Por Arturo Pérez-Reverte |
Está siendo, en España, un año de intenso debate político. O
más bien de intenso bombardeo mediático dedicado a la política. La palabra debate, como algunos la entienden, o la
entendemos, es otra cosa: un intercambio de ideas y programas distintos,
opuestos a veces, en un escenario común de inteligencia y respeto; en un
territorio donde el testigo, el público que cuando llegue la hora de las urnas
tomará decisiones de las que dependen su bienestar, su trabajo y su futuro,
obtiene material suficiente, argumentos serios que mejoren su percepción del
mundo como ciudadano y lo hagan, como votante eventual, más responsable y más
crítico. Más culto, políticamente hablando. Más sabio.
Sin embargo, esa clase de debate, ese confrontar ideas y
programas de una manera útil, esa opinión cualificada, estimulante, generadora
de resultados positivos, no suele darse en nuestro país. No, al menos, en los
medios de mayor impacto popular, que son la radio y la televisión. A algunos
amigos míos extranjeros los sorprende mucho que, salvo pocas excepciones, en
clara oposición al enorme número de tertulias radiofónicas y televisadas que
aquí nos abruman, el nivel intelectual de nuestros debates, su argumentación
práctica, sus conclusiones, sean siempre de un nivel extremadamente mediocre,
limitado a un monótono tira y afloja entre periodistas y políticos, casi todos
ellos, unos y otros, encuadrados ya desde el comienzo según sus medios e
ideología. De lo que suelen resultar debates casi siempre reiterativos,
maniqueos y previsibles.
En todas partes cuecen habas, claro. Pero otros países de
nuestro entorno abren también puertas a otras cosas. En Francia, en Gran
Bretaña, en Alemania, incluso en Italia, con su no siempre justa fama de
frivolidad mediática, es frecuente encontrar en radio y televisión a personajes
de talla intelectual, catedráticos, científicos, historiadores, expertos en
asuntos sociales y políticos, opinando en profundidad, interviniendo en debates
o completando informaciones que, gracias a ellos, alcanzan notable altura. En
España, en cambio, esa importante tarea social recae siempre sobre los mismos:
políticos previsibles hasta el hartazgo -y por lo general de una incultura, un
discurso plano y unas maneras desoladoras-, que manejan casi como único
argumento lo malos y perversos que son sus adversarios, y periodistas que salvo
nobilísimas y escasas excepciones suelen encuadrarse en dos grupos: los
sectarios que confunden periodismo con militancia, sea cual sea ésa, y los
todoterreno capaces de opinar de todo y de todos, que igual se acuestan siendo
expertos en economía griega que se levantan listos para ejercer, sin complejos,
de críticos de arte moderno, especialistas en misiles o analistas del Kremlin.
En cuanto a los intelectuales, por llamarlos de algún modo,
a los verdaderos expertos que han dedicado su vida a las materias que se
debaten, política incluida, rara vez les vemos el pelo. Mientras en Italia para
hablar de democracia dudosa se recurre, por ejemplo, a Luciano Canfora, o en
Francia para hablar del bicentenario de Waterloo se pregunta a Alessandro
Barbero o a Dominique de Villepin, aquí los especialistas, dicho sea entre
comillas, sólo sirven para un fugaz corte de quince segundos en el telediario,
donde nada dicen porque, entre otras cosas, poco se les pregunta o lo que dicen
importa, en realidad, un carajo. Se meten allí para justificar, para vestir la
cosa, igual que muchos de esos absurdos directos que nada aportan ni para nada
valen. Aquí las voces lúcidas se silencian o se desprecian, relegadas por un
grosero rifirrafe de consignas políticas, descalificaciones e insultos. Las
figuras respetables del intelectual de derechas o de izquierdas, ambas
necesarias, sus argumentaciones de peso, su conocimiento sereno de la materia
que tratan, son ahogadas por el fragor mediático que pone etiquetas a todo, que
exige simplificar hasta lo absurdo asuntos complejos que requieren mucha
discusión y cordura. Aquí todo se reduce a fachas y progres. Aunque tampoco, es
cierto, el público receptor anima a ello. Descorazona asomarse a las redes
sociales y comprobar hasta qué punto la incultura, la limitación de ideas, la
falta de comprensión lectora -que es uno de los grandes males de nuestro
tiempo-, la fácil distinción entre ellos
y nosotros, tan tristemente nuestra, ahoga las voces sensatas y necesarias.
Y uno acaba preguntándose, desesperanzado, si en realidad periodistas y
políticos no se limitan a encarnar, ante las cámaras y los micrófonos, los
papeles que una España inculta, estúpida, elemental y nunca dispuesta a aprender
de sí misma, exige de ellos.
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