Por Octavio Paz |
La idea de la sociedad como un sistema de comunicaciones
tiene cerca ya de medio siglo. Su función ha sido doble: por una parte, reveló
una evidencia que había estado, como ocurre a menudo, inexplicablemente oculta
hasta entonces; por la otra, ha sido una metáfora aplicada con fortuna al
estudio de otros fenómenos. Lo primero no necesita demostración, pues es claro
que sociedad y comunicación son términos intercambiables: no hay una sociedad
sin comunicación ni comunicación sin sociedad.
El fundamento de la sociedad no
es el pacto social, sino, como el mismo Rousseau lo adivinó, el pacto verbal.
La sociedad humana comienza cuando los hombres empiezan a hablar entre ellos,
cualquiera que haya sido la índole y la complejidad de esa conversación: gestos
y exclamaciones o, según hipótesis más verosímiles, lenguajes que esencialmente
no difieren de los nuestros. Nuestras instituciones políticas y religiosas,
tanto como nuestras ciudades de piedra y de hierro, reposan sobre lo más frágil
y evanescente: sonidos que son sentidos. Una metáfora: el pacto verbal es el
fundamento de nuestras sociedades. No obstante ser algo evidente, la definición
de la sociedad como un sistema de comunicaciones ha sido criticada muchas
veces. Se ha dicho, con razón, que es una fórmula reductiva: la sociedad no
sólo es comunicación, sino otras muchas cosas, aunque en todas ellas -política
y religión, economía y arte, guerra y comercio- esté presente la comunicación.
Para mí, la definición tiene otro defecto: es tautológica y pertenece al género
de afirmaciones circulares que, diciendo todo, no dicen nada. Decir que la
sociedad es comunicación porque la comunicación es sociedad, no es decir mucho.
Además, la tautología encierra un solipsismo. ¿Qué dicen todas las sociedades?
Todo ese sin fin de discursos dichos desde el principio de la historia en
millares de lenguajes y hechos de millares de afirmaciones, negaciones e
interrogaciones que se bifurcan y multiplican en significados distintos y
enemigos los unos de los otros, pueden reducirse a esta simple frase: yo soy.
Es una frase que admite y contiene variantes innumerables -desde: nosotros somos el pueblo (o la clase)
elegida, hasta: seremos destruidos
por nuestros crímenes-, pero en todas ellas aparece el verbo ser y la
primera persona del singular o del plural. En esa frase, desde el origen, la
sociedad dice su voluntad de ser de esta o de aquella manera. Así se dice a sí
misma.
Comercio de símbolos
La comunicación como metáfora o analogía para explicar,
otros fenómenos ha sido usada en muchas ciencias, desde la biología molecular
hasta la antropología. En la antigüedad y en el Renacimiento, la astronomía fue
el modelo de la sociedad humana, y todavía Fourier -siguiendo en esto a Platón,
como antes Bruno y Campanella- encontraba en las leyes de gravitación que rigen
el movimiento de los cuerpos celestes al arquetipo de su ley de la atracción
apasionada, que mueve a los hombres y a sus intereses y pasiones. Fourier se
creía, con ingenuidad orgullosa, el Newton de la nueva sociedad. Ahora hemos
invertido la perspectiva: ya no es la naturaleza el arquetipo de la sociedad,
sino que hemos convertido a la transmisión de mensajes en el modelo de las
transformaciones químicas de las células y los genes. En la antropología, la
metáfora ha tenido también mucha fortuna, y Levi-Strauss ha podido explicar el
intercambio de bienes -la exogamía y el trueque- como fenómenos análogos al
intercambio de signos, es decir, al lenguaje.
