Por Guillermo Piro |
Los dos recientes fracasos –Una cosa rara, o sia Bellezza ed
onestà y Gli equivoci– habían aniquilado a su musa.
A medianoche se sentaba a su mesa de trabajo. Tenía a la
derecha una botella de vino Tokay –vino de reyes, rey de los vinos–, sus útiles
de escribir a la izquierda y ante él una tabaquera llena de rapé de Sevilla,
que su amigo Giacomo Casanova le había enviado a través de un mensajero.
En aquel tiempo Lorenzo da Ponte alojaba en su casa a una
joven y bella muchacha de 16 años acompañada de su madre. Tan pronto como hacía
sonar la campanilla, la joven acudía a su aposento a cumplir pequeños
servicios. Da Ponte abusaba de la campanilla. Sus requerimientos a veces
resultaban absurdos: cerrar una cortina, para poco tiempo después pedir que
volviera a ser abierta; levantar del suelo la pluma que habiendo resbalado de
su mano había caído a sus pies; solicitar un reaprovisionamiento de velas,
aunque tenía los cajones de su escritorio repleto de ellas... La encantadora
muchacha hacía lo que se le solicitaba, y a veces, sin que Da Ponte la llamara,
se presentaba con una taza de chocolate. Pero Da Ponte detestaba el chocolate.
Entonces esperaba a que la muchacha se hubiera marchado, se ponía de pie y con
la excusa de estirar un poco las piernas se dirigía a la ventana y arrojaba el
chocolate al pie del cedro secular que crecía en su jardín. Pero a veces la
muchacha acudía solamente con su cara jovial, siempre sonriente, siempre
solícita, a preguntar si necesitaba algo. Parecía creada para vivificar el
genio fatigado y avivar la inspiración poética dormida.
Da Ponte se obligaba a trabajar doce horas diarias sin
interrupción, de modo que al mediodía volvía a la cama. Se despertaba a las
seis de la tarde en punto, desayunaba, se dedicaba a las diligencias más
urgentes –escribir una carta, recibir al sastre, acicalarse como correspondía a
todo buen burgués del siglo XVIII–, almorzaba a las once de la noche y una hora
después estaba otra vez sentado frente a su mesa de trabajo. Así lo hizo
durante dos meses con sólo breves cambios en la rutina, pero todos esos cambios
siempre comprometían a la bella y tierna joven. Durante todo el tiempo la
muchacha y su madre permanecían en la habitación contigua entregadas a la
lectura, al bordado, al susurro a dúo de canciones tradicionales vénetas y
otras labores a fin de estar siempre prontas para hacer acto de presencia en la
habitación del libretista al primer tintineo de la campanilla. Finalmente Da
Ponte la llamaba con menos frecuencia para no distraerse.
Así, entre vino de Tokay, rapé de Sevilla y visitas al cedro
secular, la campanilla sobre su mesa y la hermosa muchacha que se asemejaba a
la más joven de las musas, en dos meses los libretos de Don Giovanni y de El
árbol de Diana estuvieron concluidos.
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