Por Guillermo Piro |
Mucho se ha escrito acerca de lo que diferencia a los
animales de los seres humanos. El cristianismo, siempre tan propenso a
soluciones simples, plantea que los animales son diferentes de los humanos
porque así lo quiso Dios. Están quienes afirman que los animales no pueden
hablar, y quienes consideran que pueden hacerlo, aunque no del modo en que se
comunican los seres humanos, y que lo que los diferencia de éstos es que son
incapaces de reír.
Naturalmente aparecieron quienes, sin contradecir esta idea,
afirman que para reír es fundamental tener conciencia de la propia muerte, y
ésa es la diferencia. Para otros los animales carecen de alma, pero otros creen
que la tienen, y de hecho tienen pruebas de que sus animales domésticos han
tenido una buena y fructífera vida intangible después de muertos. El británico
Edmund McMillan (1632-1723) daba por tierra con todas estas teorías y afirmaba
que lo que nos diferencia de los animales es que éstos son incapaces de pedir
permiso.
Efectivamente, dice McMillan en su ensayo Ask for
Permission: a Way of Being Human, todas las otras características (excluida la
bíblica, por fantasiosa y carente de asidero científico) adjudicables a los
humanos pero no a los animales son discutibles. Basándose en una nutrida
bibliografía de viajeros británicos en Oriente y Occidente, McMillan ofrece
dudas en torno a todas esas carencias con las que el hombre, comportándose
antropomórficamente, asigna a las bestias lo que las bestias no necesitan para
su supervivencia. “De todos modos –dice McMillan–, los relatos de los egregios
viajeros ingleses me llevan a confiar en ellos y creerles cuando afirman que
han visto llamas reírse a carcajadas en América del Sur, y creer en Sherlock
cuando afirma en las crónicas de sus viajes por la región Cantábrica que había
conseguido mantener una conversación interesante e instructiva con un lobo”.
Para McMillan, lo que diferencia a los animales del ser
humano es la incapacidad de aquellos de pedir permiso. “Efectivamente –dice–,
basta verlos actuar, ya sea en estado salvaje o en cautiverio, para corroborar
esta tesis. El animal, de por sí invasivo, desconoce cualquier regla de
protocolo y ceremonial. Entra donde le place, sale cuando le viene la gana,
invade, roba, y hasta es capaz de imitar, pero en ningún caso hará nada de eso
pidiendo la autorización debida. Los hombres, en cambio, suelen recurrir al
permissum y quedan a la espera del debido consentimiento o autorización para
hacer o decir algo”.
“Los hombres de bien –continúa McMillan– suelen pedirles a
las personas que se muevan cuando están obstruyendo el paso; en un lugar lleno
de personas, el hombre pide permiso para que le permitan pasar, cosas que jamás
haría un animal. El hombre también pide permiso para poder interrumpir una
conversación y dar su propio punto de vista u opinión. Quien no lo hiciera
puede ser considerado a todas luces un verdadero animal.”
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