Por Manuel Vicent |
En cualquier ciudad del mundo donde estés tomando una copa
en una terraza al aire libre a las nueve en punto de la noche verás aparecer a
un ser misterioso de rostro ahumado, con pinta de paquistaní o indio de
Bangladés, que lleva un ramo de claveles de invernadero en la mano. Este
vendedor de claveles se limita a pasear entre las mesas, como un autómata.
No importuna a nadie para imponer su mercancía. Ni siquiera
sonríe. Solo murmura unas palabras en voz baja. Lo lógico es pensar que se
trata del negocio de una perversa multinacional que explota a la gente
desesperada, pero la actitud de este ser es la de estar realizando la extraña
misión de mostrar esas flores impulsado por una fuerza que es difícil imaginar
de donde procede.
Si a las nueve de la noche, según la rotación de las horas
alrededor de la Tierra, estás en cualquier terraza nocturna de Roma, París,
Londres, Nueva York, Buenos Aires, Sídney o Madrid, ese mensajero de los
claveles hará su aparición.
Es uno entre decenas de miles que componen un despliegue
planetario. Nunca se ha dado el caso de que alguno de ellos haya vendido una
sola flor. Esos claveles no huelen, están muertos, como puede que también estén
muertos esos emisarios que los llevan en la mano y los ofrecen con un gesto
impávido después de una oración.
Guerras y cataclismos se repiten todos los días sobre la faz
de la tierra. Las fuerzas del mal que amenazan con la destrucción de la
humanidad puede que lo hayan conseguido ya y todos los que bebemos y
parloteamos en las terrazas de los bares hace tiempo que hemos muerto sin
saberlo. Flores, flores para los muertos, murmura en voz baja ese emisario
entre las mesas.
También puede ser que estos misteriosos vendedores de
claveles formen un anillo perenne que rota alrededor del planeta, para evitar
que la Tierra se pare y todo se venga abajo.
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