Por Carlos Fuentes |
Cuando lo leí por
primera vez, en Buenos Aires, y yo sólo tenía quince años de edad, Borges me
hizo sentir que escribir en español era una aventura mayor, e incluso un mayor
riesgo, que escribir en inglés. La razón es que el idioma inglés posee una
tradición ininterrumpida, en tanto que el castellano sufre de un inmenso hiato
entre el último gran poeta del Siglo de Oro, que fue una monja mexicana del
siglo XVII, Sor Juana Inés de la Cruz, y el siguiente gran poeta, que fue Rubén
Darío, un nicaragüense andariego de fines del siglo XIX; y una interrupción
todavía más grande entre la más grande novela, la novela fundadora del
Occidente, Don Quijote, y los siguientes
grandes novelistas, Galdós y Clarín, en el siglo XIX.
Borges abolió las
barreras de la comunicación entre las literaturas, enriqueció nuestro hogar
lingüístico castellano con todas las tesorerías imaginables de la literatura de
Oriente y Occidente, y nos permitió ir hacia adelante con un sentimiento de
poseer más de lo que habíamos escrito, es decir, todo lo que habíamos leído, de
Homero a Milton y a Joyce. Acaso todos, junto con Borges, eran el mismo vidente
ciego.
Borges intentó una
síntesis narrativa superior. En sus cuentos, la imaginación literaria se
apropió todas las tradiciones culturales a fin de darnos el retrato más
completo de todo lo que somos, gracias a la memoria presente de cuanto hemos
dicho. Las herencias musulmana y judía de España, mutiladas por el absolutismo
monárquico y su doble legitimación, la fe cristiana y la pureza de la sangre,
reaparecen, maravillosamente frescas y vitales, en las narraciones de Borges.
Seguramente, yo no habría tenido la revelación, fraternal y temprana, de mi
propia herencia hebrea y árabe, sin historias como En busca de Averroes, El Zahir y El acercamiento a Almotásim.
Decidí también
nunca conocer personalmente a Borges. Decidí cegarme a su presencia física
porque quería mantener, a lo largo de mi vida, la sensación prístina de leerlo
como escritor, no como contemporáneo, aunque nos separasen cuatro décadas entre
cumpleaños y cumpleaños. Pero cuatro décadas, que no son nada en la literatura,
sí son mucha vida. ¿Cómo envejecería Borges, tan bien como algunos, o tan mal
como otros? A Borges yo lo quería sólo en sus libros, visible sólo en la
invisibilidad de la página escrita, una página en blanco que cobraría
visibilidad y vida sólo cuando yo leyese a Borges y me convirtiese en Borges…
Y mi siguiente
decisión fue que, un día, confesaría mi confusión al tener que escoger sólo uno
o dos aspectos del más poliédrico de los escritores, consciente, de que al
limitarme a un par de aspectos de su obra, por fuerza sacrificaré otros que,
quizás, son más importantes. Aunque quizás pueda reconfortarnos la reflexión de
Jacob Bronowsky sobre el ajedrez: Las movidas que imaginamos mentalmente y
luego rechazamos son parte integral del juego, tanto como las movidas que
realmente llevamos a cabo. Creo que esto también es cierto de la lectura de
Borges.
Pues en verdad, el
repertorio borgeano de los posibles y los imposibles es tan vasto, que se
podrían dar no una sino múltiples lecturas de cada posibilidad o imposibilidad
de su canon.
Borges el escritor
de literatura detectivesca, en la cual el verdadero enigma es el trabajo mental del detective en
contra de sí mismo, como si Poirot investigara a Poirot, o Sherlock Holmes
descubriese que Él es Moriarty.
Pero a su lado se
encuentra Borges el autor de historias fantásticas,
iluminadas por su celebrada opinión de que la teología es una rama de la
literatura fantástica. Ésta, por lo demás, sólo tiene cuatro temas posibles: la
obra dentro de la obra; el viaje en el tiempo; el doble; y la invasión de la
realidad por el sueño.
Lo cual me lleva a
un Borges dividido entre cuatro:
Borges el soñador
despierta y se da cuenta de que ha sido soñado por otro.
