuchar a todas las voces, generar acuerdos y explicitar los desacuerdos, sacar las conclusiones y traducirlas en políticas, que luego llamaremos "de Estado".

Hoy la lógica electoral tiende a subrayar las diferencias entre quienes aspiran a un Buen Gobierno. En realidad, no se notan mucho en sus discursos; es difícil identificar a l "centroizquierda", al "reformismo radical" o a la "derecha". En cambio, están claras las coincidencias y diferencias entre quienes quieren un Buen Gobierno y quienes, por diferentes razones, prefieren seguir con el Mal Gobierno. Ojalá que nuestro complejo sistema electoral nos permita, en la última instancia, optar por uno de estos modelos.

© La Nación

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