El candidato del
PRO se lanza tardíamente a la búsqueda de los votos en
Buenos Aires: intenta
replicar a Alfonsín.
Por Roberto García |
Cualquiera sea el resultado porteño de mañana, al día siguiente Mauricio
Macri emprenderá su periplo de campaña por la provincia de Buenos Aires.
Objetivo: fijar adhesiones en ese distrito vital (40% del electorado), vasto y
kilométrico, indescifrable para quienes no lo han cultivado y de compleja
domesticación política para los no peronistas. Tarde se lanza el ingeniero
boquense, y esa dilación, por cierto, no es culpa de su reyerta comicial de
mañana con Martín Lousteau. Más bien, el retraso deliberado
obedecía a dos razones contradictorias.
Una, a la convicción inicial de que “ganamos perdiendo”, frase
inolvidable de su consejero Jaime Duran Barba, tan admirador de Cristina
de Kirchner que no parecía convencido de poder vencerla y, dos, al
sospechoso albur de que la sola presencia y liderazgo de Macri el día de las
urnas se expandirá por el distrito como una fiebre amarilla, contagiando a la
mayoría de los ciudadanos. Al menos, en un eventual ballottage, cuando los
corazones se deban dividir en dos. Esta mágica especulación de encuestadores
dice apoyarse en números y consultas masivas, en la vulgar copia de una
estrategia radical sobre la doble vuelta (“en el país son más los opositores
que los peronistas”) basada en una reforma propiciada en el gobierno Lanusse
por un bonaerense del partido, Arturo Mor Roig, vilmente asesinado entonces por
la guerrilla de los 70 y cuyo recuerdo o justicia poco reivindica la UCR. Y en
un antecedente publicitario y personalista: aluden a la oleada que produjo Raúl
Alfonsín con su candidatura en todo el país, en el regreso de la
democracia, extendida a la provincia por el triunfo de un prebendario de la
fama del otro, el desconocido Alejandro Armendáriz, algo así como la réplica
ensayada hoy con la aspirante a gobernadora María Eugenia Vidal.
Por sostener esa tesis, inflamaron el ego de Macri, lo reconvirtieron,
lo indujeron –sin que él demandara demasiada persuasión– a que no compartiera
estrado ni sociedad con otras fuerzas (peronismo disidente, por ejemplo) o personajes
de distintas cepas (Sergio Massa, Francisco De Narváez, inclusive el propio
Lousteau). Como si la consigna, en esta ocasión, hubiera sido: “ganamos
restando”. Tanta firmeza con la teoría Armendáriz ofrece flancos de extrema
debilidad comparativa, que conviene observar:
•Macri no genera hasta ahora el mismo
fenómeno arrasador de Alfonsín.
•Vidal carece por ahora, al revés de Armendáriz, de un rival notoriamente debilitado como Herminio Iglesias,
entonces determinante de su propia derrota en la provincia y del
propio peronismo en el orden nacional con su anécdota del cajón
incendiado en el Obelisco.
•Se modificaron el control y el conteo de los comicios Armendáriz,
entonces neutro y transparente, no dominado por los competidores ni los
aparatos, obviamente inexistentes por falta y prohibición del ejercicio y las
estructuras políticas. Nadie en esa oportunidad habló de fraudes, presunto
hábito que se popularizó a medida que avanzaban nuevas elecciones y
se agigantaba el aparato estatal. Hasta hoy, por supuesto. No en vano
proliferó la frase “pesar los votos, en lugar de contarlos”, llevar a la gente
condicionada en camiones o la alusión al voto cadena y prácticas
semejantes. Macri procede como si ese mundo bonaerense no existiera,
en apariencia se somete al destino como algunos sostienen que se sometió en
Santa Fe.
•Armendáriz era conocido en el radicalismo (ganaba invariablemente
en Saladillo). Se votaban partidos salidos del freezer. No parece el caso
de Vidal, una hija de la Capital, de dificultosa penetración provincial. Y si
bien hubo arrastre Alfonsín, Armendáriz no ganó colado en
una boleta única –como será ahora–, ya que eran tres las opciones expuestas en
el cuarto oscuro: una blanca (presidente), otra celeste (gobernador) y otra
amarilla (municipios). Tambien entonces, los
candidatos distritales provenían de cierto prestigio político o social
(profesional, claro), se los reconocía, mucho más que a los que ahora
participan. Esa estatura habilitaba a que los candidatos provinciales o
nacionales buscaran ellos ubicarse en esas boletas, cuando
hoy absurdamente es al revés, tanto que Macri –por ejemplo–
decide quién va o no en su lista, como si vendiera una franquicia.
•No eran tampoco tan comunes los planes, subsidios ni laborales
colocaciones públicas que desfiguraban voluntades y multiplicaron
el clientelismo. Lo que fue necesario para disimular desocupación o
niveles de pobreza también resultó electoralmente extorsivo. Y se
intensificó con aquel radicalismo ganador antes de que lo multiplicara
el peronismo, con el PAN (Plan Alimentario Nacional) o el Plan de
Alfabetización. Avido de victorias, después el PJ amplió el radio de
asistencia y el tutelaje sobre los votos. Nada es gratis. El
instrumento principal de aplicacion fueron los intendentes, el
aparato, clave de un proceso de dominación que inspiró Eduardo Duhalde cuando
les propuso a sus colegas municipales: Si nos juntamos, nos quedamos con todo.
Así recuperaron tierras perdidas (Avellaneda, Quilmes), se
consolidaron en la superpoblada Matanza con Russo y
forjaron un cerrado poder territorial que más tarde signó la hegemonía política
en el país. Llegó hasta Kirchner y Cristina ganó una vez y luego otra
con el 54%. De ese universo, en apariencia Macri casi no tiene nada,
y hasta ofrece muestras de que no lo desea. Ni siquiera a los que fueron
disidentes con Massa: cree, imprudente, que la gente no responde a esos
barones. Tal vez sea cierto para la segunda vuelta, cuando ellos ya no
arriesgan patrimonio (no hay ballottage en los municipios). Supone
que no puede ser tan distinta la gente que vive de un lado de la General Paz y
lo vota a él, de la que vive del otro lado de la avenida y ha votado
al oficialismo imperante. Entiende que el “primer cordón”, al menos,
se debe comportar como la periferia porteña, creyendo que es un anillo que
representa una continuidad geográfica de la Capital, cuando en rigor esa
definición alude a un conglomerado vasto, a la
densidad villera, carenciada, junto a los centros urbanos. No es un
simple cintillo, error conceptual. Si prima ese criterio en la entrada, también será
imposible desentrañar el profundo conurbano.
Macri, en relación con el fenómeno Alfonsín-Armendáriz, puede sostener
que la influencia de los medios, TV especialmente, entonces era menor, que no
había redes sociales como las que llevaron a Obama a la Casa Blanca. Y que hay
otros datos a contemplar que también cambian la escenografía. Pero si se niega
una colección de hechos, si se ignora la existencia respiratoria de un portento
de dimensiones singulares –como hacen los encuestadores que lo asesoran–, más
que complicada parece la campaña que en 48 horas inicia el postulante.
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