Borges el filósofo crea una
metafísica personal cuya condición consiste en nunca degenerar en sistema.
Borges el poeta se asombra
incesantemente ante el misterio del mundo, pero, irónicamente, se compromete en
la inversión de lo misterioso (como un guante, como un globo), de acuerdo con
la tradición de Quevedo: «Nada me asombra. El mundo me ha hechizado»
Borges el autor de
la obra dentro de la obra es el autor de Pierre Menard que es el autor de Don Quijote que es
el autor de Cervantes que es el autor de Borges que es el autor de…
El viaje en el
tiempo, no uno, sino múltiples tiempos, el jardín de senderos que se bifurcan,
«infinitas series de tiempo… una red creciente y vertiginosa de tiempos
divergentes, convergentes y paralelos. Esa trama de tiempos que se aproximan,
se bifurcan, se cortan o se ignoran, abarca todas las
posibilidades. No existimos en la mayoría de esos tiempos; en algunos existe
usted y no yo; en otros, yo, no usted; en otros, los dos…».
Y finalmente, el doble.
«Hace años —escribe
Borges y acaso escribo yo— yo traté de librarme de él y pasé de las mitologías
del arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos son
de Borges ahora y tendré que idear otras cosas», escribe él, escribo yo y
escribimos los dos, Borges y yo, infinitamente: «No sé cuál de los dos escribe
esta página».
Es cierto: cuando
Borges escribe esta célebre página, Borges y yo, el otro Borges es otro autor
—la tercera persona, él— pero también es otro lector —la primera persona, yo— y
el apasionado producto de esta unión sagrada a veces, profana otras: Tú, Lector
Elector.
De esta genealogía
inmensamente rica de Borges como poeta, soñador, metafísico, doble, viajero
temporal y poeta, escogeré ahora el tema más humilde del libro, el pariente
pobre de esta casa principesca: Borges el escritor argentino, el escritor
latinoamericano, el escritor urbano latinoamericano. Ni lo traiciono ni lo
reduzco. Estoy perfectamente consciente de que quizás otros asuntos son más
importantes en su escritura que la cuestión de saber si en efecto es un
escritor argentino, y de ser así, cómo y por qué.
Pero toda vez que
se trata de un tema que preocupó al propio Borges (testigo: su célebre
conferencia sobreEl escritor argentino y la tradición)
quisiera acercarme, de pasada, a Borges hoy, cuando los linajes más virulentos
del nacionalismo literario han sido eliminados del cuerpo literario de la
América Latina, a través de unas palabras que él escribió hace unos cincuenta
años: «Todo lo que hagamos con felicidad los escritores argentinos pertenecerá
a la tradición argentina».
En Argentina,
circundado por la llanura chata e interminable, el escritor sólo puede evocar
el solitario ombú. Borges inventa por ello un espacio, el Aleph, donde pueden
verse, sin confundirse, «todos los lugares del orbe, vistos desde todos los
ángulos».
Yo puedo hacer lo
mismo en la capilla indobarroca de Tonantzintla, sin necesidad de escribir una
línea. Borges debe inventar el jardín de senderos que se bifurcan, donde el
tiempo es una serie infinita de tiempos. Yo puedo mirar eternamente el
calendario azteca en el Museo de Antropología de la Ciudad de México hasta
convertirme en tiempo —pero no en literatura.
Y sin embargo, a
pesar de estas llamativas diferencias que, prima facie, me exceptúan de tener
que imaginar a Tlön, Uqbar u Orbis Tertius pero que imponen la imaginación de
la ausencia a un escritor argentino como Borges, un mexicano y un argentino
compartimos un lenguaje, sin duda, aunque también compartimos un ser dividido,
un doble dentro de cada nación o, para parafrasear a Disraeli, las dos naciones
dentro de cada nación latinoamericana y dentro de la sociedad latinoamericana
en su conjunto, del Río Bravo al Estrecho de Magallanes.
