domingo, 12 de julio de 2015

El rompecabezas electoral

La actitud de la Presidenta ante las elecciones porteñas y la postura de Lousteau, 
funcional al Gobierno.

Por James Neilson
Lo mismo que muchos peronistas cuando los militares de la dictadura más reciente hacían las maletas con la esperanza de que sus compatriotas pronto olvidaran los desastres que habían provocado, Cristina y sus fieles hablan como si estuvieran convencidos de que el país es irremediablemente kirchnerista y que, si bien a veces los opositores podrían lograr algunos triunfos locales, solo sería cuestión de episodios anecdóticos sin demasiada importancia. Puesto que a muchos les gusta felicitarse por haber votado al ganador, el triunfalismo, por poco realista que sea, tiene sentido.

Sea auténtica o meramente simulada, la confianza que dicen sentir los kirchneristas cuando miran lo que está sucediendo en el confuso panorama político e incluso económico del país, les ha brindado un arma electoral poderosa. La Presidenta y sus colaboradores militantes tienen que hacer creer que el “proyecto” con el que se afirman comprometidos continuará su marcha por muchos años más; caso contrario, no solo los votantes sino también muchos adherentes coyunturales podrían optar por abandonarlo a su suerte, como amenazaron con hacer aquellos “barones” del conurbano que se dejaron tentar por la alternativa ensayada por Sergio Massa antes de llegar a la conclusión de que les convendría más apostar a Daniel Scioli.

Hasta vísperas de las elecciones de 1983, casi todos los peronistas creían que su hombre, el civilizado pero insulso Ítalo Argentino Luder, derrotaría con facilidad rutinaria al radical Raúl Alfonsín. Se equivocaban. ¿Estamos por ver otra sorpresa que, en retrospectiva, parecería perfectamente lógica? El domingo pasado, las esperanzas opositoras en tal sentido se vieron fortalecidas por los resultados de las elecciones celebradas en la Capital Federal y Córdoba, además de las legislativas en Corrientes y la interna del PJ en La Pampa. Rezan para que las tendencias así manifestadas se repliquen a lo ancho y lo largo del país.

Para mantener viva la ilusión de que su propio triunfo es inevitable y que por lo tanto no valdría la pena dudarlo, los kirchneristas tuvieron que minimizar el significado de lo que les dijeron los votantes. Más imaginativos que Carlos Menem cuando, para amortiguar el impacto de una derrota electoral que sufrió en 1997, alardeó de la victoria de sus huestes en una pequeña localidad jujeña llamada Perico, tanto Cristina como sus incondicionales reaccionaron frente a los disgustos que les habían proporcionado los porteños, cordobeses, pampeanos y correntinos el domingo pasado festejando el gran triunfo anotado por el kirchnerismo en Grecia, donde el movimiento nacional y popular aplastó a los odiosos buitres neoliberales en las urnas. Compartieron su júbilo otros paladines de la depauperación en aras de lo que llaman el socialismo como el venezolano Nicolás Maduro y los hermanos Castro de Cuba.

Desgraciadamente para los K, en casa las noticias que les llegaron desde distintos puntos del país fueron menos positivas que las procedentes de Atenas. Aunque lograron aferrarse a la gobernación de La Rioja, un provincia clientelista con menos habitantes que muchos partidos bonaerenses, en las demás elecciones que se celebraron aquel día los resultados les fueron peores de lo pronosticado, lo que, desde luego, sirvió para dar un nuevo impulso a la esperanza opositora de que, por fin, el grueso de la ciudadanía esté preparándose anímicamente para arriesgar un cambio de rumbo. De ser la Argentina un país “normal”, sí lo estaría, pero por razones que otros encuentran inexplicables la mayoría es reacia a tomar en serio las advertencias de quienes señalan que, pase lo que pasare, el “modelo” económico tiene los días contados.

Para frustración de muchos opositores, aún no les ha sido dado privar al gobierno kirchnerista de la iniciativa. La voluntad evidente de Cristina de seguir gobernando como si todavía dispusiera del apoyo de una mayoría sustancial de la población ha impresionado tanto a la gente de Pro, la UCR y otras agrupaciones que algunos parecen resignados a que Scioli, escoltado por Carlos Zannini, ganara las elecciones presidenciales en la primera vuelta. Con todo, si bien el protagonismo frenético de una presidenta claramente resuelta a aprovechar al máximo los meses que aún le quedan en el poder la había ayudado a difundir la sensación de que la hegemonía kirchnerista estaba destinada a prolongarse por algunos años más, los reveses que acaban de sufrir tantos candidatos oficialistas en elecciones locales le han dado buenos motivos para preocuparse.

