Por Natalio Botana |
El primer umbral de nuestro régimen político es la
democracia electoral. Los millones de electores que lo trasponen depositando su
voto deberían tener la certeza de que dicho pasaje se ha hecho con
transparencia. La Argentina tuvo que soportar períodos de fraude y
deslegitimación de la República tan dañinos como duraderos.
Por eso, cuando
instauramos esta democracia hace más de treinta años, el suelo electoral sobre
el que se asienta la soberanía del pueblo fue un punto de partida indiscutible,
sin fraudes ni proscripciones, sin manipulaciones ni agachadas.
Lo que pasó en Santa Fe el domingo pasado es un llamado de
atención, no tanto porque se haya cometido fraude sino por la circunstancia de
no producir un escrutinio con solvencia. Cuesta decirlo, pero éste es otro
signo de insuficiencia institucional. Por lo demás, el hecho de que la
provincia de Santa Fe se haya transformado en un distrito partido en tres
tendencias electorales es otro llamado atención. La democracia inyecta, en
efecto, una dosis de incertidumbre que aumenta a medida que la opinión pública
se diversifica.
Esto no significa que el país siga el curso de un pluralismo
que, de paso, nos advierte que no siempre los oficialismos ganan y, si lo
hacen, rubrican una victoria estrechísima con impugnaciones y el rechazo de más
del 60% del electorado. Significa, en cambio, que nadie se puede arrogar de
antemano triunfos que los consultores y encuestadores dan por descontado. Acaso
valdría la pena preguntarse acerca del costo que supone en dinero y desviación
de recursos públicos esta proliferación de expertos que creen tener en sus
manos las claves del porvenir inmediato.
La dependencia de los candidatos hacia esa recolección de
opiniones -algunas desde luego más responsables que otras- nos enseña cómo la
dirigencia se deja guiar por una mirada dirigida exclusivamente a las demandas
colectivas; vale decir, a la exploración constante de lo que se cree que la
gente quiere. Daría la impresión de que se estuviese apagando la visión
opuesta, proveniente de la oferta de liderazgos bien pertrechados con atributos
personales para convencer y atraer adhesiones.
Guste o no guste, esto es lo que el oficialismo hace sin dar
respiro, apoyado en rendimientos económicos de corto plazo con emisión y
déficit, en la propaganda absorbente de cadenas de comunicación a la venezolana
y en una capacidad no desdeñable para retener su capital electoral. Habría que
atender a estas señales para no alentar en exceso las ilusiones que auguran una
incontenible marea de cambio. Si ésta es la corriente, recordemos que una cosa
es el cambio en estado latente -suma de temores, descontentos y frustraciones-
y otra, muy diferente, el cambio manifiesto a tono con liderazgos
incorporativos dispuestos a dar cauce a esos sentimientos difusos.
En esta operación reside una de las claves del sistema
representativo. De aquí las consecuencias de estas acciones. Hay muchas -Santa
Fe es una de ellas-, aunque quizá convenga destacar los contrastes cada vez más
evidentes entre la intensidad del régimen electoral, que adiciona
aceleradamente comicio tras comicio, y la opacidad que envuelve la toma de
decisiones con respecto a la integración de fórmulas presidenciales y listas de
candidatos.
No es muy novedoso este escenario: siempre hubo una línea de
reflexión en la teoría política que subrayó la malsana combinación entre
democracia y oligarquía. Por un lado, el pueblo llamado a ocupar la delantera
como protagonista principal; por otro, el pequeño núcleo de fieles a una
jefatura que, en espacios herméticos, decide y pone en juego con este método el
destino común de la ciudadanía.
En estos días somos espectadores de estas decisiones y lo perturbador
del caso es que, desde los rangos del oficialismo se siente desde hace tiempo,
ahora más que nunca, un mismo y rancio olor a encierro. El contrapunto entre la
política electoral y la política que se hace en secreto, protegida por la
encerrona del palacio, está pues en agenda.
Atrincherado tras el relato del país venturoso de la
alborada de 2003, con sus logros engordados por medio de estadísticas
falseadas, asistimos en el oficialismo a una recreación de la política de los
gobiernos electores y del control de la sucesión. En círculos concéntricos, los
rumores dan vueltas en los medios de comunicación y en las usinas supuestamente
informadas porque se ignora, hasta el instante en que la decisión desciende de
las alturas al llano, a quien corresponderá el trofeo de la candidatura. Así ha
sido entronizado Carlos Zannini.
Es cierto que esta autoridad decisoria tiende a ser
absoluta, pero lo que importa destacar en estas horas es el control que un
vicepresidente adicto puede ejercer sobre un presidente no del todo confiable
(es el drama de Scioli, cuya figura se reduce minuto a minuto en cámara
rápida). Si seguimos así, los candidatos a vicepresidente se convertirán en
comisarios de la ortodoxia, investidos de un poder amenazante en el delicado
terreno de la sucesión presidencial. Doble estructura y doble comando, como se
comprobó históricamente en los regímenes de tipo soviético.
¿Qué decir de la otra orilla de la oposición? Allí el
panorama es más complejo dado que en él coexisten la horizontalidad de los
radicales y una inclinación hacia el verticalismo en candidatos que pueden caer
en la trampa de no abrir puertas y cerrar opciones. El grupo cerrado tiene sin
duda la ventaja de la decisión rápida. En sentido contrario, esta actitud no
prospera tanto si de ella se desprende una sensación de repliegue y mezquindad.
Es preciso despejar cuanto antes estas incógnitas.
Cuando persisten estos cruces entre democracia y oligarquía,
la política puede desmoronarse presa de la desconfianza. Estos indicios fluyen
en la mayor parte de América latina. Al dar vuelta la página de un período de
holgura económica, las sociedades se rebelan y las dificultades se manifiestan
a cara descubierta. Cruje lo que parecía adquirido en aquellos que ascendieron
sobre la fragilidad de los cimientos fiscales y de la productividad de la
economía. Entonces es cuando una dirigencia cómplice en la trama viscosa de la
corrupción se siente atenazada frente a las exigencias ciudadanas de no
retroceder a épocas pasadas.
En Brasil, Fernando Henrique Cardoso ha hablado de "crisis
de legitimidad de las dirigencias". En México se reproduce el descontento
con los partidos y la fuga de una porción del electorado hacia candidaturas
nuevas e improvisadas. En Chile no faltan cuestionamientos y tampoco en Perú.
Ni hablar de España. ¿Temporada del descontento al influjo de la mutación en
los vínculos cívicos derivada de la revolución tecnológica y de las redes
sociales?
Éstas son algunas pistas de lo que podría sobrevenir entre
nosotros si la política no logra despegarse del afán de convertir a los
ciudadanos en consumidores masivos de las decisiones que se gestan a distancia.
Es posible, pero no inevitable. Lentamente, o a los saltos que impelen los
insatisfechos, las democracias abren su propio camino. Y además hay otra razón,
porque en torno al estilo oligárquico suele girar la tentación de la desmesura
-la hubris- que, tarde o temprano, genera su propia némesis: la respuesta
mediante la movilización de los insatisfechos, o a través del voto de una
ciudadanía que no tolera dirigentes predestinados. Veremos.
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