Dos naciones,
urbana y agraria, pero también real y legal. Y entre ambas, a horcajadas entre
la nación real y la nación legal, la ciudad, partícipe así de la cultura urbana
como de la agraria. Nuestras ciudades, compartiendo cada vez más los problemas,
pero intentando resolverlos con una imaginación literaria sumamente variada, de
Gonzalo Celorio en México a Nélida Piñon en Brasil, de José Donoso en Chile a
Juan Carlos Onetti en Uruguay.
Sin embargo,
consideremos que acaso todos los proyectos de salvación del interior agrario
—la segunda nación— han provenido de la primera nación y sus escritores urbanos,
de Sarmiento en la Argentina a Da Cunha en Brasil a Gallegos en Venezuela.
Cuando, contrariamente, tales proyectos han surgido, como alternativas
auténticas, de la segunda nación profunda, la respuesta de la primera nación
centralista ha sido la sangre y el asesinato, de la respuesta a Túpac Amaru en
el Alto Perú en el siglo XVIII, a la respuesta a Emiliano Zapata en Morelos en
el siglo XX.
Consideremos
entonces a Borges como escritor urbano, más particularmente como escritor
porteño, inscrito en la tradición de la literatura argentina.
Entre dos vastas
soledades —la pampa y el océano—, el silencio amenaza a Buenos Aires y la
ciudad lanza entonces su exclamación: ¡Por favor, verbalícenme!
Borges verbaliza a
Buenos Aires en una breve narración, La muerte y la brújula,
donde, en pocas páginas, el autor logra entregarnos una ciudad del sueño y la
muerte, de la violencia y la ausencia, del crimen y la desaparición, del
lenguaje y el silencio…
¿Cómo lo hace?
Borges ha descrito
a la muerte como la oportunidad de redescubrir todos los instantes de nuestras
vidas y recombinarlos libremente como sueños. Podemos lograr esto, añade, con
el auxilio de Dios, nuestros amigos y Guillermo Shakespeare.
Si el sueño es lo
que, al cabo, derrota a la muerte dándole forma a todos los instantes de la
vida, liberados por la propia muerte, Borges naturalmente emplea lo onírico
para ofrecernos su propia, y más profunda, visión de su ciudad: Buenos Aires.
En La muerte y la brújula, sin embargo, Buenos Aires
nunca es mencionada. Pero —sin embargo seguido— es su más grande y más poética
visión de su propia ciudad, mucho más que en cuentos de aproximación
naturalista, como Hombre de la esquina rosada.
Él mismo lo explica
diciendo que La muerte y la brújula es una
especie de súcubo en la que se hallan elementos de Buenos Aires, pero
deformados por la pesadilla… «Pese a los nombres alemanes o escandinavos,
ocurre en un Buenos Aires de sueños: la torcida Rue de Toulon es el Paseo de
Colón». Borges piensa en las casas de campo de Adrogué y las llama
Triste-le-Roy. Cuando la historia fue publicada, sus amigos le dijeron que en
ella encontraron el sabor de los suburbios de Buenos Aires. Ese sabor estaba
allí, dice Borges, porque él no se propuso meterlo allí de la misma manera que El Corán es un libro árabe aunque en él no aparece
un solo camello. Borges se abandonó al sueño. Al hacerlo, logró lo que, nos
dice, durante años había buscado en vano…
Buenos Aires es lo
que había buscado, y su primer libro de poemas nos dice cómo lo había buscado,
con fervor, Fervor de Buenos Aires. Pero la
realidad de Buenos Aires sólo se ha hecho presente, al cabo, mediante un sueño,
es decir, mediante la imaginación. Yo también busqué, siendo muy joven, esa
ciudad y sólo la encontré, como Borges, en estas palabras de La muerte y la brújula: «El tren paró en una silenciosa
estación de cargas. [Él] bajó. Era una de esas tardes desiertas que parecen
amaneceres».
Esta metáfora,
cuando la leí, se convirtió en la leyenda de mi propia relación con Buenos
Aires: el instante delicado y fugitivo, como diría Joyce, la súbita realidad
espiritual que aparece en medio del más memorable o del más corriente de
nuestros días. Siempre frágil, siempre pasajera: es la epifanía.
