La actitud de la
Presidenta ante las elecciones porteñas y la postura de Lousteau,
funcional al
Gobierno.
Por James Neilson |
Lo mismo que muchos peronistas cuando los militares de la
dictadura más reciente hacían las maletas con la esperanza de que sus
compatriotas pronto olvidaran los desastres que habían provocado, Cristina y
sus fieles hablan como si estuvieran convencidos de que el país es
irremediablemente kirchnerista y que, si bien a veces los opositores podrían
lograr algunos triunfos locales, solo sería cuestión de episodios anecdóticos
sin demasiada importancia. Puesto que a muchos les gusta felicitarse por haber
votado al ganador, el triunfalismo, por poco realista que sea, tiene sentido.
Sea auténtica o meramente simulada, la confianza que dicen
sentir los kirchneristas cuando miran lo que está sucediendo en el confuso
panorama político e incluso económico del país, les ha brindado un arma
electoral poderosa. La Presidenta y sus colaboradores militantes tienen que
hacer creer que el “proyecto” con el que se afirman comprometidos continuará su
marcha por muchos años más; caso contrario, no solo los votantes sino también
muchos adherentes coyunturales podrían optar por abandonarlo a su suerte, como
amenazaron con hacer aquellos “barones” del conurbano que se dejaron tentar por
la alternativa ensayada por Sergio Massa antes de llegar a la conclusión de que
les convendría más apostar a Daniel Scioli.
Hasta vísperas de las elecciones de 1983, casi todos los
peronistas creían que su hombre, el civilizado pero insulso Ítalo Argentino
Luder, derrotaría con facilidad rutinaria al radical Raúl Alfonsín. Se
equivocaban. ¿Estamos por ver otra sorpresa que, en retrospectiva, parecería
perfectamente lógica? El domingo pasado, las esperanzas opositoras en tal
sentido se vieron fortalecidas por los resultados de las elecciones celebradas
en la Capital Federal y Córdoba, además de las legislativas en Corrientes y la
interna del PJ en La Pampa. Rezan para que las tendencias así manifestadas se
repliquen a lo ancho y lo largo del país.
Para mantener viva la ilusión de que su propio triunfo es
inevitable y que por lo tanto no valdría la pena dudarlo, los kirchneristas
tuvieron que minimizar el significado de lo que les dijeron los votantes. Más
imaginativos que Carlos Menem cuando, para amortiguar el impacto de una derrota
electoral que sufrió en 1997, alardeó de la victoria de sus huestes en una
pequeña localidad jujeña llamada Perico, tanto Cristina como sus
incondicionales reaccionaron frente a los disgustos que les habían
proporcionado los porteños, cordobeses, pampeanos y correntinos el domingo
pasado festejando el gran triunfo anotado por el kirchnerismo en Grecia, donde
el movimiento nacional y popular aplastó a los odiosos buitres neoliberales en
las urnas. Compartieron su júbilo otros paladines de la depauperación en aras
de lo que llaman el socialismo como el venezolano Nicolás Maduro y los hermanos
Castro de Cuba.
Desgraciadamente para los K, en casa las noticias que les
llegaron desde distintos puntos del país fueron menos positivas que las
procedentes de Atenas. Aunque lograron aferrarse a la gobernación de La Rioja,
un provincia clientelista con menos habitantes que muchos partidos bonaerenses,
en las demás elecciones que se celebraron aquel día los resultados les fueron
peores de lo pronosticado, lo que, desde luego, sirvió para dar un nuevo
impulso a la esperanza opositora de que, por fin, el grueso de la ciudadanía
esté preparándose anímicamente para arriesgar un cambio de rumbo. De ser la
Argentina un país “normal”, sí lo estaría, pero por razones que otros
encuentran inexplicables la mayoría es reacia a tomar en serio las advertencias
de quienes señalan que, pase lo que pasare, el “modelo” económico tiene los
días contados.
Para frustración de muchos opositores, aún no les ha sido
dado privar al gobierno kirchnerista de la iniciativa. La voluntad evidente de
Cristina de seguir gobernando como si todavía dispusiera del apoyo de una
mayoría sustancial de la población ha impresionado tanto a la gente de Pro, la
UCR y otras agrupaciones que algunos parecen resignados a que Scioli, escoltado
por Carlos Zannini, ganara las elecciones presidenciales en la primera vuelta.
Con todo, si bien el protagonismo frenético de una presidenta claramente
resuelta a aprovechar al máximo los meses que aún le quedan en el poder la
había ayudado a difundir la sensación de que la hegemonía kirchnerista estaba
destinada a prolongarse por algunos años más, los reveses que acaban de sufrir
tantos candidatos oficialistas en elecciones locales le han dado buenos motivos
para preocuparse.
