Por Jorge Fernández Díaz |
Si no puedes ser fuerte y, sin embargo, tampoco puedes ser
débil, corres el riesgo de marchar hacia una derrota. La inquietante máxima de
Sun Tzu, célebre teórico del arte de la guerra, encierra claves para comprender
el íntimo y paradójico drama que vive una presidenta con doce años de desgaste,
entregada a un candidato forzado a quien teme y desprecia, en medio de una
estanflación con sobresaltos, obligada a presumir de lo que carece y sometida a
un inexorable mecanismo de relojería.
Faltan apenas 143 días para que pierda definitivamente el
cetro de los superpoderes, la chequera mágica, y los periodistas ya registraron
imágenes con los paquetes embalados de su melancólica pero acelerada mudanza de
Olivos. Esas fotos de alto valor simbólico, publicadas por la revista Noticias, causaron un inocultable
impacto en la oligarquía peronista. Es que los tiburones son demasiado
sensibles al mínimo goteo de la sangre de sus víctimas inminentes.
Cristina Kirchner tiene el enorme mérito táctico de haber
diferido el pago de la fiesta y de haber sabido eludir hasta ahora el síndrome
del pato rengo; también de haber creado un espejismo que propios y extraños
compraron con rápida y sorprendente superficialidad: la idea de que entregará
el gobierno pero no el poder, y que su imagen positiva resulta una prueba
irrefutable de su vigencia.
De hecho, la campaña electoral, los efectos económicos y la
retirada parecían, hasta hace apenas un mes, un paseo campestre a la luz de la
luna. Ella podía incluso darse el lujo de "abuenarse" y parecer
republicana y magnánima para captar el voto independiente. Tenía todo
arreglado.
La Justicia (mediante trucos y copamientos institucionales),
la pax cambiaria, el pinzamiento de
su sucesor (a través de los incondicionales que meterá en el Parlamento), la
hipócrita relación con los peligrosos duques peronistas y hasta la benevolencia
papal. ¿Qué más podía pedir?
Este majestuoso e idílico blindaje del adiós comenzó, sin
embargo, a resquebrajarse en los últimos diez días. El Poder Judicial reaccionó
como esos cuerpos dóciles que, sin embargo, expulsan los elementos extraños.
Asomó una espinosa rebelión de jueces, y la Corte Suprema entró en acción: le
reclamó al kirchnerizado Consejo de la Magistratura que sólo utilice la nueva
ley de subrogancias en casos excepcionales, y en seguida avaló el dólar del
"contado con liqui", propinándole un revés a Kicillof, que ávido de
divisas quería cancelarlo. Esto causó, a su vez, tensión en la city porteña que
de por sí ya estaba nerviosa a raíz de las múltiples inconsistencias
macroeconómicas: el blue trepó, el dólar récord se convirtió en noticia (algo
que Néstor detestaba) y la angustia obligó al ministro preferido de la reina a
blanquear que había una "corrida cambiaria", aunque aseguró que se
debía a ciertas declaraciones radiales de Macri. Si la palabra pública del principal
candidato de la oposición demostrara tanto peso, el Frente Cambiemos ya tendría
ganada la elección. Pero no la tiene.
Los socios peronistas de Cristina, más susceptibles incluso
que los "arbolitos", miran de reojo la incertidumbre, sacan cuentas
de la pesada herencia y se juramentan en sordina esterilizar desde diciembre al
cristinismo y procurar que nunca más regrese al poder la gran dama que los
sometió durante años. Es increíble que también en ese colectivo de la crueldad
haya tantas víctimas de humillaciones y tantas facturas pendientes. Planean
rodear a Scioli y aislar progresivamente al kirchnerismo en el Congreso, que
sin el apoyo de su "hermano mayor" no pasaría de una minoría con
escasa relevancia operativa. Alberto Samid, imprudente amigo personal del
emperador de Villa La Ñata, lo dijo sin eufemismos: "En noventa días,
nadie más se acuerda de La Cámpora". Horacio González presiente lo que se
cocina y ya anticipó que entrega el timón. Su retiro no es decisivo para la
política real, pero contiene un mensaje altamente alegórico.
