Por Luis Alberto Romero |
¿Cuándo se estropeó la Argentina? La pregunta -paráfrasis de
una célebre de Vargas Llosa- remite a una convicción compartida: la Argentina
conoció un pasado mejor que el presente. Hay muchas respuestas posibles, y la
mía es sólo una más, que encuentra su hilo rojo en el Estado. No se refiere a
una fecha, sino a una década: la de los años 70 del siglo XX, desdoblada en una
primera mitad convulsa y una segunda mitad dictatorial. Creo que esta crisis
separa una vieja Argentina, vital y conflictiva, de la Argentina decadente y
exangüe en la que vivimos desde hace cuatro décadas.
Es posible trazar una imagen estilizada del período secular
que va desde fines del siglo XIX hasta los recientes años 70. En aquella
Argentina la economía funcionaba bien y daba empleo a casi todos. Hubo períodos
mejores y peores, pero dentro de una aurea mediocritas que hoy extrañamos. La
sociedad, dinámica y móvil, incorporó sucesivos contingentes migratorios y les
ofreció oportunidades para su integración y progreso. Según una ficción
verosímil, los hijos habitualmente estuvieron mejor que sus padres o abuelos.
Para ello fue decisiva la acción de un Estado con potencia y eficacia, capaz de
sostener políticas que, al margen de las valoraciones, dejaron una huella en el
país, como la política educativa de fines del siglo XIX o las políticas
sociales de Perón.
Vital y creadora, fue también una Argentina con conflictos.
La democracia política plena, introducida en 1912, se alejó del cauce
institucional y transitó por liderazgos autoritarios, unanimistas y facciosos.
Así generó una fuerte conflictividad, que varias veces derivó en la apelación
al golpe militar. Hubo conflictos sociales dramáticos, pero superados, como en
los años de la Semana Trágica, y otros de índole más cultural e identitaria,
como el que desde 1945 enfrentó al "pueblo" con la
"oligarquía".
Pero las mayores tensiones vinieron de las relaciones entre
los grupos defensores de distintos intereses y un Estado que se deslizó de su
función reguladora a la concesión de franquicias, fácilmente derivadas en
privilegios, como la protección industrial o las leyes sindicales. El centro de
los conflictos estuvo en ese Estado dadivoso. Desde 1955, con su legitimidad cuestionada,
fue desbordado por los grandes grupos de interés, colonizado, convertido en
botín de guerra e inutilizado.
En los años 70, estas tensiones confluyeron en una crisis
violenta, que se desarrolló en dos tiempos. En la primera mitad se agudizaron los
conflictos corporativos y se evidenció la impotencia del Estado para
canalizarlos. Fueron potenciados por una intensa y multifacética movilización
social disparada por el Cordobazo. Grupos muy diversos condenaron "la
dictadura y el imperialismo" y soñaron con una "liberación"
acorde con el clima cultural de la época. La utopía disparada no encontró un
cauce político adecuado ni en la democracia, ni en las puebladas, ni en el
sindicalismo clasista. Tampoco en las organizaciones armadas, más espectaculares
que efectivas, que impulsaron un salto a la violencia política.
La excepción fue Montoneros, militarmente mediocre, pero que
vinculó su "socialismo nacional" con el tradicional mito del retorno
de Perón. Enfrentaron al gobierno militar y a la "burocracia
sindical" y ganaron la calle con la Juventud Peronista. En 1973 Perón
pretendió controlar ambos conflictos jugando su autoridad personal, pero no
pudo reabsorber a Montoneros y vio derrumbarse el Pacto Social. Antes de morir,
había echado las bases del terrorismo de Estado. Con Isabel, que autorizó la
intervención de las Fuerzas Armadas, la crisis llegó al paroxismo.
La dictadura militar presidió la segunda etapa de la crisis.
El terrorismo clandestino de Estado acabó con el residuo de las organizaciones
armadas y con todas las voces potencialmente contestatarias. Al hacerlo,
degradaron al Estado, que fue su instrumento, de la seguridad jurídica a la
ética de su funcionariado. La parte nocturna corrompió a la parte diurna.
