Un texto de Tomás
Eloy Martínez (1934 - 2010)
Tomás Eloy Martínez: "El periodismo es, ante todo, un acto de servicio. Es ponerse en el lugar del otro, comprender lo otro. Y, a veces, ser otro". |
Hace tres décadas, durante el apogeo de la investigación de
The Washington Post sobre el caso Watergate, lo que ya entonces se conocía como
nuevo periodismo alcanzó su punto de máxima influencia y credibilidad. Se puede
disentir con lo que después hicieron Carl Bernstein y Bob Woodward, autores de
aquellos memorables relatos impecablemente investigados, pero no con la
decencia, la tenacidad, la eficacia en la información y la calidad en la
narración que exhibió el Post al anudar los hilos de aquella historia.
Desde
entonces, el periodismo narrativo ha tropezado y ha caído más de una vez, en
los Estados Unidos y en otras latitudes, acaso por haber olvidado que narración
e investigación forman un solo haz, una alianza de acero indestructible.
No hay narración, por admirable que sea, que se sostenga sin
las vértebras de una investigación cuidadosa y certera, así como tampoco hay
investigación válida, por más asombrosa que parezca, si se pierde en los
laberintos de un lenguaje insuficiente o si no sabe cómo retener a quienes
leen, la oyen o la ven. Solas, una y otra son sustancias de hielo. Para que
haya combustión, necesitan ir aferradas de la mano. Los problemas que afectan
la calidad del periodismo, sea o no narrativo, son más o menos los mismos tanto
en este continente como al otro lado del Atlántico. Desentrañar por qué han
sucedido y pueden seguir desencadenándose es el tema de mi reflexión. Mal podré
exponer de dónde venimos si no reconozco primero el camino hacia donde vamos.
Véase lo que sucedió con la historia de Watergate, en la que
dos periodistas jóvenes, en pocos meses, alcanzaron notoriedad universal al
desatar algunos nudos de corrupción y abuso de poder. Todo empezó por algo en
apariencia insignificante: un robo en las oficinas del partido político de
oposición. Y terminó con un hecho notable: la renuncia forzada del presidente
de los Estados Unidos. El punto de partida era ínfimo; el resultado, en cambio,
fue espectacular.
Una lectura superficial de ese fenómeno hizo que muchos
llegaran a conclusiones también superficiales. Si un incidente pequeño podía,
por obra y gracia de los medios, transfigurarse en una historia mayor, entonces
—pensaron algunos— había que salir en busca del escándalo. El periodismo
narrativo parecía perfecto para alcanzar ese fin. Los dramas bien contados podían
conmover e hipnotizar a millones. En cuanto a la investigación, se llegó a
pensar que era legítimo tejer trampas aquí y allá, corregir sutilmente la
dirección de ciertos hechos, agrandar otros, inventar testigos, multiplicar las
gargantas profundas. Así fue convirtiéndose en mercancía lo que es,
esencialmente, un servicio a la comunidad. Se confundió a los lectores,
espectadores y oyentes con una muchedumbre de alfabetos a medias, cuya
inteligencia equivalía a la de un niño. En ese juego, el periodismo perdió
mucha de su credibilidad y casi toda su respetabilidad.
Me di cuenta por primera vez de que algo grave estaba
sucediendo cuando, en el Festival de Cine de Cartagena de Indias de 1997, un
periodista novato, empuñando un micrófono como si fuera la pistola Beretta de
James Bond, se acercó a Gabriel García Márquez y le preguntó si era verdad que
iban a filmar en Hollywood su último libro. “¿Cuál libro?”, preguntó García
Márquez con genuina curiosidad. “Pues cuál va a ser, el último”, dijo el
jovencito. “¿Y cuál es el último?”, insistió el autor que meses antes había
publicado Noticia de un secuestro, a sabiendas de que se venía lo peor. “Pues
cuál va a ser: ese que llaman Cien años de soledad”, explicó el muchacho, con
un aplomo que nunca vi en Norman Mailer ni en Tom Wolfe. No he sabido más del
interrogador, que fue enviado aquella noche de regreso a la escuela, pero todos
los días veo a muchos que se le parecen en las pantallas de televisión de mi
país, Argentina, o en las radios que cazo al vuelo cuando doy vueltas por
América Latina.
Suele evocarse con melancolía y con la admiración que se
siente por lo que no se tiene aquel periodismo revolucionario de los tiempos en
que empezó todo, hacia fines de los años cincuenta. Creo decididamente que ese
periodismo no era tan bueno como el que se podría hacer ahora, porque hay más
talentos que entonces y, los que hay, están intelectualmente mejor preparados.