A ella me acojo, al
tiempo que, razonablemente, digo que a través de estos autores argentinos, A de
Aira, B de Bianco, Bioy y Borges —las tres Bees, aunque no las Tres Abejas— y C
de Cortázar, comprendo que la presencia bien puede ser un sueño, el sueño una
ficción y la ficción una historia renovable a partir de la ausencia.
La ficción
argentina es, en su conjunto, la más rica de Hispanoamérica. Acaso ello se deba
al clamor de verbalización que mencioné antes. Pero al exigir palabras con
tanto fervor, los escritores del Río de la Plata crean una segunda historia,
tan válida como y acaso más que la primera historia. Esto es lo que Jorge Luis
Borges logra en La muerte y la brújula, obligándonos a adentrarnos más y más en
su obra.
¿Cómo procede
Borges para inventar la segunda historia, convirtiéndola en un pasado tan
indispensable como el de la verdadera historia? Una respuesta inmediata sería
la siguiente: Al escritor no le interesa la historia épica, es decir, la
historia concluida, sino la historia novelística, inconclusa, de nuestras
posibilidades y ésta es la historia de nuestras imaginaciones.
La ensayista
argentina Beatriz Sarlo sugiere esta seductora teoría: Borges se ha venido
apropiando, sólo para irlas dejando atrás, numerosas zonas de legitimación,
empezando con la pampa, que es la tierra de sus antepasados: «Una amistad
hicieron mis abuelos / con esta lejanía / y conquistaron la intimidad de la
pampa». En seguida la ciudad de Buenos Aires: «Soy hombre de ciudad, de barrio,
de calle…», «Las calles de Buenos Aires ya son la entraña de mi alma» para
culminar con la invención de las orillas, la
frontera entre lo urbano y lo rural que antes mencioné y que le permite a
Borges instalarse, orillero eterno, en los márgenes, no ya de la historia
argentina, sino de las historias europeas y asiáticas también. Ésta es la
legitimación final de la escritura borgeana.
Pero si esta
trayectoria es cierta en un sentido crítico, en otro produce un resultado de
coherencia perfecta con la militancia de Borges en la vanguardia modernista de
su juventud: El proyecto de dejar atrás el realismo mimético, el folklore y el
naturalismo.
No olvidemos que
Borges fue quien abrió las ventanas cerradas en las recámaras del realismo
plano para mostrarnos un ancho horizonte de figuras probables, ya no de
caracteres clínicos. Éste es uno de sus regalos a la literatura
hispanoamericana. Más allá de los sicologismos exhaustos y de los mimetismos
constrictivos, Borges le otorgó el lugar protagónico al espejo y al laberinto,
al jardín y al libro, a los tiempos y a los espacios.
Nos recordó a todos
que nuestra cultura es más ancha que cualquier teoría reductivista de la misma
—literaria o política—. Y que ello es así porque la realidad es más amplia que
cualquiera de sus definiciones.
Más allá de sus
obvias y fecundas deudas hacia la literatura fantástica de Felisberto Hernández
o hacia la libertad lingüística alcanzada por Macedonio Fernández, Borges fue
el primer narrador de lengua española en las Américas (Machado de Assis ya lo
había logrado, milagrosamente, en la lengua portuguesa del Brasil) que
verdaderamente nos liberó del naturalismo y que redefinió lo real en términos
literarios, es decir, imaginativos. En literatura, nos confirmó Borges, la
realidad es lo imaginado.
Esto es lo que he
llamado, varias veces, la Constitución Borgeana: Confusión de todos los
géneros, rescate de todas las tradiciones, creación de un nuevo paisaje sobre
el cual construir las casas de la ironía, el humor y el juego, pero también una
profunda revolución que identifica a la libertad con la imaginación y que, a
partir de esta identificación, propone un nuevo lenguaje.
Borges nos enseñó a
comprender, en primer lugar, la realidad relativista aunque incluyente del
tiempo y el espacio modernos. No puede haber sistemas de conocimiento cerrados
y autosuficientes, porque cada observador describirá cualquier acontecimiento
desde una perspectiva diferente. Para hacerlo, el observador necesita hacer uso
de un lenguaje. Por ello, el tiempo y el espacio son elementos de lenguaje
necesarios para que el observador describa su entorno (su «circunstancia»
orteguiana).
