Por Carlos Fuentes |
En Yucatán, el agua nunca se ve. Corre subterráneamente,
bajo una frágil capa de tierra y piedra caliza. A veces, esa delicada piel
yucateca aflora en ojos de agua, en líquidos estanques —los cenotes— que dan fe
de la existencia del misterioso flujo subterráneo. Creo que el amor es como los
ríos ocultos y los surtidores sorpresivos de Yucatán.
Nuestras vidas se
asemejan a veces a infinitos abismos que no tendrían fin si en el lecho mismo
del vacío no corriese un río, plácido y navegable a veces, ancho o estrecho,
precipitado otras, pero, siempre, abrazo de agua que nos impide desaparecer
para siempre en la vastedad de la nada. Oportunidad y riesgo de nadar en vez de
riesgo sin oportunidad de nada.
Si el amor es ese río que fluye y mantiene la vida, ello no
significa que el amor y sus atributos más preciados —el bien, la belleza, el
afecto, la solidaridad, el recuerdo, la compañía, el deseo, la pasión, la
intimidad, la generosidad, la voluntad misma de amar y ser amados— excluyan lo
que parecería negarlo: el mal. En la vida política es posible convencerse de
que se actúa por amor a un pueblo para acabar destruyendo a ese pueblo y
concitando el odio —desde adentro y desde afuera. No dudo, por ejemplo, de que
Hitler amaba a Alemania. Pero desde Mein Kampf hizo saber que amar a Alemania
era inseparable del odio a cuanto Hitler veía como opuesto a Alemania. El amor
alimentado por el odio a los demás se hizo explícito en una política del mal
sin parangón en la historia. Desde un principio, Hitler declaró que
practicaría, para procurar el bien, una política del mal. No lo disimuló, al
contrario de Stalin, quien se envolvía en la bandera de una ideología
occidental humanista —el marxismo— para perpetrar un mal comparable al de
Hitler, pero que no se atrevió a decir su nombre. El amor al mal de Hitler
condujo a un apocalipsis wagneriano en medio del Berlín en llamas. El amor al
mal de Stalin se tradujo en el lento derrumbe de un Kremlin de arena deslavado
por las olas, lentas pero constantes, de la misma historia que la Dictadura del
Proletariado pretendía encarnar. El nazismo se derrumbó como un espantoso
dragón herido. El comunismo soviético se arrastró a la muerte como un gusano enfermo.
Fafner y Oblómov.
El Marqués de Sade también propone un amor al mal que
solicita el placer del cuerpo para fundar el dolor del cuerpo y su desaparición
mortal. El amor sadista, nos dice el Marqués, podrá ser un mal para la víctima,
pero es un supremo bien para el verdugo. Sade, sin embargo, no pretendía llevar
su visión monstruosa del mal como bien a la práctica. No era un político, era
un escritor, casi siempre encarcelado, incapacitado, pues, para actuar, salvo
en el reino de la fantasía. Allí era el monarca de la creación. Y nos advierte:
«Soy un libertino, pero no soy un delincuente ni un asesino.»
Hay otra forma disfrazada del mal presentado como amor.
Consiste en imponer nuestra voluntad a otro «por su propio bien», es decir, por
amor a quien, desviando de su propio destino, despojamos de la libertad en
nombre del amor. Tema constante en la literatura, para mí nadie lo encarnó con
tanta lucidez como un autor que apasionó mi juventud, Francois Mauriac.
Thérèse Desqueyroux, Le Désert de l’amour, Le Noeud de
vipéres. Le Baiser au lépreux, Le Mal mismo, son novelas de un mal pervertido
que, proponiéndose hacer el bien, destruye o rebaja la capacidad de amar
manipulada por la religión, el dinero y, sobre todo, la convención social y el
fariseísmo. Thérése Desqueyroux, en el colmo de este drama de las buenas
intenciones empedrando los infiernos, asesina en nombre de una antigua falta
para rescatar la hubris familiar al precio de su propia salud. La sociedad, la
familia, el honor, determinan así, en nombre del amor debido a esas
instituciones, la esclavitud erótica y el crimen pasional de la heroína.
