Por Arturo Pérez-Reverte |
Acabo de recibir el enésimo aviso policial, vía Internet, de
virus maliciosos, espionaje y otras cabronadas. Y de nuevo me veo obligado a
perder hora y media de mi cada vez más corta vida en revisar mensajes, marcar
correo basura y dejar el antivirus funcionando un rato largo, justo en el poco
tiempo que algunos días dedico a darle un vistazo al correo electrónico. En
ésas estoy cuando me quedo pensando y concluyo: hay que ver.
Yo, que me asomo a
Internet con la puntita nada más, que no hago operaciones ni envío mensajes
importantes por este medio, y estoy aquí perdiendo el tiempo como un idiota;
así que imagino el trastorno que supondrá para quienes pasan el día, por
necesidad o por afición, pendientes del artilugio este. Los que se juegan aquí
el curro, la pasta o la confidencialidad. El trastorno que tendrán y lo mal que
lo pasarán de vez en cuando.
De tanto pensarlo, acabo deprimiéndome yo también. Está
claro que todo esto va a más, y que por mucho que te resistas acabas en la
trampa. En mi caso, el correo electrónico lo miro sólo una vez por semana,
viajo sin Internet y tengo un teléfono móvil que sólo sirve para hablar. En
cuanto a la dirección electrónica, no la doy casi nunca, aunque ahora todo el
mundo la pide con impertinente naturalidad. Lo que pasa es que, pese a todas
las precauciones, cada vez me veo más forzado a dar esa información. No por
gusto, claro, sino porque me obligan. Cuando me relaciono con alguien por
motivos de trabajo o como cliente, no hay problema: si exigen datos
confidenciales mediante correos electrónicos, busco otro interlocutor. El
problema es cuando actúa la Administración. Cuando agencias, ayuntamientos o
ministerios exigen que envíes y expongas vía Internet tus datos confidenciales,
profesionales, bancarios o fiscales. Cuando te obligan a desnudarte en público
sin la menor garantía de protección. Lavándose las manos tras esa impunidad
administrativa que tanta vileza facilita, si alguien utiliza todo eso y te
arruina la vida.
No hay forma de escapar. Da igual que se trate de gente
mayor o sin conocimientos de informática, indefensa ante este disparate. O
fulanos que, como yo, se resisten hasta que al fin los acorralan y obligan, con
el pretexto de leyes y disposiciones que nunca sabes qué hijo de la gran puta
aprobó, ni cuándo. Y así, forzándote a pasear tu intimidad por Internet, te
ponen una pistola en la nuca; pero cuando alguien aprieta el gatillo, nadie es
responsable. Hasta las notificaciones oficiales más delicadas o importantes
llegan ya por correo electrónico, con su exigencia de respuesta, y sólo falta a
esa gentuza -aunque igual lo hizo ya- sacar una ley que establezca: «Todos y todas los españoles y españolas
tendrán obligatoriamente un correo electrónico para relacionarse con la
Administración»; del mismo modo que, en otro orden de cosas, nadie viajará
en avión dentro de poco sin llevar la tarjeta de embarque en el Internet del
móvil, como si éstos no se perdieran, o no se acabara la batería, o no te
saliera de la punta del ciruelo tener uno. Pero eso sí: cuando el pirata
informático saquea tu cuenta, usa tus datos o suplanta la firma electrónica, o
llega el virus y manda todos tus documentos al carajo, nadie es responsable de
nada. Y te crujen vivo por no recibir esto, no enviar aquello o no conservar en
el ordenador tal o cual documento.
Esto, señoras y señores, es una puñetera mierda electrónica.
Déjenme al menos el desahogo de decirlo. Una infame falta de respeto al
ciudadano. Y va a más. Con el consuelo, eso sí, de que la culpa es nuestra,
aunque esta vez no de todos. Mía, desde luego, no es. Y disculpen la chulería.
La culpa es de quienes llevan mucho tiempo aceptando sumisos, incluso
entusiasmados, cada vuelta de tuerca de ese sistema suicida porque resulta más
cómodo; olvidando, o ignorando, que lo más cómodo -acuérdense del Titanic-
suele ser también lo más vulnerable. Y claro. La pasividad de las víctimas, el
silencio de los borregos, envalentona a esa gentuza sin rostro, vomitadora de
disposiciones intolerables que maltratan derechos y libertades, y animan,
además, a los sinvergüenzas a aprovecharse de ellas y de nosotros, mientras,
como de costumbre, la cuenta la pagamos los inocentes. Los que no queremos
tragar esas maneras. Quienes intentamos vivir a nuestro aire, sin estar
pendientes de un ordenador o un aparato de bolsillo que nos hagan cada vez más
esclavos con el pretexto de hacernos más libres. Y que, además, nos desnuda en
público para que los golfos nos revienten y para que el Estado, fiel a sus
puercas tradiciones, siga dándonos por saco, impunemente y con el mínimo
esfuerzo.
© XL Semanal
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