Es de prever, pues, que en las semanas próximas se haga aún más furibunda la ofensiva de Cristina contra los jueces y fiscales que no le responden y que siga aumentando la cantidad ya excesiva de empleados públicos. Puede que el kirchnerismo esté batiéndose en retirada, pero antes de irse quiere construir una especie de Estado paralelo, en las sombras, que le permita continuar dominando el país cuando otro, sea Scioli o Mauricio Macri, se haya vestido de presidente. Para quienes se creen revolucionarios, las formalidades constitucionales y el sentido común económico son lo de menos. Lo mismo que los nada democráticos militares y guerrilleros de otros tiempos, privilegian el poder fáctico, de ahí sus esfuerzos por colonizar los tribunales y distintas reparticiones estatales, conformando de tal modo un inmenso aparato clientelar que ningún gobierno futuro resulte capaz de desmantelar.

Si bien Massa sigue en carrera, no cabe duda de que la gran esperanza opositora es Mauricio Macri aunque, desgraciadamente para el porteño, no le está resultando nada fácil superar todos los obstáculos que sus presuntos socios han erigido en su camino. La coalición que se ha improvisado en torno a su figura es tan enredada que agrupaciones cuyos afiliados lo apoyan en un distrito procuran derrotarlo en otros, atacando con la furia que aquí es tradicional a quienes en teoría pertenecen al mismo equipo o “espacio”. En la cultura política nacional, es considerado normal cuestionar la buena fe de los adversarios, lo que hace más comprensible la proliferación de agrupaciones minúsculas y la falta de por lo menos una que sea equiparable con aquellas que se alternan en el poder en las democracias maduras.

A Martín Lousteau no le gusta ser acusado de ser “funcional” al kirchnerismo, aunque objetivamente, como decían los comunistas, es evidente que sí lo es. También lo son Massa y la progre Margarita Stolbizer. Entre los dos, podrían privar al porteño de los votos que necesitaría para merecer el derecho a competir con Scioli en un eventual ballottage, una posibilidad que no inquietaría a quienes suponen que el jefe del gobierno porteño representa el capitalismo neoliberal salvaje más despiadado, mientras que a pesar de todo el kirchnerismo realmente es un movimiento popular, pero que a buen seguro preocupa a los interesados en los detalles institucionales.

De todos modos, en un país sin partidos políticos genuinos, los dirigentes ambiciosos se ven constreñidos a construir uno propio para que les sirva de vehículo electoral. Es lo que a través de los años ha estado haciendo, con éxito notable, Macri, pero puesto que le ha costado tanto salir de la Capital Federal, ha tenido que aliarse con facciones heterogéneas en el resto del país. Aconsejado por el gurú ecuatoriano Jaime Durán Barba, hasta hace muy poco el jefe del gobierno porteño se inclinaba por anteponer el rigor ideológico –“la pureza”– por encima de la necesidad pragmática de sacar provecho de la materia prima radical o vecinal disponible.

A primera vista, se trataba de una opción razonable por basarse en la presunción de que lo que la Argentina necesitaba más que nada era un gran partido centroderechista, moderadamente conservador, como los existentes en todos los demás países democráticos, pero pronto se haría patente que, a menos que estuviera dispuesto a esperar algunos años más, le sería forzoso vincularse con socios de ideas bastante distintas. A juicio de muchos, la negativa de Macri a tomar en serio las prioridades de aliados en potencia le costó a PRO un triunfo relativamente fácil en Santa Fe y también lo perjudicará mucho en la madre de todas las batallas que se librará en la provincia de Buenos Aires.

Para Macri, el resultado de la primera vuelta en la Capital Federal fue motivo de cierto alivio, pero con toda seguridad hubiera preferido una victoria más contundente que la anotada por Horacio Rodríguez Larreta. Con el 45,6 por ciento de los votos, el candidato de Pro se distanció de sus rivales inmediatos y eliminó al candidato kirchnerista, pero no pudo ahorrarle a su jefe la necesidad de continuar buscando votos en su propio feudo antes de concentrarse en conquistar voluntades en el territorio aún inhóspito que se extiende allende la avenida General Paz. Para lograrlo, Macri tendría que brindar la impresión de estar surfeando sobre una ola gigantesca de cambio que pronto inundará buena parte del país. Aunque según algunos el macrismo está avanzando con rapidez en distintas zonas del interior en que el atraso cambiario y otros logros del “modelo” de Cristina han tenido un impacto devastador sobre las precarias economías regionales, todavía le falta mucho para que la mayoría decida que, dadas las circunstancias, no le queda más alternativa que la de confiar en las dotes administrativas del hacedor porteño.

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