El elogio del amor como realidad o aspiración suprema del
ser humano no puede ni debe olvidar la fraternidad del mal aunque, en esencia,
la supera en la mayoría de los casos. La aplaca, pero nunca la vencerá del
todo. El amor requiere una nube de duda contra el mal que lo acecha. Pero no
sólo esa nube, sino la rabia misma del cielo, se disipan en el placer, la
ternura, la ciega pasión a veces, la felicidad así sea pasajera, del amor tal y
como lo vivimos los hombres y las mujeres. La más viva pasión amorosa puede
degenerar en costumbre, en irritación a lo largo del tiempo. Una pareja empieza
a conocerse porque ante todo se desconoce. Todo es sorpresa. Cuando ya no hay
sorpresas, el amor puede morir. A veces, aspira a recobrar el asombro primerizo
pero acaba dándose cuenta de que, la segunda vez, el asombro es sólo la
nostalgia. Acomodarse a la costumbre puede ser visto por algunos como una
pesada carga —un desierto final, repetitivo y tedioso cuyo único oasis es la
muerte, la televisión o la recámara aparte. Pero ¿cuántas parejas, también, no
han descubierto en la costumbre el amor más cierto y duradero, el que mejor
acoge y cobija la compañía y el apoyo que también son nombres del amor? ¿Y no
es otro desierto, ardiente de día pero helado de noche, el de la pasión sin
tregua, mortificante al grado de que los grandes protagonistas del amor
romántico prefirieron la muerte joven y apasionada en su climax, que la pérdida
de la pasión en la grisura de la vida cotidiana? ¿Pueden envejecer juntos Romeo
y Julieta? Quizás. Pero el joven Werther no puede terminar sus días viendo el
Big Brother en televisión como única forma de participación vicaria en pasiones
menos dormilonas que la suya.
El amor quiere ser, por el mayor tiempo posible, plenitud de
placer. Es cuando el deseo florece por dentro y se prolonga en las manos, los
dedos, los muslos, las cinturas, la carne erguida y la carne abierta, las
caricias y el pulso ansioso, el universo de la piel amorosa, reducidos los
amantes al encuentro del mundo, a las voces que se nombran en silencio, al
bautizo interno de todas las cosas. Es cuando no pensamos en nada para que esto
no termine nunca. O cuando pensamos en todo para no pensar en esto y darle su
libertad y su más larga brevedad al placer carnal cuando le damos la razón a
San Agustín, sí, el amor es more bestiarum, pero con una diferencia: sólo los
seres humanos (complicaciones aparte) hacemos el amor dándonos la cara. Para el
animal no hay excepciones. Para nosotros, la excepción animal es la regla
humana.
¿Cuándo es mayor la felicidad del amor? ¿En el acto de amor
o en el salto adelante, en la imaginación de lo que sería la siguiente unión
amorosa? ¿La alegría fatigada del recuerdo y nuevamente el deseo pleno,
aumentado por el amor de un nuevo acto de amor: felicidad? Este placer del amor
nos deja asombrados. ¿Cómo es posible que el ser entero, sin desperdicio o
abandono alguno, se pierda en la carne y la mirada del ser amado y pierda, al
mismo tiempo, todo sentido del mundo exterior al amor? ¿Cómo es posible? ¿Cómo
se paga este amor, este placer, esta ilusión?
Los precios que el mundo le cobra al amor son múltiples.
Pero, como en los teatros y los estadios, hay precios de entrada diferentes y
butacas de preferencia. La mirada es boleto imprescindible del amor. Por los
ojos entra el amor, dice el dicho. Y en verdad, cuando amamos, todo el mundo
huye de nuestra mirada. Sólo tenemos ojos para el ser amado. Una noche en Buenos
Aires, descubrí, no sin pudor, emoción y vergüenza, otra dimensión de la mirada
amorosa: su ausencia. Nuestra amiga Luisa Valenzuela nos llevó a mi mujer y a
mí a un sitio de tango en la larguísima avenida Rivadavia. Un salón de baile
auténtico, sin turistas ni juegos de luces, las cegadoras strobelights. Un
salón popular, de barrio, con su orquesta de piano, violín y bandoneón. La
gente sentada, como en las fiestas familiares, en sillas arrimadas contra la
pared. Parejas de todas las edades y tamaños. Y una reina de la pista. Una
muchacha ciega, con anteojos oscuros y vestido floreado. Una Delia Garcés
renacida. Era la bailarina más solicitada. Dejaba sobre la silla su bastón
blanco y salía a bailar sin ver pero siendo vista. Bailaba maravillosamente. Le
devolvía al tango la definición de Santos Discépolo: «Es un pensamiento triste
que se baila.» Era una forma bella y extraña de amor bailable, simultáneamente,
en la luz y en la oscuridad. La media luz, sí.