La metáfora lingüística le ha permitido a Levi-Strauss
formular una hipótesis que, a su parecer, desentraila el enigma de la
prohibición del incesto. Se trata, dice, de una simple regla de tránsito,
semejante a las que rigen nuestra elección de este o aquel fonema para formar
una palabra o de esta o aquella palabra para construir una frase. Aunque en un
caso la elección es inconsciente y en el otro más o menos premeditada, en ambos
casos el acto se reduce a escoger entre un signo positivo y otro negativo: éste
sí y aquél no. La operación lingüística se puede traducir a términos sociales:
porque no me puedo casar con mi hija o mi hermana me caso con la hija o la
hermana del guerrero de la tribu vecina y le envío como presente matrimonial a
mi hija o mi hermana. Es un mecanismo regido por la misma economía y
racionalidad que presiden la elaboración y la transmisión de los mensajes
lingüísticos. En el trueque intervienen también las mismas leyes. Como en la
exogamia, al intercambiar bienes los primitivos intercambian símbolos. El valor
utilidad está asociado siempre a otro
valor no material, sino mágico, religioso o de rango y prestigio. Es un valor
que: se refiere a otra realidad o que está en lugar de ella. Así, las cosas que
se intercambian son asimismo signos de esto o de aquello. El intercambio de
mujeres o de productos es comercio de símbolos y de metáforas.
La idea de Clastres
La explicación de Levi-Strauss nunca me satisfizo del todo.
¿Por qué los primitivos deben intercambiar mujeres? O dicho de otro modo: si la
exogamia explica la función del tabú del incesto, ¿qué explica a la exogamia?
Siempre me ha parecido que la prohibición del incesto, ese primer no del hombre
a la naturaleza, fundamento de todas nuestras; obras, instituciones y
creaciones, debe responder a algo más profundo que a la necesidad de regular el
comercio de mercancías, palabras y mujeres. Hace unos años, un joven
antropólogo, Pierre Clastres, en un ensayo brillante y convincente, mostró que
la hipótesis del gran maestro francés omitía algo esencial: el intercambio de
mujeres y de bienes se inserta dentro del sistema de alianzas ofensivas y defensivas
de las sociedades primitivas. Clastres no nos ofrece una nueva interpretación
del tabú del incesto, pero sí nos aclara la función del intercambio de bienes y
mujeres. La exogamia y el trueque son inteligibles sólo si se sitúan dentro del
contexto social de los primitivos: son las formas en que se manifiestan las
alianzas; a su vez, las alianzas son inteligibles sólo en un mundo en donde la
realidad más general y permanente es la guerra. Los primitivos celebran
alianzas -casi siempre efímeras- porque viven en guerra perpetua unos contra
otros. La comunicación -intercambio de mujeres y bienes- es la consecuencia de
la forma más extrema y violenta de la incomunicación: la guerra. La idea de
Clastres, traducida en lenguaje más formal, podría enunciarse así: el sistema
de comunicación que forma la red de alianzas que celebran entre ellos los
grupos primitivos no es sino la consecuencia de una realidad más vasta y que
determina a las alianzas y al sistema de comunicación: la guerra, la
no-comunicación.
Se dirá que Clastres nos hace avanzar un poco, pero no
demasiado: decir que la comunicación es la respuesta o la consecuencia de la
incomunicación es casi una verdad de Perogrullo. Sin embargo, la idea es muy fértil
apenas la enfrentamos a lo que antes llamé el solipsismo de la comunicación. Si
el fundamento de las alianzas, del comercio y de la exogamia es la guerra, la
comunicación está amenazada siempre por su contrario: en el exterior, por el
ruido de la guerra, y en el interior, por el silencio amenazante de las
conspiraciones y cábalas que pretenden acallar el diálogo social e imponer una
sola voz. Las sociedades se niegan a sí mismas por la discordia interior y
niegan a las otras por la agresión y la guerra. Lo mismo en el interior que en
el exterior, la guerra es el estado original de la sociedad humana, y de allí
que, para protegerse contra la violencia de dentro y de fuera, los individuos
cedan parcial o totalmente su libertad a un jefe, que se convierte en su
soberano. Así, Clastres vuelve a Hobbes. En el instante en que nace el Estado,
el lenguaje cambia de naturaleza: deja de ser el pacto verbal del principio y
se convierte en la expresión del poder. Los que combaten en una guerra
pretenden, por una parte, imponer silencio al adversario; por la otra, luchan
porque su palabra domine a las otras. La guerra nace de la incomunicación y
busca subsistir la comunicación plural por una comunicación única: la palabra
del vencedor. Como todos sabemos, esos triunfos no duran mucho: la palabra
imperial termina por quebrarse en fragmentos antagónicos. La comunicación
vuelve a su origen: la pluralidad.