Lo que sucede es que hemos caído, todos a la vez, en las trampas de la fiesta
neoliberal, y no solo van quedando pocos lugares donde publicar lo que se
quiere escribir, sino que a la vez (y lo uno va con lo otro) cada vez hay menos
empresarios dispuestos a arriesgar la paz de sus bolsillos y la de sus
relaciones creando medios donde la calidad de la narración vaya de la mano con
la riqueza y la sinceridad de la información. Informar bien cuesta mucho
dinero, porque requiere invertir un tiempo para el que a veces no basta una
sola persona, e informar con honestidad roza con frecuencia intereses ante los
que se preferiría estar ciego.
A diferencia de lo que sucedía hace un siglo, el periodismo
es un árbol con más ramas de las que se ven. Hace ocho décadas nació,
incipiente, el periodismo de las radios, hace medio siglo el de la televisión y
hace poco más de una década el periodismo de internet. Casi durante el mismo
tiempo se ha pronosticado la decadencia y caída del periodismo gráfico, que ha
ido asumiendo formas inesperadas, como para desmentir los vaticinios fúnebres
de las encuestas. En la reunión que celebró la Asociación Mundial de Periódicos
en Seúl, a fines de mayo pasado —donde la preocupación central fue la
proliferación de los webblogs como ejercicios descontrolados de periodismo—, se
examinó una predicción sobre la muerte de los medios masivos publicada por The
Wilsonian Quaterly, una revista de la Universidad de Princeton. Allí se
sostenía que, dado el acelerado avance de la revolución tecnológica, el
periodismo tradicional sucumbiría en el año 2040. Con sorna, el presidente de
la compañía de The New York Times, Arthur Sulzberger, respondió: “Ya que
tratamos de ser precisos, ¿por qué no somos todo lo precisos que el periodismo
nos permite? ¿Por qué decir que moriremos en el 2040? Digamos, más bien, que
moriremos el 16 de abril de 2040, y que eso sucederá a las seis de la tarde.
¿No les parece?”.
Lo que está enfermando a la profesión periodística es una
peste de narcisismo. Lamento coincidir en ese punto con el australiano Rupert
Murdoch, que tanto daño ha causado comprando medios solamente para degradarlos
y venderlos después, pero el narcisismo —del cual el propio Murdoch es un buen
ejemplo— se advierte ahora casi a cada paso. Una inmensa parte de las noticias
que se exhiben por televisión están concebidas solo como entretenimiento o, en
el mejor de los casos, como diálogos donde las preguntas no están sustentadas
por información. Y entre las radios y los periódicos se ha creado un atroz
círculo vicioso, que empieza —o termina, puesto que se trata de un círculo— con
entrevistas que las radios hacen a personajes destacados por los periódicos,
para que estos publiquen, a su vez, las reacciones de esos personajes, y así
hasta el infinito. La fiebre exhibicionista ha creado escándalos como el de
Janet Cooke, la periodista que ganó un Pulitzer en 1981 por una serie publicada
en el mismo Washington Post del caso Watergate por contar la historia de un
niño de ocho años que se inyectaba heroína con el consentimiento de la madre.
La historia era falsa y Janet Cooke tuvo que devolver el premio, pero ya había
cometido el grave daño de contarla muy bien, con lo que sembró la semilla de
una plaga que dio muchos frutos desde entonces.
En 1998 el semanario The New Republic despidió a Stephen
Glass, su editor principal, porque lo descubrió inventando datos, citas o
personas en veintisiete de sus cuarenta últimos artículos. El más famoso y
letal de todos fue el fruto que nos dio a comer Jayson Blair, reportero
estrella de The New York Times, quien entre los años 2002 y 2003 investigó por
todos los Estados Unidos una docena de noticias apasionantes sin moverse de su
escritorio, plagiando el trabajo de otros o rellenando los huecos informativos
con delirios de su propia invención. Al afán de la gloria fácil Blair unió el
pecado de la pereza, que es el pecado capital de todo buen periodista, y con el
solo arte de su indolencia descabezó de un soplo a la plana mayor de editores
de su periódico.
El periodismo narrativo les parece a muchos el atajo más
fácil y productivo hacia la fama y quién sabe cuántos Jason Blairs de este
mundo caen en la tentación de hacerlo como fuera mal o peor, para progresar
rápido en la profesión, pero también hay que advertir que esos orgullos
individuales prosperan porque suelen estar alimentados por la codicia
deeditores que los estimulan para aumentar las cifras de venta o los ratings de
audiencia o los favores del mercado. A veces los editores no caen por codicia
sino —aunque suene extraño— por ingenuidad. Les llega una pequeña historia en
apariencia bien contada, pero llena de tics que son imitación de cronistas con
un lenguaje propio, y la publican para cumplir con la cuota obligatoria de
narración, sin verificar si esa historia refleja una tragedia mayor o se
reduce, simplemente, a una anécdota que aspira a ser pintoresca. Eso también
aleja a los lectores, porque en el fondo es entretenimiento trivial, medalla
para saciar el narcisismo de alguien que ha soltado en ese relato sus gotitas
de talento imaginario, sin averiguar en qué contexto social suceden las cosas,
o si lo que está narrando sucede a la vez en muchas otras partes. Las cinco o
seis W del periodismo convencional no tienen ya que ir en el primer párrafo,
pero tienen que aparecer en alguna parte, porque son la columna vertebral de
todo buen texto: dónde, cuándo, cómo, para qué, por qué, quién.
