jueves, 16 de julio de 2015

El pacto verbal / 2

Por Octavio Paz
Aunque cada sociedad construye e inventa los medios de comunicación que necesita -dentro de los límites, claro, de sus posibilidades-, la determinación no es absoluta. Muchas veces, los medios sobreviven a las sociedades que los inventan: todavía usamos el alfabeto fenicio. Lo contrario también es frecuente: la utilización de una técnica moderna en una sociedad tradicional. 

En Cabul y en otras ciudades de Afganistán me despertaba siempre, al alba, la voz estentórea del almuecín, amplificada por los altavoces. En la Edad Moderna, la técnica oriunda de Occidente se ha extendido a todo el mundo. Esto es particularmente cierto en el caso de los medios de comunicación. Dos rasgos los definen: la universalidad y la homogeneidad. En todas partes se imprimen periódicos, revistas, libros, y en todas se exhiben películas y se transmiten programas radiofónicos y televisados. Contrasta esta uniformidad con la diversidad de los mensajes y, sobre todo, con la pluralidad de civilizaciones y con las diferencias de regímenes sociales, políticos y religiosos. El mundo moderno no sólo está dividido por violentas enemistades ideológicas, políticas, económicas y religiosas, sino por profundas diferencias culturales, lingüísticas y étnicas. Sin embargo, este mundo de feroces rivalidades e imborrables singularidades está unido por una red de comunicaciones que abarca prácticamente a todo el planeta. Cualquiera que sea su religión y cualquiera que sea el régimen político y económico bajo el que viven, las gentes leen libros y periódicos, escuchan conciertos por radio, ven en las pantallas de los cines o de las televisiones películas y noticiarios. A medida que los particularismos de nuestro siglo crecen y se vuelven más y más agresivos, las imágenes se universalizan: cada noche, en una suerte de comunión visual más bien equívoca, todos vemos en la pantalla al Papa, a la actriz famosa, al gran boxeador, al dictador en turno, al premio Nobel y al asesino célebre.

El tema de la relación entre los medios de comunicación y la sociedad que los usa se bifurca en otro: los medios y las artes. El asunto es vasto, pero yo sólo me ocuparé de uno de sus aspectos: la literatura. Empezaré con la poesía. Es la forma más antigua y permanente del arte verbal. Hay sociedades que no han conocido la novela, la tragedia y otros géneros literarios: no hay sociedades sin poemas. En su origen, la poesía fue oral: palabra dicha ante un auditorio. Más exactamente, recitada o declamada. La asociación entre la poesía, la música y la danza es muy antigua; probablemente las tres artes nacieron juntas y quizá en su origen la poesía fue palabra cantada y bailada. Un día se separaron y la poesía se creó para sí misma un pequeño reino propio, entre la prosa hablada de la conversación y el canto propiamente dicho. Hace años, en Delhi, asistí a una reunión de poetas de lengua urdu; cada uno se adelantaba y decía su poema en una salmodia o recitado, mientras un instrumento de cuerda, pulsado por una suerte de plectro, marcaba el compás.

El efecto era extraordinario. Tal vez así entonaban sus poemas las aedas, los bardos y los poetas tenochcas. Todavía hoy, los poetas rusos -cualquiera que haya oído a Joseph Brodsky lo sabe- preservan los valores fónicos -el entonado- que distingue a la recitación poética del habla y, en el otro extremo, del canto. También la recitación del poema más breve, el haikú, está punteada por las notas de un samisan. Nunca la poesía ha roto enteramente con la música; a veces, como entre los trovadores de Provenza o los madrigalistas del Renacimiento y la Edad Barroca, la unión ha sido muy estrecha. Nupcias arriesgadas: la música ahoga casi siempre a la poesía.