El espacio y el
tiempo son lenguaje.
El espacio y el
tiempo constituyen un sistema descriptivo abierto y relativo.
Si esto es cierto,
el lenguaje puede alojar tiempos y espacios diversos, precisamente los «tiempos
divergentes, convergentes y paralelos» del Jardín de senderos que se
bifurcan, o los espacios del Aleph, donde todos
los lugares son y pueden ser vistos simultáneamente.
De este modo, el tiempo
y el espacio se convierten, en las ficciones de Borges, en protagonistas, con
los mismos títulos que Tom Jones o Anna Karenina en la literatura realista. Pero
cuando se trata de Borges, nos asalta la duda: ¿son solamente todo tiempo y
todo espacio —inclusivos— o son también nuestro tiempo y nuestro espacio
—relativos?
Borges, escribe
André Maurois, se siente atraído por la metafísica, pero no acepta la verdad de
sistema alguno. Este relativismo lo aparta de los proponentes europeos de una
naturaleza humana universal e invariable que, finalmente, resulta ser sólo la
naturaleza humana de los propios ponentes europeos —generalmente miembros de la
clase media ilustrada—. Borges, por lo contrario, ofrece una variedad de
espacios y una multiplicación de temas, cada uno distinto, cada uno portador de
valores que son el producto de experiencias culturales únicas pero en
comunicación con otras. Pues en Europa o en América —Borges y Alfonso Reyes lo
entendieron inmediatamente en nuestro siglo, a favor de todos nosotros—, una
cultura aislada es una cultura condenada a desaparecer.
En otras palabras:
Borges le hace explícito a nuestra literatura que vivimos en una diversidad de
tiempos y espacios, reveladores de una diversidad de culturas. No está solo,
digo, ni por sus antepasados, de Vico a Alberdi, ni por su eminente y fraternal
conciudadano espiritual, Reyes, ni por los otros novelistas de su generación o
próximos a ella. Borges no alude a los componentes indios o africanos de
nuestra cultura: Miguel Ángel Asturias o Alejo Carpentier se encargan de eso.
Pero quizás sólo un argentino —desesperado verbalizador de ausencias— pudo
echarse a cuestas la totalidad cultural del Occidente a fin de demostrar, no sé
si a pesar de sí mismo, la parcialidad de un eurocentrismo que en otra época
nuestras repúblicas aceptaron formalmente, pero que hoy ha sido negado por la
conciencia cultural moderna.
Pero aun cuando
Borges no se refiere temáticamente a este o aquel asunto latinoamericano, en
todo momento nos ofrece los instrumentos para re-organizar, amplificar y
caminar hacia adelante en nuestra percepción de un mundo mutante cuyos centros
de poder, sin tregua, se desplazan, decaen y renuevan. Qué lástima que estos
mundos nuevos rara vez estén de acuerdo con la tierna aspiración borgeana: «Una
sociedad secreta, benévola… surgió para inventar un país».
Entretanto,
enigmática, desesperada y despertante, la Argentina es parte de la América
española. Su literatura pertenece al universo de la lengua española: el reino
de Cervantes. Pero la literatura hispanoamericana también es parte de la
literatura mundial, a la que le da y de la cual recibe.
Borges junta todos
estos cabos. Pues cuando afirmo que la narrativa argentina es parte de la
literatura de Hispanoamérica y del mundo, sólo quiero recordar que es parte de
una forma incompleta, la forma narrativa que por definición nunca es, sino que
siempre está siendo en una arena donde las historias distantes y los lenguajes
conflictivos pueden reunirse, trascendiendo la ortodoxia de un solo lenguaje,
una sola fe o una sola visión del mundo, trátese, en nuestro caso particular,
de lenguajes y visiones de las teocracias indígenas, de la contra-reforma
española, de la beatitud racionalista de la Ilustración, o de los
cresohedonismos corrientes, industriales y aun post-industriales.
Todo esto me
conduce a la parte final de lo que quiero decir: el acto propiamente literario,
el acontecimiento de Jorge Luis Borges escribiendo sus
historias.
