Paso atrás en la
dialéctica del “desendeudamiento”
Por J. Valeriano Colque (*) |
La deuda pública del Estado argentino, medida en dólares,
alcanzó en 2014 un récord en términos absolutos: 233 mil millones si se
incluyen los bonos impagos en manos de holdouts. Y equivale al 45 % del
Producto Interno Bruto (PIB), apenas un punto menos que en el año 2000, aunque
está lejos del extraordinario 151 % del PIB que alcanzó en 2002 tras la
megadevaluación que acompañó la salida del default.
Los datos surgen de un estudio dado a conocer por el
Instituto Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf), que destaca que, en términos
nominales, la deuda de 2014 fue 40 mil millones de dólares superior al récord
de 191 mil millones que se había alcanzado en 2004, justo antes del primer
canje de deuda, de 2005.
Si bien en términos del PIB el porcentaje actual es sustancialmente
más bajo que en ese año (45 % versus 106 % del PIB), la importancia de la deuda
actual en el PIB se encuentra en niveles similares a los de los años 1999-2000,
periodo en el cual el endeudamiento ya empezaba a constituir un problema
difícil de manejar.
En los últimos cuatro años, el stock total de deuda pública
aumentó en casi 58.000 millones. Gran parte de este aumento se explica por un
mayor endeudamiento con los propios organismos estatales, principalmente el
Banco Central, que fue el principal financista del sector público durante este
periodo, brindándole asistencia en dólares–con el suministro de reservas a
cambio de Letras intransferibles–y también en pesos–mediante el otorgamiento de
adelantos transitorios.
Los dos principales argumentos con que el Gobierno nacional
defiende lo que ha llamado su “política de desendeudamiento”: que gran parte de
la deuda es con entidades públicas; y que una amplia mayoría de la deuda está
nominada en pesos y no en moneda extranjera.
Actualmente, un 61 % de la deuda se encuentra en manos del
propio Estado (Banco Central, Anses, Banco Nación y otros organismos). Sin
embargo, un punto esencial es que la deuda ‘intrasector publico’ no puede ser
ignorada. En primer lugar, porque un Estado ‘pagador’ cumple con todas sus
obligaciones, independientemente de si estas están en manos privadas o
públicas. En segundo lugar, porque es clave desde el punto de vista práctico y
de sostenibilidad futura que se le paguen estos compromisos al Banco Central y
a la Anses.
El próximo
presidente. La contracara de la deuda intrasector público termina siendo un
deterioro progresivo del balance de la autoridad monetaria–y en consecuencia
del valor de la moneda–y del fondo de Anses (...) Honrar a tiempo estos
compromisos tiene hondo impacto en toda la sociedad argentina y particularmente
en los jubilados (y futuros jubilados).
En cuanto al horizonte de pagos, se estima que los
vencimientos totales de capitales e intereses para la próxima gestión
presidencial sumarán el equivalente a 30.500 millones de dólares en 2016;
21.500 millones en 2017; 17.200 millones en 2018 y 15.700 millones en 2019.
Descalabro de las
finanzas públicas
Los billetes de 100 pesos ya son el común denominador en los
bolsillos de los argentinos y de las empresas. Esa moneda representa el 70 % de
los billetes en circulación. Aun así, la divisa de mayor denominación es
insuficiente para atender los gastos diarios, por lo que cada vez se necesitan
más.
El Banco Central informó que a fines de julio había 3.773,5
millones de unidades de 100 pesos en circulación, lo que implicaba un aumento
de casi 41 % comparado con el año pasado.
El crecimiento del uso y la demanda de los billetes de 100
pesos demuestran que la inflación en la Argentina–pese a la moderación que este
año mostró hasta junio último-sigue siendo un fenómeno perjudicial para la
economía. Esta sólo se ha controlado en una reducida existencia de productos
incluidos en el esquema de Precios Cuidados.
En forma paralela, la no existencia de una moneda de mayor
denominación origina múltiples problemas de seguridad y de logística para las
empresas, los servicios de seguridad y la actividad en general. Por
contrapartida, en los países más desarrollados los instrumentos de mayor uso
son las tarjetas de crédito y de débito.