El «crepúsculo interior» nos enseña también, con el tiempo,
que se puede amar la imperfección del ser amado. No a pesar de ser imperfecto,
sino por ser imperfecto. Porque una cierta falla, un defecto conmensurable, nos
hace más entrañable a la persona querida, no porque nos haga creer en nuestra
propia superioridad —los griegos castigaban la hubris como la ofensa trágica,
más que contra los dioses, contra los límites humanos—, sino, por el contrario,
porque nos permite admitir nuestras propias carencias y, estrictamente,
emparejarnos. Esto difiere de otra forma del amor, que es la voluntad de amar.
Acontecimiento ambiguo que puede ondear con las banderas de la solidaridad,
pero también lucir los harapos del provecho propio, la astucia o esa forma de
amistad por conveniencia que describe Aristóteles. Hay que distinguir muy
claramente estas dos formas de amor, pues la primera abarca la generosidad y la
segunda concierne al egoísmo.
«Un perfecto egoísmo entre dos» es la fórmula, bien
francesa, como Sacha Guitry definía al amor, dándole un cierto aire de ironía a
la intimidad misma. El egoísmo compartido supone, por una parte, aceptar,
tolerar o guardar discreción frente a las múltiples miserias que, en palabras
de Hamlet, «la carne hereda». Pero el egoísmo sin más —la soledad radical y
avara— no sólo es separación del otro, sino de uno mismo. No falta quien diga
que, a pesar de todo, el mejor momento del amor es la separación, la soledad,
la melancolía del recuerdo, el momento solitario... Situación preferible a la
melancolía del amor que nunca tuvo lugar por premura, por indiferencia, por
falta de tiempo. «No hubo tiempo. No hubo tiempo para la última palabra. No
hubo tiempo para decirse tantas cosas del amor.»
Voluntad o costumbre, generosidad o imperfección, belleza y
plenitud, intimidad y separación, el amor, acto humano, paga, como todo lo
humano, el precio de la finitud. Si del amor hacemos la meta más cierta y el
más cierto placer de nuestras vidas, ello se debe a que, por serlo o para
serlo, debe soñarse ilimitado sólo porque es, fatalmente, limitado. El amor
sólo se concibe a sí mismo sin límite. Al mismo tiempo, los amantes saben
(aunque apasionadamente se cieguen, negándolo) que su amor tendrá límites —si
no en la vida, entonces seguramente en esa muerte que es, según Bataille, el
imperio del erotismo real: «La continuidad del amor más intenso en ausencia
mortal del ser amado.» Cathy y Heathcliff en Cumbres borrascosas. Pedro Páramo
y Susana San Juan en la novela de Rulfo. Pero en la vida misma, ¿nos satisface
plenamente el más absoluto y pleno de los amores? ¿No es verdad que queremos
siempre más? Si fuésemos infinitos, seríamos Dios, dice el poeta. Pero queremos
por lo menos amar infinitamente. Es nuestro acercamiento posible a la
divinidad. Es nuestra mirada de adiós y nuestra mirada de Dios.
Ojalá que el lector de este libro encuentre las formas
variadas del amor en cada capítulo de mi alfabeto personal. Hay una, sin
embargo, que deseo destacar a fin de tenerla siempre presente. Es la calidad de
la atención. El amor como atención. Prestarle atención a otro. Abrirse a la
atención. Porque la atención extrema es la facultad creadora y su condición es
el amor.
Agnes Heller, la filósofa de origen húngaro, escribe que la
ética es asunto de responsabilidad personal, la responsabilidad que tomamos en nombre
de otra persona; nuestra respuesta al llamado del otro. Toda ética culmina en
una moral de la responsabilidad: somos moralmente responsables de nosotros y de
los demás. Sin embargo, ¿cómo puede una sola persona hacerse responsable de
todas? Ésta es la pregunta central de las novelas de Dostoyevsky.
¿Cómo abarcar la experiencia total de una humanidad
sufriente, humillada, anhelante?, le pregunta, con juvenil desesperación,
Dostoyevsky al más grande crítico ruso de su tiempo, Vissarion Gregorievich Bielinsky.
La respuesta del crítico fue abrumadoramente precisa: Empieza con un solo ser
humano. El más cercano a ti. Toma con amor la mano del último hombre, de la
última mujer que has visto, y en sus ojos verás reflejados todas las
necesidades, todas las esperanzas y todo el amor de la humanidad entera.
© Carlos Fuentes – “En
esto creo” (2002)
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