El crítico ruso
Mijail Bajtin, quizás el más grande teórico de la novela en el siglo XX, indica
que el proceso de asimilación entre la novela y la historia pasa,
necesariamente, por una definición del tiempo y el espacio. Bajtin llama a esta
definición el cronotopo —cronos, tiempo y topos, espacio—. En el cronotopo se
organizan activamente los acontecimientos de una narración. El cronotopo hace
visible el tiempo de la novela en el espacio de la novela. De ello depende la
forma y la comunicabilidad de la narración.
De allí, una vez
más, la importancia decisiva de Borges en la escritura de ficción en
Hispanoamérica. Su economía e incluso su desnudez retórica, tan alabadas, no
son, para mí, virtudes en sí mismas. A veces sólo se dan a costa de la densidad
y la complejidad, sacrificando el agustiniano derecho al error. Pero esta
brevedad, esta desnudez, sí hacen visibles la arquitectura del tiempo y del
espacio. Establecen al cronotopo, con la venia del lector, como la estrella del
firmamento narrativo.
En El Aleph y en Tlön, Uqbar, Orbis Tertius,
el protagonista es el espacio, con tantos méritos como el de la heroína de una
novela realista. Y el tiempo lo es en Funes el memorioso, Los inmortales y El jardín de senderos que se
bifurcan. Borges, en todas estas historias, observa un tiempo y un
espacio totales que, a primera vista, sólo podrían ser aproximados mediante un
conocimiento total. Borges, sin embargo, no es un platonista, sino una especie
de neoplatonista perverso. Primero postula una totalidad. En seguida, demuestra
su imposibilidad.
Un ejemplo
evidente. En La Biblioteca de Babel, Borges nos
introduce en una biblioteca total que debería contener el conocimiento total
dentro de un libro total. En primer término, nos hace sentir que el mundo del
libro no está sujeto a las exigencias de la cronología o a las contingencias
del espacio. En una biblioteca están presentes todos los autores y todos los
libros, aquí y ahora, cada libro y cada autor contemporáneos en sí mismos y
entre sí, no sólo dentro del espacio así creado (el Aleph, la Biblioteca de
Babel) sino también dentro del tiempo: los lomos de Dante y Diderot se apoyan
mutuamente, y Cervantes existe lado a lado con Borges. La biblioteca es el
lugar y el tiempo donde un hombre es todos los hombres y donde todos los
hombres que repiten una línea de Shakespeare son Shakespeare.
¿Podemos entonces
afirmar que la totalidad de tiempo y espacio existe aquí, dentro de una
biblioteca que idealmente debería contener un solo libro que es todos los
libros, leído por un solo lector que es todos los lectores?
La respuesta
dependería de otra pregunta: ¿Quién percibe esto, quién puede, simultáneamente,
tener un libro de Cervantes en una mano, un libro de Borges en la otra y
recitar, al mismo tiempo, una línea de Shakespeare? ¿Quién posee esta libertad?
¿Quién es no sólo uno sino muchos? ¿Quién, incluso cuando el poema, como dijo
Shelley, es uno y universal, es quien lo lee? ¿Quién, incluso cuando, de
acuerdo con Emerson, el autor es el único autor de todos los libros jamás escritos,
es siempre diverso? ¿Quién, después de todo, los lee: al libro y al autor? La
respuesta, desde luego es: Tú, el lector. O Nosotros, los lectores.
De tal forma que
Borges ofrece un libro, un tiempo, un espacio, una biblioteca, un universo,
únicos, totales, pero vistos y leídos y vividos por muchos lectores, leyendo en
muchos lugares y en tiempos múltiples. Y así, el libro total, el libro de
libros, justificación metafísica de la biblioteca y el conocimiento totales,
del tiempo y el espacio absolutos, son imposibles, toda vez que la condición
para la unidad de tiempo y espacio en cualquier obra literaria es la pluralidad
de las lecturas, presentes o futuras: en todo caso, potenciales.
El lector es la
herida del libro que lee: por su lectura se desangra toda posibilidad
totalizante, ideal, de la biblioteca en la que lee, del libro que lee, o
incluso la posibilidad de un solo lector que es todos. El lector es la herida
de Babel. El lector es la fisura en la torre de lo absoluto.
