El fútbol es un
imán para la clase de subnormales
que disfrutan agitando viejas
cuestiones
nacionalistas. El karma argentino de
las finales.
Por Hugo Asch
–Usted es alemán pero de origen judío: ¿qué se considera, realmente?
–Bueno: es posible ser ambas cosas, cómo no. Creo que el nacionalismo es una enfermedad infantil. Es… como el sarampión de la humanidad.
–Bueno: es posible ser ambas cosas, cómo no. Creo que el nacionalismo es una enfermedad infantil. Es… como el sarampión de la humanidad.
Albert Einstein
(1979-1955); de una entrevista con la revista ‘Saturday Evening Post’ (1929)
Es un síntoma: cuando Messi mira demasiado el piso, estamos listos. No
importa si convierte su penal: sus errores no existen o son un exotismo. Pero
lo cierto es que el alma del equipo se rompió en algún momento de la segunda
etapa y nunca más se sintió en ganador. Chile hizo todo –todo, en todo sentido–
para ganar la Copa y lo logró. Campeones por primera vez. Bravo por ellos.
Esta brillante generación de futbolistas exitosos en todo el mundo pero
vírgenes de títulos con la camiseta argentina seguirá esperando, como otras.
Suena insólito, pero así son las cosas. Se hablará ahora de la lesión de Di
María, de por qué Higuain y no Tevez, de los penales errados, los cambios de
Martino. Siempre es así, cuando se pierde.
Yo defiendo esta idea. Lo hice en el injusto empate contra Colombia,
antes del 6-1 a Paraguay y lo hago ahora, en esta maldita final perdida.
Apuesto a este petiso retacón sin ángel pero con convicciones firmes. Y mucho
más en la derrota.
Empezó para ser el mejor partido de la copa, con los dos mejores, y
resultó un fiasco. En la previa era como un clásico del boxeo: frente a frente
dos fighters de mano letal que van y van todo el tiempo. Pero salió todo al
revés. Un juego de espejos donde ambos se anularon –se repartieron la pelota y
ninguno sabe jugar sin ella– en un duelo tenso, equilibrado, frenético en la
mitad, pero sin llegadas ni emociones. Nadie brilló. Ni siquiera Messi.
El resto, a años luz, salvo por las ganas, la pasión por pelear cada pelota.
Parecía imposible que en el juego, Argentina y Chile se sacaran ventaja.
Los de Sampaoli disimularon su menor calidad individual con una mejor
estructura de equipo. Se nota su trabajo. Chapeau por eso. Los penales, por más
que consagren héroes o villanos, sirven para que alguien ocupe el papel de ganador
para la foto. Nada más. Para mí, es un tema de buena o mala suerte. Analizar
eso no tiene sentido.
Es notable lo de Chile. Sampaoli copió de Bielsa algunos tics:
la obsesión, la intensidad emocional, cierta predilección por el secretismo, un
discurso monocorde, racional. Lo que logró tiene mucho mérito: su equipo se
despliega en la cancha con la velocidad de un equipo europeo y los suyos suplen
su falta de envergadura física por una dinámica infernal que parece caótica,
pero no es otra cosa que un orden oculto para el no iniciado.
Son, afirman, la mejor generación de su historia. Tal vez. Vidal,
Valdivia, Medel, Alexis, Isla, Bravo, todos en realidad, parecen más de los que
son, metidos en ese esquema que acelera como el Mercedes de Hamilton cuando se
apagan las luces rojas. El problema es cuando lo atacan. Un retroceso a mil no
siempre garantiza la precisión necesaria. Los tres centrales quedan expuestos y
los laterales, dos trenes lanzados hacia campo rival, pueden llegar un segundo
tarde o medio metro después, lo que en fútbol es… fatal. Lástima grande que
Argentina no haya sabido aprovechar ese punto flojo.
El clima, antes de la final, se enrareció hasta que la tensión llegó a
su punto máximo cuando ciertos grupitos de imbéciles –posando para millones en
los medios– cantaban estúpidas rimas y mostraban carteles muy agresivos sobre
cuestiones políticas que exceden, por mucho, una simple competencia deportiva.
No fue gracioso que los chilenos hablen de cobardía en el tema Malvinas,
ni que los argentinos celebren, con la melodía de Creedence, que a ellos “se
les viene el mar” por traidores y socios de los ingleses. Parece que nadie
recuerda quiénes eran gobierno en ambos países durante esos años de plomo y
cómo, con la excusa de esas islas perdidas del sur y la Antártida como objetivo
estratégico, Pinochet y Videla estuvieron a punto de declararse una guerra
idiota que, con mucha presión diplomática y la virtuosa muñeca política del
Vaticano, se evitó con aquella “lucecita de esperanza” del frágil cardenal
Samoré.
El fútbol es un imán para esta clase de subnormales disfrutan agitando
viejas cuestiones nacionalistas en cada torneo internacional. Patéticos. Los
chilenos, allá ellos. Me haré cargo de mis compatriotas, por así decirlo. Y
seré yo, Chile, el que te diga qué se siente.
Se siente, y mucho, si recuerdo a Amanda y, con ella, las bellas
canciones de Violeta Parra. Siento cuando suena el piano de Claudio Arrau en mi
living o miro, hipnotizado, una tela de Roberto Matta. Me emociono cuando
tarareo por enésima vez: “…un niño juega en la escuela Santa María, si juega a
buscar tesoros, ¿qué encontraría?”, de Los Quilapayún. Disfruto releyendo a
Neruda o a Bolaño. Y sufro cuando pienso en la última bala para el Chicho
Allende y en el Estadio Nacional convertido, en 1973, en una cárcel grande como
un mundo donde una bota destrozó las manos de Víctor Jara sólo por cantar lo
que ellos ya no querían oír.
Eso se siente, Chile. Placer por lo compartido, dolor por lo sufrido,
esperanza por lo que vendrá. Y la certeza que la triste imagen de Pinochet,
Videla o la jauría de energúmenos que aún piensan –creen pensar– como ellos, ya
no significan nada. Basta de esa basura nacionalista. Apesta.
Discúlpenme pero tenía que decirlo. Lo tenía atragantado, maldito sea.
En fin. Chile es el campeón. Pero Argentina es más y lo demostrará
pronto. Cuando sume más entrenamientos, refuerce conceptos, y tenga la idea más
desarrollada. No pienso darme vuelta por dos penales de morondanga errados y
una final tensa, dura, pareja, que era para cualquiera.
Por cierto: los que ahora quieran divertirse llamando pecho frío a Messi
o quieran echar a Martino por dejarlo afuera a Tevez, adelante. Eso sí, no
cuenten conmigo.
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