Medios de
comunicación y lenguaje
La hipótesis de Clastres atenúa el solipsismo: la
comunicación es plural porque es polémica. Dije atenúa porque el solipsismo no desaparece del todo: se multiplica
y, así, se anula sin cesar y sin cesar renace. La sociedad se dice a sí misma,
y cada vez que se dice se contradice y se desdice. Cada sociedad es un decir
plural. El verbo ser es un verbo vacío, y sólo es realmente, como lo dice
Aristóteles, cuando se realiza a través de un tributo: soy fuerte, soy mortal,
soy creyente, mañana no seré, nunca he sido: ser es sólo un sonido, etcétera.
La idea de la sociedad como un sistema de comunicaciones debería modificarse
introduciendo las nociones de diversidad y contradicción: cada sociedad es un
conjunto de sistemas que conversan y polemizan entre ellos. Ni la pluralidad ni
la enemistad atentan contra la unidad: los sistemas se resuelven en un sistema
de sistemas, es decir, en una lengua. Podemos decir en castellano o en japonés
muchas cosas distintas o antagónicas unas de otras y decirlas de diferentes
maneras, pero siempre el idioma será el mismo: el japonés o el castellano. Cada
lengua es, simultáneamente, afirmación y negación de sí misma. En cada una hay
muchas maneras para decir la misma cosa y la misma manera para decir muchas
cosas distintas.
Los medios no son
lenguajes
Si pasamos del lenguaje a los medios de comunicación, es
decir, a los sistemas de fijación, transmisión y recepción de los mensajes, la
relación cambia de naturaleza. Los medios, como su nombre lo indica, no son
lenguajes. Con mucho brillo y no demasiada razón, McLuhan intentó alguna vez
demostrar que la relación entre los mensajes y los medios era de índole
semejante a la que se entabla en el interior del lenguaje entre el sonido y el
sentido: a cada medio corresponde un tipo de discurso, como cada morfema y
palabra emiten un sentido o grupo de sentidos. Pero los significados de cada
palabra, aunque sean el resultado de una convención, corresponden
invariablemente al mismo significante; en cambio, los medios de comunicación
son canales por donde fluye toda clase de signos y, en el caso de la
televisión, también toda suerte de imágenes. Los medios de comunicación son,
hasta cierto punto, neutrales; ninguna convención predetermina que unos signos
sean transmitidos y otros no. Así, hablar del lenguaje de la televisión o del
cine es una metáfora: la televisión transmite el lenguaje, pero en sí misma no
es un lenguaje. Cierto, puede decirse -de nuevo, como figura o metáfora- que
hay una gramática, una morfología y una sintaxis de la televisión: no una
semántica. La televisión no emite sentidos, emite signos portadores de
sentidos.
La relación entre los medios de comunicación y los lenguajes
es laxa en extremo: el alfabeto románico puede servir para escribir todas o
casi todas las lenguas humanas. En cambio, hay una correspondencia muy clara
entre cada sociedad y sus medios de comunicación. La discusión política en la
plaza pública corresponde a la democracia ateniense; la homilía desde el
púlpito, a la liturgia católica; la mesa redonda televisada, a la sociedad contemporánea.
En cada uno de estos tipos de comunicación la relación entre los que llevan la
voz cantante y el público es radicalmente distinta. En el primer caso, los
oyentes tienen la posibilidad de asentir y disentir del orador; en el segundo,
colaboran pasivamente, con sus genuflexiones, sus rezos y su devoto silencio;
en el tercero, los oyentes -aunque sean millones- no aparecen físicamente: son
un auditorio invisible. Así, pues, aunque los medios de comunicación no son
sistemas de significación como los lenguajes, sí podemos decir que su sentido -usando esta palabra en una
acepción levemente distinta está inscrito en la estructura misma de la sociedad
a que pertenece. Su forma reproduce el carácter de la sociedad, su saber y su
técnica, los antagonismos que la dividen y las creencias que comparten sus
grupos e individuos.
Los medios no son el lenguaje: los medios son la sociedad.
(Además, cada medio es, por sí mismo, una sociedad: tema que hoy no puedo
explorar.)
© El País (España) – Abril de 1983
0 comments :
Publicar un comentario