Borges crea
totalidades herméticas. Son la premisa inicial, e irónica, de varios cuentos
suyos. Al hacerlo, evoca una de las aspiraciones más profundas de la humanidad:
la nostalgia de la unidad, en el principio y en el fin de todos los tiempos.
Pero inmediatamente, traiciona esta nostalgia idílica, esta aspiración
totalitaria, y lo hace, ejemplarmente, mediante el incidente cómico, mediante
el accidente particular.
Funes el memorioso es la víctima
de una totalidad hermética. Lo recuerda todo. Por ejemplo: siempre sabe qué hora
es, sin necesidad de consultar el reloj. Su problema, a fin de no convertirse
en un pequeño dios involuntario, consiste en reducir sus memorias a un número
manejable: digamos, cincuenta o sesenta mil artículos del recuerdo. Pero esto
significa que Funes debe escoger y representar. Sólo que, al hacerlo, demuestra
estéticamente que no puede haber sistemas absolutos o cerrados de conocimiento.
Sólo puede haber perspectivas relativas a la búsqueda de un lenguaje para
tiempos y espacios variables.
La verdad es que
todos los espacios simultáneos de El Aleph no
valen un vistazo de la hermosa muerta, Beatriz Viterbo, una mujer en cuyo andar
había «una como graciosa torpeza, un principio de éxtasis», aunque también
había en ella «una clarividencia casi implacable», compensada por
«distracciones, desdenes, verdaderas crueldades».
Borges: La búsqueda
del tiempo y el espacio absolutos ocurren mediante un repertorio de
posibilidades que hacen de lo absoluto, imposible o, si se prefiere, relativo.
En el universo de
Tlön, por ejemplo, todo es negado: «el presente es indefinido… el futuro no
tiene realidad sino como esperanza presente… el pasado no tiene realidad sino
como recuerdo presente». Pero esta negación de un tiempo tradicional —pasado,
presente y futuro—, ¿no le da un valor supremo al presente como tiempo que no
sólo contiene, sino que le da su presencia más intensa, la de la vida, al
pasado recordado aquí y ahora, al futuro deseado hoy? El repertorio es
inagotable.
En Las ruinas circulares, pasado, presente y futuro son
afirmados como simultaneidad mientras, de regreso en Tlön, otros declaran que
todo tiempo ya ocurrió y que nuestras vidas son sólo «el recuerdo o reflejo
crepuscular, y sin duda falseado y mutilado, de un proceso irrecuperable».
Estamos en el
universo borgeano de la crítica creativa, donde sólo lo que es escrito es real,
pero lo que es escrito quizás ha sido inventado por Borges. Por ello, resulta
tranquilizador que una nota a pie de página recuerde la hipótesis de Bertrand
Russell, según la cual el universo fue creado hace apenas algunos minutos y
provisto de una humanidad que «recuerda» un pasado ilusorio.
Sin embargo, pienso
que la teoría más borgeana de todas es la siguiente: «La historia del universo…
es la escritura que produce un dios subalterno para entenderse con un demonio».
Todo lo cual quiere
decir, en última instancia, que cada uno de nosotros, como Funes, como Borges,
tú y yo, sus lectores, debemos convertirnos en artistas: escogemos,
relativizamos, elegimos: somos Lectores y Electores. El cronotopo absoluto, la
esencia casi platónica que Borges invoca una y otra vez en sus cuentos, se
vuelve relativo gracias a la lectura. La lectura hace gestos frente al espejo
del Absoluto, le hace cosquillas a las costillas de lo Abstracto, obliga a la
Eternidad a sonreír. Borges nos enseña que cada historia es cosa cambiante y
fatigable, simplemente porque, constantemente, está siendo leída. La historia
cambia, se mueve, se convierte en su(s) siguiente(s) posibilidad(es), de la misma
manera que un hombre puede ser un héroe en una versión de la batalla, y un
traidor en la siguiente.
En El jardín de senderos que se bifurcan, el narrador
concibe cada posibilidad del tiempo, pero se siente obligado a reflexionar que
«todas las cosas le suceden a uno precisamente, precisamente ahora. Siglos de
siglos y sólo en el presente ocurren los hechos».