Creyeron que las raíces de la conflictividad se encontraban
en la relación colusiva entre el Estado y la industria protegida, sus
empresarios y sus sindicatos. La solución, muy castrense, fue sangrar un cuerpo
vigoroso para bajar la fiebre. El fuerte golpe arrasó con el sector industrial
y comenzó la reversión del largo ciclo del pleno empleo, mientras que el
anunciado saneamiento estatal fue esterilizado por nuevas formas de
prebendarismo, protagonizadas por la "patria contratista", la
"financiera" y también la militar.
Iniciada en la crisis de los años 70, la decadencia
argentina ya lleva cuatro décadas, interrumpidas por dos momentos de esperanza:
la construcción democrática de 1983 y el ciclo de crecimiento económico que se
inició en 2003. Las circunstancias económicas limitaron al primero y las
políticas malversaron el segundo.
La principal víctima de esta crisis fue el Estado, que en
estas cuatro décadas fue corroído y desmontado. Con discursos y políticas
diversos, achicar y debilitar al Estado ha sido nuestra única política de
Estado. Con el argumento del déficit, se desatendieron los servicios sociales
básicos y se degradaron la educación, la salud y la seguridad. Se privatizaron
sus empresas, pero se instrumentaron mal su regulación y control, y a la larga,
como en el caso de la energía, todo resultó mal. Sin controles, la dadivosidad
estatal abrió las puertas a un nuevo prebendarismo, más personalizado y
depredador.
En la economía hubo una dolorosa crisis, pero también
emergió algo nuevo. Desde mediados de los años 70 se acumularon los elementos
destructivos. Crecieron la desocupación y el trabajo informal y, con la
apertura financiera, vinieron la vulnerabilidad externa, el endeudamiento y las
hiperinflaciones. Pero sobre estas ruinas comenzó a desarrollarse un sector más
eficiente, como el agroindustrial, que exporta y no necesita protección. Los
altos costos sociales de esta transformación evidencian la escasa capacidad del
Estado para regularla y para emplear de manera útil los beneficios sectoriales
extraordinarios.
La retirada del Estado, la desocupación creciente y los
picos inflacionarios decantaron en una sociedad nueva, polarizada, segmentada y
sin capacidad de acción colectiva, tan diferente de aquella integrada, móvil y
conflictiva de la Argentina potente. Hoy, junto a un sector muy próspero y otro
que hace equilibrios para no caer, una cuarta parte de los argentinos vive en
la pobreza. Se trata de un mundo social distinto, sólido y consolidado, con
organización, poderes y valores singulares, referidos al trabajo, la ley, la
vida y la muerte. Una brecha separa hoy dos sociedades y dos culturas.
En 1983, la nueva democracia prometió corregir un rumbo
todavía incipiente. Pero en los 30 años siguientes el rumbo se profundizó y la
democracia se adecuó a él. Sus principios republicanos se invirtieron y un
gobierno de autoridad concentrada maneja sin límites los recursos estatales,
que emplea en la producción de los sufragios necesarios para su mantenimiento.
Desde hace veinte años existe un Partido del Gobierno, que se superpone
exactamente con la administración del Estado.
En los últimos doce años, los rasgos de esta Argentina de la
decadencia se han profundizado. La bonanza excepcional del principio cambió
poco al país, pero fue la base para montar el actual aparato de gobierno,
encaminado a acumular poder, dinero y más poder. El Estado terminó absorbido
por el Gobierno y se potenció el prebendarismo, convertido en cleptocracia,
pues su núcleo activo lo forman los propios gobernantes. La pobreza está más
consolidada y el sistema de producción de votos funciona con eficacia
demoledora. Por donde se lo mire, estamos en lo más hondo del ciclo descendente
iniciado en los años 70.
¿Cómo salir de esto? La opción electoral es tan contundente
como dramática. Pero un nuevo gobierno que quiera cambiar el rumbo poco podrá
hacer si, junto con las tareas urgentes, no encara la reconstrucción del
Estado, pues en su deterioro está -me parece- el meollo de la crisis argentina.
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