Es de prever, pues, que en las semanas próximas se haga aún
más furibunda la ofensiva de Cristina contra los jueces y fiscales que no le
responden y que siga aumentando la cantidad ya excesiva de empleados públicos.
Puede que el kirchnerismo esté batiéndose en retirada, pero antes de irse
quiere construir una especie de Estado paralelo, en las sombras, que le permita
continuar dominando el país cuando otro, sea Scioli o Mauricio Macri, se haya
vestido de presidente. Para quienes se creen revolucionarios, las formalidades
constitucionales y el sentido común económico son lo de menos. Lo mismo que los
nada democráticos militares y guerrilleros de otros tiempos, privilegian el
poder fáctico, de ahí sus esfuerzos por colonizar los tribunales y distintas
reparticiones estatales, conformando de tal modo un inmenso aparato clientelar
que ningún gobierno futuro resulte capaz de desmantelar.
Si bien Massa sigue en carrera, no cabe duda de que la gran
esperanza opositora es Mauricio Macri aunque, desgraciadamente para el porteño,
no le está resultando nada fácil superar todos los obstáculos que sus presuntos
socios han erigido en su camino. La coalición que se ha improvisado en torno a
su figura es tan enredada que agrupaciones cuyos afiliados lo apoyan en un
distrito procuran derrotarlo en otros, atacando con la furia que aquí es
tradicional a quienes en teoría pertenecen al mismo equipo o “espacio”. En la
cultura política nacional, es considerado normal cuestionar la buena fe de los
adversarios, lo que hace más comprensible la proliferación de agrupaciones
minúsculas y la falta de por lo menos una que sea equiparable con aquellas que
se alternan en el poder en las democracias maduras.
A Martín Lousteau no le gusta ser acusado de ser “funcional”
al kirchnerismo, aunque objetivamente, como decían los comunistas, es evidente
que sí lo es. También lo son Massa y la progre Margarita Stolbizer. Entre los
dos, podrían privar al porteño de los votos que necesitaría para merecer el
derecho a competir con Scioli en un eventual ballottage, una posibilidad que no
inquietaría a quienes suponen que el jefe del gobierno porteño representa el
capitalismo neoliberal salvaje más despiadado, mientras que a pesar de todo el
kirchnerismo realmente es un movimiento popular, pero que a buen seguro
preocupa a los interesados en los detalles institucionales.
De todos modos, en un país sin partidos políticos genuinos,
los dirigentes ambiciosos se ven constreñidos a construir uno propio para que
les sirva de vehículo electoral. Es lo que a través de los años ha estado
haciendo, con éxito notable, Macri, pero puesto que le ha costado tanto salir
de la Capital Federal, ha tenido que aliarse con facciones heterogéneas en el
resto del país. Aconsejado por el gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba, hasta hace
muy poco el jefe del gobierno porteño se inclinaba por anteponer el rigor
ideológico –“la pureza”– por encima de la necesidad pragmática de sacar
provecho de la materia prima radical o vecinal disponible.
A primera vista, se trataba de una opción razonable por
basarse en la presunción de que lo que la Argentina necesitaba más que nada era
un gran partido centroderechista, moderadamente conservador, como los
existentes en todos los demás países democráticos, pero pronto se haría patente
que, a menos que estuviera dispuesto a esperar algunos años más, le sería
forzoso vincularse con socios de ideas bastante distintas. A juicio de muchos,
la negativa de Macri a tomar en serio las prioridades de aliados en potencia le
costó a PRO un triunfo relativamente fácil en Santa Fe y también lo perjudicará
mucho en la madre de todas las batallas que se librará en la provincia de
Buenos Aires.
Para Macri, el resultado de la primera vuelta en la Capital
Federal fue motivo de cierto alivio, pero con toda seguridad hubiera preferido
una victoria más contundente que la anotada por Horacio Rodríguez Larreta. Con
el 45,6 por ciento de los votos, el candidato de Pro se distanció de sus
rivales inmediatos y eliminó al candidato kirchnerista, pero no pudo ahorrarle
a su jefe la necesidad de continuar buscando votos en su propio feudo antes de
concentrarse en conquistar voluntades en el territorio aún inhóspito que se
extiende allende la avenida General Paz. Para lograrlo, Macri tendría que
brindar la impresión de estar surfeando sobre una ola gigantesca de cambio que
pronto inundará buena parte del país. Aunque según algunos el macrismo está
avanzando con rapidez en distintas zonas del interior en que el atraso
cambiario y otros logros del “modelo” de Cristina han tenido un impacto
devastador sobre las precarias economías regionales, todavía le falta mucho
para que la mayoría decida que, dadas las circunstancias, no le queda más
alternativa que la de confiar en las dotes administrativas del hacedor porteño.
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