Por Arturo Pérez-Reverte |
Hay quien se va de putas, como otros se van de libros. De
librerías. Lo de las putas lo trajino poco, pero de las librerías soy un
adicto. Voy por la calle, veo una y me meto dentro antes de que me diga ojos
negros tienes. Igual da que sea una librería general que una especializada en
ortopedia, aeronáutica, medicina homeopática o asuntos religiosos, como, sin ir
más lejos, pueden certificar en las estupendas San Pablo de la calle Sierpes de
Sevilla y en la de la plaza Benavente de Madrid, donde hago frecuentes
incursiones para cargarme de libros de Patrología y obras de Hans Kung, cuya
extraordinaria Historia de la Iglesia
Católica, por cierto, recomiendo y regalo mucho.
Quiero decir que soy,
prácticamente, un psicópata de las librerías, de las que me gusta incluso el
olor; hasta el punto de que, cuando estoy en países de cuya lengua no entiendo
un carajo, me meto en ellas para tocar los libros, mirar las cubiertas, la
encuadernación y lo demás.
Toda esta introducción, o proemio, viene al hilo para
decirles que tengo cierta idea de qué es un libro. No ya por lo que tiene
dentro, que en eso Dios reconoce a los suyos, sino por el libro en sí. Por sus
características físicas. Ando entre libros desde que tengo memoria, pues tuve
la suerte de crecer entre los estantes de un par de buenas bibliotecas
familiares, y durante toda mi vida procuré, también, rodearme de libros. En
ellos confío precisamente, a medida que me hago mayor, para atrincherarme
cuando todo, al fin, acabe de irse al carajo y me encierre, en esa biblioteca
que he ido preparando durante toda mi vida, con música de tango, bolero y copla
en el aparato, unas cuantas botellas de Juan Gil y una escopeta de postas del
calibre doce, mientras las respetables matronas corren desoladas, los imbéciles
se preguntan cómo ha podido ocurrir esto, y los bárbaros, como es su vigorosa
obligación histórica, saquean la Roma que amo y conozco.
Dicho todo lo anterior, ya estoy en condiciones de contarles
que el otro día iba a comprar una biografía de Virginia Woolf publicada por
Taurus. Le eché mano, encantado con el grueso tamaño del volumen -920 páginas-,
miré el canto del lomo, como cada vez que cojo un libro, y mi exclamación
indignada hizo levantar la cabeza al librero Antonio Méndez. «Estos
sinvergüenzas -le dije, estupefacto- han guillotinado el lomo». Antonio se
encogió de hombros, como quien ha visto de todo, y yo arrojé, despectivo, el
libro al lugar donde estaba. Porque un lomo guillotinado y encolado, señoras y
señores, puede tolerarse en una novela de edición barata, en un libro de usar y
tirar; pero nunca en un ejemplar que deseas leer, conservar y consultar, pues
el pegamento termina estropeándose, y la misma acción de abrir el libro y pasar
páginas termina desencolando éstas. El pretexto, ahora, es que las colas son
mejores que antes y sujetan mejor; pero eso es mentira, o no tiene nada que
ver. Un libro debe ser un libro de verdad, con cuadernillos cosidos, resistente
y bien hecho. Lo que pasa es que un libro de lomo cortado y encolado sale más
barato para el editor que otro de cuadernillos cosidos y encuadernados como es
debido, y permite ahorrar, en gastos de producción, un miserable medio euro que
aumentará el beneficio editorial sobre el precio del libro. O más, cuando el
libro es gordo. Y como ahora todos buscan ganar lo mismo, pero gastando menos,
resulta que, con el pretexto de la crisis, cada vez hay más libros
encuadernados con ese sistema miserable. Algunos de Taurus, Cátedra y Seix
Barral, por ejemplo, son de juzgado de guardia, y hasta algunos que se editan
para la Real Academia caen en eso. Paradójicamente, los libros más gruesos. Los
que mejor encuadernados deberían estar.
Así que voy a pedirles algo, señoras y señores, si aman los
libros o aman a quienes los aman: niéguense a comprar libros importantes si
están editados de esa forma infame. Si los volúmenes no tienen sus cuadernillos
cosidos y encuadernados como debe ser. Niéguense a ser cómplices de editores
sin decoro; de tenderos miserables -pues también hay tenderos decentes-, sin
cariño por los libros que editan, sin respeto por quienes los leen. Niéguense a
cooperar con esas ratas de almacén cuyos infames lomos guillotinados son una
desatención hacia el lector, y un insulto para quienes aman los libros como
objeto a cuidar y conservar. Unos libros que debemos exigir se editen dignos,
hermosos, duraderos en lo razonable. Que puedan acompañarnos el resto de
nuestra vida y luego pasen a manos de amigos, hijos o nietos, con las huellas
de nuestras lecturas y el rumor lejano de nuestras vidas.
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