Sólo en el presente
leemos la historia. Y aun cuando la historia se presente como la única versión
verdadera de los hechos, nosotros, los lectores, subvertimos inmediatamente
semejante pretensión unitaria. El narrador de El jardín…, por
ejemplo, lee, dentro de la historia, dos versiones «del mismo capítulo épico».
Es decir: lee no sólo la primera versión, la ortodoxa, sino una segunda versión
heterodoxa. Escoge «su» capítulo épico o coexistente, si así lo desea, con
ambas, o con muchas, historias.
En términos
históricos latinoamericanos, esto quiere decir que el lector de Borges no sólo
lee la Conquista sino la Contraconquista, no sólo la Reforma, sino la Contra
Reforma y ciertamente, en términos aún más borgeanos, no sólo lee la
Revolución, sino también la Contra Revolución.
El narrador de El jardín… en verdad, no hace más que definir a la
novela en trance de separarse de la épica. Pues la novela podría definirse, por
supuesto, como la segunda lectura del capítulo épico. La épica, según Ortega y
Gasset, es lo que ya se conoce. La novela es el siguiente viaje de Ulises, el
viaje hacia lo que se ignora. Y si la épica, como nos dice Bajtin, es el cuento
de un mundo concluido, la novela es la azarosa lectura de un mundo naciente: la
renovación del Génesis mediante la renovación del género.
Por todos estos
impulsos, la novela es un espejo que refleja la cara del lector. Y como Jano,
el lector de novelas tiene dos caras. Una mira hacia el futuro, la otra hacia
el pasado. Obviamente, el lector mira al futuro. La novela tiene como materia
lo incompleto, es la búsqueda de un nuevo mundo en el proceso de hacerse. Es el
mundo de Napoleón Bonaparte y sus hijos, Julien Sorel, Rastignac, Becky Sharp.
Son los hijos de Waterloo. Pero a través de la novela, el lector encarna
también el pasado, y es invitado a descubrir la novedad del pasado, la novedad
de Don Quijote y sus descendientes: somos los hijos de La Mancha.
La tradición de La
Mancha es la otra tradición de la novela, la tradición oculta, en la que la
novela celebra su propio génesis gracias a las bodas de tradición y creación.
Cervantes oficia en el inicio mismo de esta ceremonia narrativa, que alcanza
una de sus cumbres contemporáneas en la obra de Jorge Luis Borges gracias a una
convicción y práctica bien conocidas de sus ficciones: la práctica y la convicción
de que cada escritor crea sus propios antepasados.
Cuando Pierre
Menard, en una famosa historia de Borges, decide escribir Don Quijote, nos está diciendo que en literatura la
obra que estamos leyendo se convierte en nuestra propia creación. Al leerlo,
nos convertimos en la causa de Cervantes. Pero a través de nosotros, los
lectores, Cervantes o, en su caso, Borges, se convierten en nuestros
contemporáneos, así como en contemporáneos entre sí.
En la historia de Pierre Menard autor de Don Quijote, Borges sugiere que
la nueva lectura de cualquier texto es también la nueva escritura de ese mismo
texto, que ahora existe en ese anaquel junto con todo lo que ocurrió entre su
primer y sus siguientes lectores.
Lejos de las
historias petrificadas que con los puños llenos de polvo archivado lanzan
anatemas contra la literatura, la historia de Borges le ofrece a sus lectores
la oportunidad de re-inventar, re-vivir el pasado, a fin de seguir inventando
el presente. Pues la literatura se dirige no sólo a un futuro misterioso, sino
a un pasado igualmente enigmático. El enigma del pasado nos reclama que lo
releamos constantemente. El futuro del pasado depende de ello.
Creo, con Borges,
que el significado de los libros no está detrás de nosotros. Al contrario: nos
encara desde el porvenir. Y tú, el lector, eres el autor de Don Quijote porque cada lector crea su libro,
traduciendo el acto finito de escribir en el acto infinito de leer.
De La gran novela
latinoamericana
Selección: Agensur.info
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