La Presidenta lo
había echado por las mismas razones que ahora salieron a la luz.
Por Ignacio Fidanza |
Cristina Kirchner no tiene el beneficio de la duda. Por
razones que sólo ella conoce, luego de haber transitado un tortuoso recorrido
para sacarse de encima a Aníbal Fernández, en diciembre del año pasado volvió
sobre sus pasos y lo reincorporó al gabinete.
Ahora paga el costo de esa
decisión.
Y la factura le llega en el peor momento, cuando los
presidentes se miran en el bronce y empiezan a fantasear sobre cuál será su
“legado”. Narcotráfico, crímenes mafiosos, corrupción, son algunos de los
aportes que el regreso de Aníbal, ahora como jefe de Gabinete, le ofrenda a su
despedida del poder.
Entre todas las contradicciones de Cristina, acaso las más
flagrantes puedan encontrarse no sólo en la economía, sino también en su
política de seguridad. Luego de la muerte de Néstor Kirchner, la Presidenta inició
un viraje “ideológico” que alejó a su Gobierno del pragmatismo del ex
presidente para embarcarse en declaraciones de principios que poco se
preocupaban por el marco de la realidad.
En economía, el mejor exégeta de esa ensoñación clasemediera
porteña que rescata los lugares comunes atribuidos a esa franja de barrios que
van desde Palermo hasta Villa Urquiza, pasando por Parque Chas, no es otro que
Axel Kicillof, algo así como la encarnación sublimada de Aníbal Ibarra, el
Frepaso, Mafalda, el Nacional Buenos Aires y todo lo que esa Argentina siempre
quiso ser. Esa mirada nostálgica de una grandeza europeizante que nunca terminó
de cristalizar.
Esa misma visión, que puede encontrarse en la Facultad de
Ciencias Económicas de la UBA, en la Flacso de Filmus y Basualdo, tiene su
correlato en materia de seguridad en el garantismo de Eugenio Zaffaroni, que se
traduce al interior del poder, en el grupo que lidera el periodista Horacio
Verbistky y que ofrecía a Nilda Garré como uno de sus principales cuadros operativos.
No es casual que Kicillof y Garré lideren hoy, en este final
de ciclo, la boleta de diputados nacionales por la Capital de Cristina
Kirchner. Es la expresión de lo que ella quiso ser, no de lo que fue. Porque en
el medio se cruzaron sus conocidas contradicciones, que los que la quieren
bien, llaman “equilibrios”.
En una de sus horas más brillantes, luego de conseguir la
reelección por más del 54 por ciento, Cristina acaso se sintió liberada de los
compromisos de la realpolitik que cultivaba su difunto esposo y coronó una
faena que le venía costando sangre, sudor y lágrimas: El desplazamiento de
Aníbal Fernández del gabinete nacional. Tan difícil era la tarea que tuvo que
ofrecerle el puente de plata de una banca de senador nacional, cuyo mandato excedía
el suyo.
Fue la coronación del movimiento que inició un año antes,
cuando le amputó a su ministerio lo único que le importaba a Aníbal: El manejo
de las fuerzas, que cedió a Garré, designada entonces flamante ministra de
Seguridad.
Fue una revolución silenciosa pero profunda. Cambiaba el
peor pragmatismo de negociación con el lado oscuro, por la idea purificadora de
Zaffaroni, Verbistky, Garré y Sain, que ven a la policía no como parte del
problema, sino como la máscara institucional de las verdaderas mafias del
delito. Es decir, del narcotráfico y actividades afines como los secuestros. Si
Aníbal era el hombre que pactaba con el mal para –en el mejor de los casos-
tenerlo bajo control, Garré era la Juana Azurduy que se iba a inmolar en su
aniquilación.
Pero como en tantas cosas, Cristina se quedó a mitad de
camino. Ni purificó las fuerzas, ni ordenó la calle, ni disminuyó el delito.
Y luego todo se enredó. Cristina entró en guerra con los
servicios de inteligencia –el otro supuesto expertise de Aníbal- y en su hora
más difícil, derrotada en las elecciones de medio término, con un gabinete
disfuncional y el fin de ciclo en el horizonte cercano, repatrió a su antiguo
ministro, a ese que había echado, en medio de los rumores más desagradables.
Primero lo ubicó en una vergonzante Secretaría General, para ya sobre el final
encaramarlo a la jefatura de ministros. Simulación de un ascenso paulatino que
posiblemente estuvo pactado de entrada. ¿Por qué lo hizo? ¿Se vio débil y
entendió que necesitaba a alguien que hiciera lo que había que hacer?
Son decisiones. Pero si hay una persona en el mundo que no
puede sorprenderse por este lodo en el que su jefe de Gabinete sumergió al
Gobierno, es ella. Después de todo era el final más previsible, aquel que en el
2011 quiso evitar y por esas paradojas propias de los humanos, terminó
abrazando.
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