La escritura y la poesía

Las relaciones entre la escritura y la poesía no han sido menos variadas y fecundas. En un extremo, el manuscrito y la variedad fantástica de sus letras y caracteres, sus mayúsculas y minúsculas, sus azules, sus rojos y oros; en la otra, la tipografía y sus admirables combinaciones. Oír y leer son actos distintos y la aparición del libro acentuó esas diferencias. En general, se escucha en público mientras que la lectura es solitaria. Al principio, se conservó el arte de leer para un auditorio, generalmente reducido, pero esa costumbre ha desaparecido casi completamente. A medida que se popularizaba el libro, la lectura fue más y más un acto solitario. Así cambió la antigua relación entre la poesía y el público. Sin embargo, a pesar de la preponderancia de la palabra impresa, por naturaleza silenciosa, la poesía nunca ha dejado de ser habla rítmica, sucesion de sonidos y sentidos enlazados. Cada poema es "una configuración de signos que, al leer, oímos. Leer un poema consiste en oírlo con los ojos... Al revés de lo que ocurre con la pintura, arte silencioso, el silencio de la página nos deja escuchar la escritura del poema". (*) Las palabras del poema escritas sobre la hoja de papel tienden espontáneamente, apenas las recorren unos ojos, a encarnar en sonidos y en ritmos. Al mismo tiempo, hay una correspondencia entre el signo escrito, el ritmo sonoro del poema y el sentido o los sentidos del texto. La discordia aparente entre escritura silenciosa y recitado poético se resuelve en una unidad más compleja: la presencia simultánea de las letras y los sonidos.La oposición entre el público y el lector solitario es de otro carácter. Representa, en cierto modo, dos tipos de civilización. No obstante, hace años me impresionó saber que unos indios nómadas de América del Sur -en las fronteras de Brasil y Paraguay-, al caer la noche, mientras las mujeres y los niños reposan, de espaldas a las hogueras del campamento y frente a la inmensidad natural, recitan poemas que ellos mismos han compuesto y en los que exaltan sus hazañas, las de sus amigos o las de sus antepasados. Es un rito en el que, al extremarse el carácter solitario del acto, parece anularse del todo la comunicación. Pero no es así: al hablarse a sí mismo, el poeta nómada habla con su pueblo y con el pueblo de fantasmas de sus abuelos. Habla también con la noche y sus potencias. En un extremo, la recitación solitaria; en el otro, la poesía coral. En uno y otro caso, el yo y el nosotros se bifurcan en una boca que habla y un oído que recoge el rumor espiral del poema.

Poema-película

Todos los elementos y formas de expresión que aparecen aislados en la historia de la poesía: el habla y la escritura, el recitado y la caligrafía, la poesía coral y la página iluminada del manuscrito, en suma: la voz, la letra, la imagen visual y el color coexisten en los modernos medios de comunicación. Pienso, claro está, en el cine y en la televisión. Por primera vez en la historia, los poetas y sus intérpretes y colaboradores -músicos, actores, tipógrafos, dibujantes y pintores- disponen de un medio que es, simultáneamente, palabra hablada y signo escrito, imagen sonora y visual, en color o en blanco y negro. Además, en las pantallas del cine y la televisión aparece un elemento absolutamente nuevo: el movimiento. La página del libro es un espacio inmóvil, mientras que la pantalla puede ser un espacio no sólo coloreado sino móvil. Por desgracia, las relaciones entre la poesía y los nuevos medios no han sido exploradas. Al alba de nuestra época, inspirado tanto en las partituras musicales y en los mapas astronómicos como en los anuncios de los periódicos, Mallarmé concibió un poema cuya disposición tipográfica sobre la página -gracias a la combinación de los diversos caracteres, el juego de los blancos y los espacios, las mayúsculas y las minúsculas- evocase el movimiento rítmico de la palabra hablada y las figuras que traza el pensamiento en el espacio mental. Pero los signos de Mallarmé ni se mueven ni hablan; en cambio, la pantalla de la televisión emite signos, sonidos, imágenes y colores en movimiento. Ella misma, a diferencia de la página del libro, está en movimiento. Es una América a la vista que nadie ha colonizado.

Hace cerca de quince años, estimulado por los rollos de pintura tántrica de la India y por el ejemplo de Mallarmé, escribí un poema, Blanco, en el que intenté explorar todos estos elementos, aunque limitándome a la tipografía tradicional, es decir, al libro. Al mismo tiempo, se me ocurrió que ese libro podría proyectarse sobre una pantalla. Más exactamente: mi propósito fue (y es) proyectar el acto mismo de la lectura de ese poema. Concebí esta obra como una suerte de ballet de signos, voces y formas visuales y sonoras. No voy a referir ahora la historia de mi poema-película, baste con decir que sigue siendo un proyecto. Pero creo que mi experiencia arroja luz sobre la situación actual: una riqueza de posibilidades en verdad extraordinaria y que nadie usa. Mejor dicho, que nadie se atreve a usar.

Me imagino que la timidez de los poetas se debe, entre otras cosas, al cansancio: durante más de medio siglo nos hemos entregado a una frenética experimentación formal en todas las artes. Es sabido que estos sucesivos movimientos han degenerado en una estéril manipulación: hoy la vanguardia se repite incansablemente a sí misma y se ha convertido en un academicismo. Creo, además, que la peculiar situación de la poesía en nuestro siglo, convertida en un arte marginal y minoritario, ha contribuido a desanimar a los poetas. Pero el gran obstáculo ha sido y es la indiferencia obstinada de la televisión, lo mismo la estatal que la privada. Como la poesía no tiene gran rating comercial y es rebelde a las manipulaciones ideológicas y políticas de los Gobiernos, ha sido eliminada casi enteramente de todas las pantallas. Este equívoco, hecho de ignorancia y desdén, es deplorable: el futuro y sus formas, lo mismo en el campo del arte que en los otros dominios de la cultura, no nacen en el centro, sino en las afueras de la sociedad.