Le quedaba entonces a Cristina su simpática alianza con
Bergoglio, pero resulta que después de su gira populista por América latina,
este verdadero Perón del 72 decidió equilibrar las cargas y dio luz verde para
que el Observatorio de la Deuda Social de la UCA revelara una verdad brutal:
hay 29% de pobreza en nuestro país, y viene subiendo a razón de un punto por
año desde que la patrona de Balcarce 50 maneja personalmente la economía. Once
millones de argentinos viven hundidos y pauperizados, sólo cuatro de cada diez
trabajadores tienen un empleo de cierta calidad, y el 75% de la población se
siente insegura. El estudio señala, a su vez, que la confianza en el Gobierno
descendió por tercer año consecutivo: sólo un 23,2% declaró que confía en la
política oficial; cuando Cristina ganó la reelección en 2011 y tocó el cielo
con las manos, ese porcentaje era de 44,5%. Desde esa euforia comicial todo fue
barranca abajo: las reservas se evaporaron, y se registraron un fuerte atraso
cambiario, caída de las exportaciones y de la actividad fabril, inflación
altísima, déficit alarmante y emisión descontrolada. Inflación con recesión,
cepo, default y aislamiento. La gracia kirchnerista consistía en que los
efectos no llegaban del todo a una porción importante del electorado, protegida
por planes sociales e incentivos cortoplacistas del consumo. La característica
de esta crisis no asumida, si se la compara con otras de la historia nacional,
estriba en que aquéllas eran más bien fulminantes y sus esquirlas llovían
primero de afuera hacia adentro: comenzaban en el conurbano bonaerense y recién
luego se iban proyectando hacia el interior. La crisis actual, que también es
grave, pero aún marcha en cámara lenta, tiene una dinámica invertida: hay más
heridos y descontentos en el interior que en la metrópolis. Los resultados
electorales en las provincias son leídos por los politólogos como reflejo de
ese deterioro y principalmente de la destrucción de las economías regionales.
Las 150 concentraciones y asambleas a la vera de las rutas protagonizadas el
viernes por los hombres de campo también expresan esa delicada situación. Los
productores agropecuarios se admiten al borde la quiebra y en algunos pueblos
temen que se corte de un momento a otro la cadena de pagos.
En este contexto de súbita debilidad se inscriben los dos
episodios que espeluznan a Cristina. El reportaje de The New Yorker confirmó que la atención mundial sobre el caso
Nisman no afloja y que todas las maniobras locales tendientes a sepultar el
oscuro pacto con Irán resultaron vanas. La doctora cree siempre haber enterrado
definitivamente este tema, pero se trata de un cadáver insepulto que la
perseguirá por años. El segundo hecho fue el escandaloso apartamiento del juez
que investigaba el patrimonio familiar de los Kirchner. Muchos creen que la
"decapitación" de Bonadio demuestra fortaleza, pero trasunta una
enorme fragilidad. Los emisarios fracasaron, la defensa no resistía una
explicación mínima y entonces hubo que romper el vidrio y buscar la salida de
emergencia, a tres semanas de las primarias nacionales y con un acto de
impotencia política, de desesperación personal y de autoinculpación. Porque
nadie aparta a un juez si no se siente culpable. Y nadie cae en ese bochorno si
el agua no le ha llegado al cuello. En seis meses, el agua estuvo a punto de
ahogar tres veces a la jefa del kirchnerismo. Por eso atacó salvajemente al
fiscal que investigaba la posibilidad de un siniestro complot, derribó a un
camarista que iba a declarar inconstitucional el Memorándum y levantó en pala
al magistrado que pesquisaba su fortuna. Para la opinión pública, todos estos
atropellos constituyen confesiones de parte y triunfos pírricos: gana, pero
siempre a costa de incendiarse a sí misma. Y muchos funcionarios del Gobierno
saben que esto es cierto, pero aducen en voz baja que no tienen alternativa. En
ese fatalismo, subyacen la endeblez y la exasperación, y la esperanza de que
estos estropicios no muevan el amperímetro de las encuestas. Es posible que en
ese punto tengan algo de razón, pero los frutos de la indiferencia social los
recogerá en todo caso Daniel Scioli, el socio indeseado.
La alusión irónica a que Bonadio podría allanar el
cumpleaños de su nieto esconde la pesadilla secreta que vive Cristina Kirchner.
El llanto incontenible que hizo público el jueves en un acto de Tecnópolis
mientras sus muchachos se estaban cargando al juez revela toda esa angustia
escondida. Y la ocurrencia de que el tumor hepático de su canciller es producto
de las críticas de la comunidad judía representa un exabrupto inédito en la
historia democrática moderna, aunque no puede evaluarse con las meras
coordenadas del análisis político. El rencor irracional y los estados alterados
son materia de otros especialistas.
El pato rengo es el mal de los mandatarios que se quedan sin
futuro, que ya no pueden seguir el ritmo de la bandada y que empiezan a ser
blanco de los depredadores. Cristina logró zafar de la renguera con una notable
pericia, pero la lesión la sorprende a traición y a poca distancia de la meta.
¿Logrará curarse a tiempo?
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