Por Guillermo Piro |
Cuando un nevado día de noviembre de 1962 Peter Caddy se
instaló en las dunas de Findhorn, un rincón perdido y desolado al norte de
Escocia, tenía tras de sí una vida de aventuras y experiencias insólitas.
De joven había recorrido a pie miles de kilómetros a través
de las montañas Himalayas; cruzó Cachemira y exploró los confines del Tíbet.
Fascinado por la sabiduría asiática comenzó a soñar con un mundo en el que sólo
habría admiración y belleza.
Llamado a filas en Inglaterra se incorporó a la Fuerza
Aérea, donde a la cabeza de una escuadrilla de élite se destacó como oficial
brillante, eficaz y con excelente capacidad de organización.
Poco después se casó con Eileen, una joven sencilla y
sensible como él, con la que tuvo tres hijos. Del mundo militar pasó al mundo
de los negocios. Entre 1955 y 1962 dirigió un lujoso hotel, no lejos de las
dunas de Findhorn. De hecho, el hotel iba a las mil maravillas: había
triplicado sus beneficios y los expertos en hotelería lo habían distinguido con
otra estrella. Eso no impidió que Peter Caddy, su esposa y sus hijos
abandonaran todo un día de invierno de 1962 para emprender el camino hacia
ninguna parte en una vieja casa rodante. Se detuvieron en un paraje salvaje a orillas
del golfo de Moray, donde, según la leyenda de William Shakespeare, las tres
brujas encontraron a Macbeth. Una tierra árida, de arena y grava, barrida por
los vientos del extremo norte de Escocia.
La única vegetación que allí subsiste es la retama, el
corrizo y los grandes arbustos espinosos, duros y afilados como cuchillos, que
retienen las dunas. Los Caddy pasaron allí el primer invierno. Durante la
primavera, Peter Caddy decidió, para alimentar a los suyos, plantar un huerto.
Trabajó con ahínco para mejorar el suelo ingrato sobre el que se habían
instalado. Puesto que no lo poseía, no puso abono ni aditamento nutritivo
sintético alguno al suelo. Sólo contaba con un compost que había obtenido
casualmente, hecho con un poco de excremento de sus hijos y desechos de turba
encontrados en los alrededores. Los escasos vecinos que posee Findhorn lo
miraban con escepticismo: esas landas nunca han producido otra cosa que
espinas.
Peter Caddy, que no había sembrado ni una zanahoria en su
vida, plantó berros, tomates, pepinos, espárragos, espinacas y rabanitos.
Ninguna de esas hortalizas había sido cultivada jamás en aquella región. Al
cabo de algunos meses, mientras la sequía destruía los huertos de las
poblaciones circundantes, el de Findhorn resplandecía. Los tomates, los pepinos
y los rabanitos no sólo sobrevivieron sino que alcanzaron un tamaño y un sabor
inigualables.
De toda esta historia se deduce que la tierra árida y
desolada, pobre en fósforo y en nitratos, es la más propicia para plantar ese
tipo de hortalizas.
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