La proliferación del papel moneda en nuestro país demuestra
el descontrol del gasto público y el enorme déficit que acumulan las cuentas
públicas. El rojo fiscal es hoy similar a los de los meses previos a las
grandes crisis económicas que atravesó la Argentina. Hasta junio último, el
déficit superaba los 105 mil millones de pesos, con una proyección superior a
250 mil millones para este año.
Para hacer frente a este descalabro de las finanzas
públicas, el Gobierno nacional acudió a la emisión, vía anticipos del Banco
Central; de allí la expansión de los billetes de 100 pesos en circulación.
El ministro de Economía de la Nación, Axel Kicillof, ha
pretendido disimular esos problemas con frases carentes de veracidad.
La deuda del Estado argentino–medida en dólares–alcanzó en
2014 a 233 mil millones, si se incluyen los bonos impagos en manos de holdouts.
Ese monto equivale al 45 % del producto interno bruto,
apenas un punto menos que en 2000, de acuerdo con un informe del Instituto
Argentino de Análisis Fiscal (Iaraf). Aunque la situación no pueda compararse
con la crisis de 2001-2002, el monto adeudado supera en más de 40 mil millones
de dólares las obligaciones en 2014, que llegaban a 191 mil millones de
dólares, antes del primer canje de deuda.
El descontrol del gasto público es innegable, así como su
impacto en la emisión y, por ende, en la inflación, además de un endeudamiento
que se convertirá en una pesada carga para los primeros años de la
administración que asumirá el 10 de diciembre.
Otra herida lacerante
a la democracia
Las fuertes sospechas de fraude en las elecciones en la
provincia de Tucumán y el avance feroz de las fuerzas de seguridad contra los
ciudadanos que salieron a reclamar por lo que consideran es un despojo en las
urnas, le acaban de propinar otra herida lacerante a la democracia.
El estrépito tucumano se suma a otros episodios que se
vienen verificando al ritmo de actos comiciales de enorme trascendencia cívica
e institucional. Pero ya no se trata de hechos atribuibles sólo a la mano de
obra que ponen a disposición los rentados punteros políticos de cada zona, sino
también a fechorías operadas con la venia y el control de los propios jefes de
gobierno.
Robo de boletas, urnas quemadas, sistemas enmarañados y
obsoletos de votación y escrutinio, y la permisividad para que los cuartos
oscuros presenten cuantiosas papeletas de candidaturas son fallas inconcebibles
que detonan en escándalos, como ha ocurrido en Tucumán. El caudillaje y las
malas prácticas políticas parecen prevalecer sobre los derechos cívicos; entre
estos, el más elemental en un sistema republicano: el voto popular. Nadie está
exento de tantas arbitrariedades. Desde la administración nacional de Cristina
Fernández, pasando por el gobernador tucumano, José Alperovich, hasta los
interminables caciques del conurbano bonaerense. Todos ellos han contribuido a
incumplir el mandato crucial del sufragio en libertad y sin trampas.
Es inadmisible–y hasta suena a broma de pésimo gusto–que
Aníbal Fernández, jefe de Gabinete de la Nación y candidato a gobernador de la
provincia de Buenos Aires, haya dicho que no se enteró de los incidentes del
lunes en la ciudad de San Miguel de Tucumán, y por ende no podía opinar sobre
ellos, porque “estaba durmiendo”.
Tampoco contribuye a pacificar los ánimos la escalada de
acusaciones que se cruzan los principales aspirantes a conducir los destinos
del país después del próximo 10 de diciembre. La mancha que se disemina sobre
una democracia endeble se acrecienta aún más cuando la dirigencia política
intenta sacar ventajas mezquinas. Ello quedó reflejado en el asesinato del
militante político jujeño Jorge Ariel Velázquez, que mereció interpretaciones
apresuradas de la propia Presidente, además de poner en tela de juicio el
impresionante poder territorial y económico de la dirigente Milagro Sala.
Es impostergable bajar el tono de la confrontación a fin de
preservar la transparencia y respeto a los electores de cara a la puja de mayor
relevancia que nos depara el calendario; es decir, las presidenciales del 25 de
octubre y eventualmente el balotaje del 22 de noviembre.
¿Se puede consentir que la multitud que reclama porque le
incendiaron su derecho más preciado y porque intuye el fraude ominoso sea
apaleada? Sin dudas, no.
(*) Economista
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