La crítica como modernidad

El caso de la poesía es extremo, pero la suerte de las otras formas literarias -teatro, novela, cuento- no ha sido muy distinta. Según he tratado de mostrar en otros escritos, hay un rasgo que distingue a la literatura moderna: la crítica. Entiendo por modernidad ese conjunto de actividades, ideas, creencias y gustos que emerge hacia finales del siglo XVIII y que coincide, a lo largo del siglo XIX, con profundos cambios económicos y políticos. Cierto. En todas las literaturas de todas las civilizaciones aparece la crítica, pero en ninguna -ni en la árabe, ni en la china, ni en la greco-romana, ni en la medieval- ocupa el lugar central que tiene en la nuestra. Las literaturas de las otras civilizaciones han sido sucesiva o simultáneamente celebración y sátira, alabanza y vituperio, burla o elegía, pero sólo hasta que comienza la modernidad, el poema y la obra de ficción se vuelven análisis y reflexión. La mirada maravillada del artista se desdobla en mirada inquisitiva e introspectiva. Esta actitud crítica se bifurca en dos direcciones: crítica de la sociedad y crítica del lenguaje. El novelista no se contenta con relatar una historia ni en revivir las hazañas, los amores o las iniquidades de un grupo de hombres y mujeres, sino que analiza a las situaciones y a los personajes. Su relato se vuelve descripción crítica del mundo y de los hombres. Pero la crítica de la sociedad, es decir, del poder y de las clases, de las creencias y pasiones, no es sino la mitad de la literatura moderna; la otra mitad es la crítica que, cada generación, hacen los escritores de las obras de sus antepasados inmediatos y de las obras que ellos mismos están escribiendo.

La tradición se vuelve ruptura crítica; la escritura, a su vez, se desdobla en reflexión sobre lo que se está escribiendo. Así, a la crítica social, política, religiosa e histórica de los Balzac, los Dickens, los Zola y los Tolstoi se yuxtapone la otra crítica, la crítica del lenguaje de los Flaubert y los Joyce.

La edad de la televisión

La literatura contemporánea ha experimentado cambios violentos pero, esencialmente, ha sido fiel a su origen y en ningún momento ha dejado de ser crítica del mundo y de sí misma. A semejanza de la poesía y a despecho de tantas revoluciones estéticas, la prosa de ficción sigue encerrada entre las páginas del libro. Los novelistas, los cuentistas y los autores de teatro no han explorado los nuevos medios de comunicación o los han explorado de mala gana y de manera insuficiente. A su vez, los medios y los poderes que los manejan han desdeñado a la literatura. Más de una vez me he preguntado si esta situación tiene una salida. Creo que una luz, al fin, despunta en el horizonte de esta década. Hay un elemento nuevo que quizá esté destinado a cambiar radicalmente el estado de cosas existente. Este elemento viene de la evolución de la técnica y consiste en la aparición del cable y del vídeo-casete. Estas dos útiles innovaciones permitirán, probablemente, el sin cesar diferido encuentro entre la literatura -la verdadera, que es crítica de la sociedad y de sí misma- y la televisión. Desconozco, por supuesto, la forma o las formas en que se manifestará ese encuentro. Tal vez, la humilde telenovela -descendiente de las películas de episodios y de la novela de folletín- sea el embrión de una nueva forma artística. En el caso de la poesía, presumo que esa forma nacerá de las nupcias entre el signo escrito y la palabra hablada. Pero mi propósito no es hacer dudosas profecías estéticas, sino señalar la posibilidad que representan el vídeo-casete y el cable: son el equivalente de la biblioteca y la discoteca. O sea, son el comienzo de la diversificación y, en consecuencia, del regreso al pacto verbal original: múltiple y contradictorio.

En un seminario denominado La edad de la televisión, celebrado durante el II Encuentro Mundial de la Comunicación en Acapulco (1979), abogué por una televisión que reflejase la complejidad y la pluralidad de nuestra sociedad, sin excluir a dos elementos esenciales de la democracia moderna: la libre crítica y el respeto a las minorías. Esas minorías son políticas, religiosas y étnicas, pero también son culturales, artísticas y literarias. Al comenzar estas páginas señalé que la palabra de la sociedad no es un discurso único y, homogéneo sino múltiple y heterogéneo. Los medios de comunicación pueden ocultar a esta palabra original con la máscara de la unanimidad o, al contrario, pueden rescatarla y mostrarnos, en las mil versiones siempre nuevas que nos entrega la literatura, la vieja imagen del hombre -criatura a un tiempo singular y universal, única y común.

(*) Mi ensayo La nueva analogía, en El signo y el garabato. México, 1973.

© El País (España) – Abril de 1983

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