Por Gabriela Pousa |
El kirchnerismo ha institucionalizado un relato muy distante de la
realidad que experimentan los ciudadanos. Lo mediático y lo cultural no escapan
a ello, son fiel reflejo de los modelos que vemos a diario. Una jefe de
Estado capaz de derribar una estatua porque no le gusta verla cuando abre la
ventana, no difiere sustancialmente de una vedette capaz de entrar a la cabina
de mando aéreo-comercial.
Ambas rompen los cánones de la civilidad. El respeto les es anticuado,
el Cambalache de Discépolo se ha hecho carne en lo cotidiano. Todo vale
y nada es sancionado.
De ese modo, la política irradia inverosímiles y los medios se nutren
del espanto. Del otro lado está la gente consumiendo un espectáculo burdo y
grotesco sin significado pero con intencionalidad. La polémica acerca de qué
apareció primero, si el huevo o la gallina, se traslada al tejido social, y no
hay respuesta que sacie a la hora de preguntar si la oferta que brindan es lo
que el pueblo quiere ver y comprar, o se lo consume porque no hay opción a algo
más.
Las alternativas son en extremo débiles y fugaces pero cuando están,
muestran que todavía hay gente que las elige como si en esa elección recobraran
algo de la dignidad mancillada por la vulgaridad. Esa es la dialéctica
de la vida cultural que impuso el kirchnerismo en Argentina. Como sostuviera en
uno de sus ensayos Alain Finlielkraut, la “cultura zombie” ha venido a
reemplazar el acto intelectual.
Véase que incluso el militante es entendido como un autómata que
responde a estímulos de un jefe. No crea, no razona, gracias si empatiza. Hay
una necesidad de masificarlo todo de modo que nada sobresalga, nada que escape
a lo llano distraiga. De esa forma se unifican las conductas y se manipula con
más facilidad a una sociedad.
Desde lo aparentemente cultural impulsan a la rebelión como lo muestran
claramente las letras que vociferan las murgas oficiales: una rebelión
falsa pues refiere a la impuesta desde Balcarce 50. No deja espacio a
interrogantes, acepta solo respuestas.
El modo de “conquistar” es desacralizando aquello que nos confirma como
seres únicos, irrepetibles y desiguales. La cultura fue siempre diferencial. El afán
nacionalista apunta muchas veces a ese fin cerrando las opciones a una cultura
cosmopolita e imponiendo un “arte” prefabricado, local, vulgar y chato. Se
creó una industria del espectáculo donde solo se demanda lo que la autoridad
ofrece, y en esa oferta encontramos saciedad. Aspirar a más es una actitud que
discrimina.
La barbarie se ha apoderado tanto de la política como de lo mediático. A
la sombra de esa realidad, crece la intolerancia al mismo tiempo que el
infantilismo. La mandataria obra como infante imponiendo su voluntad más allá
de cualquier norma o pauta social. Y esa es la conducta que pretenden sea
imitada. Un pueblo infantil, sin capacidad de raciocinio, sin
discernimiento, distraído solo con lo que le dan, es la aspiración kirchnerista
de máxima.
La “década ganada” no es la época del burgués sino la del
ciudadano-niño. El primero sacrificaba el placer de vivir a la acumulación de riquezas y
situaba, según la fórmula de Stefan Zweig, “la apariencia
moral por encima del ser humano demostrando una impaciencia equivalente ante
las exigencias del orden moral y del pensamiento”. El segundo
quiere, ante todo, divertirse, relajarse, escapar a los rigores por vía del
ocio, y ésta es la razón por la cual el gobierno se apodera de la industria
cultura, la genera o degenera, en verdad.
Se vacían las cabezas para llenar los ojos, y todo es circo, show que
iguala y logra transformar al espectador en un “fan”. Una categoría
sin otras reglas que las del enceguecido, cerrado a todo lo demás, capaz de
morir y matar por una iconografía azarosa y furtiva, por héroes de barro sobre
un falso pedestal. “Néstor no se murió, Néstor vive en el pueblo….”, basta
un ejemplo. Así, la cultura del videoclip domina a la conversación y
lo razonable: nada se soluciona ya con discursos, con razón, sino con
vértigo, música, masas y efecto de shock.
Los recitales han reemplazado a las palabras a la hora de emprender
ciertas causas. Un alimento no perecedero a cambio de rock es la manera de
ayudar. Adiós a la cultura del sacrificio y del trabajo. Todo es de una
liviandad que asusta, todo es rápido, coyuntural. La cultura, en cambio,
siempre es perenne, lo culturoso es lo fugaz, no perdura más allá de un
presente que quiere prolongarse incansablemente.
Por todo esto, en Argentina nada es casual. Ha habido y hay una
domesticación de la voluntad individual para sustituirla por una voluntad
colectiva. Los modelos y referentes que se nos da tienen esas
características: el desparpajo, lo irrespetuoso, lo amoral. La
pretensión de igualdad a su vez, se impuso venciendo las diferencias inherentes
a los seres humanos. Un pueblo así domesticado aceptará con mayor
facilidad a un Aníbal Fernández gobernando que un pueblo
ilustrado.
La ignorancia y la vulgaridad son ya políticas de Estado. Las
desventuras de Xipolitakis, en este contexto, no son sino el resultado de un
proceso que ha pugnado por idiotizar al ciudadano. La vedette es el modelo de
ciudadano pretendido por la jefe de Estado: sumido en la frivolidad que no
exige, no involucra. Es justamente eso lo que se quiere: un pueblo no
involucrado, que acepte desde la mansedumbre, que no diga demasiado. En
síntesis, que esté distraído para que el gobierno mientras tanto pueda hacer y
deshacer sin sentirse custodiado.
Asimismo, se impone la creencia de que lo serio es aburrido y lo
solemne queda descartado. ¿Por qué sino una Presidente puede bailar el Himno
Nacional sin siquiera sonrojarse? Todo sirve al show, aún lo que alguna vez fue
sagrado. Las fechas patrias se convirtieron en fines de semana largos, los
actos en los colegios se reemplazaron por feriados. El despojo es
total: somos un árbol sin raíces y consecuentemente, sin posibilidad de
ramificar.
Entretenidos, olvidamos las responsabilidades, dejamos que todo
lo resuelvan los demás. Lástima que “los demás” son precisamente, los que
gobiernan, es decir los kirchneristas: los propulsores de la bajeza y la falta
de ética.
El gobierno ya no determina apenas un modelo económico, más o menos
ortodoxo para administrarnos, sino que irrumpe estableciendo el modo de vida
que debemos llevar, los gustos que debemos saciar... Imponen de alguna
manera, a Xipolitakis y su escandaloso actuar como parámetro, y dejan apenas tres
opciones al ciudadano: la de ser un zombie, la de ser un frívolo o un fanático.
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