Por supuesto, hay periodistas brillantes a los que nadie les
ha encontrado mancha alguna. Para mí, un modelo a imitar es el de Seymour
Hersh, escritor del semanario The New Yorker, que fue el primero en
desenmascarar las atrocidades del ejército norteamericano en Vietnam al contar
la matanza de los aldeanos de My Lai y el primero también en sacar a la luz los
abusos de la cárcel de Abu Ghraib. Seymour Hersh ha salido airoso de todos los
intentos por desprestigiarlo, y ha demostrado, una vez y otra, que el mejor
periodismo narrativo se fundamenta en la investigación. Esa señal de eficacia
superlativa solo es posible cuando los textos se trabajan con tiempo y con
recursos. Con esa filosofía están creciendo en influencia periódicos como The
New York Times, Los Angeles Times, El País de Madrid, The Washington Post y el
Guardian de Londres, que publican por lo menos siete a doce grandes piezas de
relato todos los días, y entre ellas no cuento las de las páginas de deportes,
donde casi todo está narrado.
Los diarios de América Latina son, en su mayoría, reticentes
a ese cambio mayúsculo. Conozco a empresarios que se afanan en competir con la
televisión e internet, lo que me parece suicida, publicando píldoras de
información ya digeridas u ordenando infografías para explicar cualquier cosa,
como si tuvieran terror de que los lectores lean. Ese esquema ni siquiera tiene
éxito en los diarios gratuitos, que son el gran éxito comercial de la última
década. Metro internacional, como se sabe, lanza 56 ediciones en 16 lenguas, y
se distribuye en 17 países y 78 ciudades, con una distribución total diaria de
15 millones de ejemplares, pero ha fracasado en Buenos Aires porque todo lo que
decía ya estaba desde un día antes en la televisión. El experimento funciona
bien donde más narración hay, como sucede en los Metro de Londres y de
Fráncfort.
La necesidad de cortejar a los poderes de turno para
asegurar el pan publicitario ha convertido a muchos periódicos que nos hicieron
abrigar esperanzas de cambio en meros reproductores de lo que dicen los edictos
de los gobiernos u ordenan las empresas de propaganda. Crear una agenda propia
es otra de las obligaciones fundamentales del periodismo como acto de servicio
a la comunidad, pero hasta The New York Times se olvidó de esa lección
elemental cuando empezaron los abusos de la cruzada contra el terrorismo, y las
historias de muertos en Iraq o de torturas en Abu Ghraib y en Guantánamo fueron
lavadas por muchas aguas antes de saltar desde sueltos menudos en la décima
página a crónicas bien informadas en la primera.
Quisiera concentrarme ahora en el periodismo escrito, porque
es allí donde nació un oficio que, a pesar de tantos embates, todavía está
impregnado de pasión y de nobleza. Un periodista que confía en la inteligencia
de su lector jamás se exhibe. Establece con él, desde el principio, lo que yo
llamaría un pacto de fidelidades: fidelidad a la propia conciencia y fidelidad
a la verdad. Alguna vez dije que a la avidez de conocimiento del lector no se
la sacia con el escándalo sino con la investigación honesta; no se la aplaca
con golpes de efecto, sino con la narración de cada hecho dentro de su contexto
y de sus antecedentes. Al lector no se lo distrae con fuegos de artificio o con
denuncias estrepitosas que se desvanecen al día siguiente, sino que se lo respeta
con la información precisa. El periodismo no es un circo para exhibirse, ni un
tribunal para juzgar, ni una asesoría para gobernantes ineptos o vacilantes,
sino un instrumento de información, una herramienta para pensar, para crear,
para ayudar al hombre en su eterno combate por una vida más digna y menos
injusta.
Hacia comienzos de los años noventa, cuando mi país, la
Argentina, navegaba en un océano de corrupción, la prensa escrita alcanzó un
altísimo nivel de confianza al denunciar con lujo de pruebas y detalles las
redes sigilosas con que se tejían los engaños. Eso convirtió a los periodistas
en observadores tan eficaces de la realidad que se confiaba en ellos mucho más
—y con mucha mayor razón— que en los dictámenes de los jueces. Pero la carnada
del éxito atrajo a cardúmenes voraces, y casi no hubo periodista novato que no
se transformara de la noche a la mañana en un fiscal vocacional a la busca de
corruptos. Los focos de corrupción aparecieron por todos lados, por supuesto,
pero la marea de denuncias fue tan caudalosa que los episodios pequeños
acabaron por hacer olvidar a los grandes y el sol quedó literalmente tapado por
la sombra de un dedo. Disimulados entre los ladrones de diez dólares, los
grandes corruptos se escaparon con facilidad por los agujeros que había abierto
el ejército de improvisados fiscales.
En América Latina nació, como dije más de una vez, la
crónica, que es la semilla del periodismo narrativo, pero salvo la tenacidad de
unas pocas revistas valientes, esa herencia amenaza con quedar postrada en la
negligencia y el olvido. La historia de la crónica comienza con Daniel Defoe y
su Diario del año de la peste, pero el origen de la crónica contemporánea está
en los textos que José Martí enviaba desde Nueva York a La Opinión Nacional de Caracas
y a La Nación de Buenos Aires en la década de 1880. Está, casi al mismo tiempo,
en los estremecedores relatos de Canudos que Euclides da Cunha compiló en Os
Sertoès, en los cronistas del modernismo, como Rubén Darío, Manuel Gutiérrez
Nájera, Julián del Casal, y en los escritores testigos de la Revolución
mexicana. A esa tradición se incorporarían más tarde los reportajes políticos
que César Vallejo escribió para la revista Germinal, las reseñas sobre cine y
libros de Jorge Luis Borges en el suplemento multicolor del vespertino Crítica,
en los aguafuertes de Roberto Arlt —que elevaron la tirada del diario El Mundo
a medio millón de ejemplares cuando la población total de la Argentina era de
diez millones—, los medallones literarios de Alfonso Reyes en La Pluma, los
cables delirantes que Juan Carlos Onetti escribía para la agencia Reuter, las
minuciosas columnas sobre música de Alejo Carpentier y las crónicas sociales
del mexicano Salvador Novo.
Todos, absolutamente todos los grandes escritores de América
Latina fueron alguna vez periodistas. Aunque los Estados Unidos han
reivindicado para sí la invención o el descubrimiento del nuevo periodismo, de
las factions o de las “novelas de la vida real”, como suelen denominarse allí
los escritos de Truman Capote, Norman Mailer y Joan Didion, es en América
Latina donde nació el género y donde alcanzó su genuina grandeza. Y es en
América Latina, sin embargo, donde se insiste en expulsarlo de los periódicos y
confinarlo solo a los libros.
Tal vez hay una confusión sobre lo que significa narrar,
porque es obvio que no todas las noticias se prestan a ser narradas. Narrar la votación de una ley en el
senado a partir de los calcetines de un senador puede resultar inútil, además
de patético. Pero contar algunas de las tribulaciones del presidente pakistaní
Pervez Musharraf para entenderse con sus hijos talibanes mientras oye las
razones del embajador norteamericano, o describir los disgustos del presidente
George W. Bush errando un hoyo de golf en Camp David mientras cae una bomba
equivocada en un hospital de Jalalabad es algo que se puede hacer con el
lenguaje escrito mejor que con el despojamiento de las imágenes.
Por último, no quisiera dejar de lado un principio que los
profesionales de estas latitudes suelen olvidar con frecuencia: el valor y la
importancia que tiene la defensa del nombre propio. Por lo general, un
periodista no dispone de otro patrimonio que su nombre, y si lo malversa, lo
malvende o lo pone al servicio de cualquier poder circunstancial, no solo se
cava su fosa sino que también arroja un puñado de lodo sobre el oficio. Volví a
leer no hace mucho, en un periódico de Buenos Aires, una historia de juventud
que había olvidado y que, sin embargo, fue la brújula inesperada que rigió,
desde entonces, mucho de lo que he hecho en la vida. En marzo de 1961 yo era el
responsable principal de las críticas cinematográficas en el diario La Nación y
muy pronto, por el rigor que trataba de poner en mi trabajo, me gané el resentimiento de un sinfín de intereses
creados. Llevaba ya dos años en esa tarea cuando el diario decidió que, dada la
presunta combatividad de mis textos, yo debía firmarlos para demostrar que era
responsable de ellos. Primero lo hice con mis iniciales, luego con mi nombre
completo. Un año después, los distribuidores de películas norteamericanas
decidieron retirar al unísono sus cuotas de publicidad de La Nación, exigiendo,
para devolverlas, que el diario pusiera mi pellejo en la calle. La Nación no
hacía esas cosas, por lo que al cabo de resistir valientemente la sequía
durante una semana, el administrador del periódico me convocó a su despacho.
“Usted sabe que es un empleado”, me dijo. “Por supuesto”, le respondí. “¿Cómo
se me ocurriría pensar otra cosa?” “Y, como empleado, tiene que hacer lo que el
diario le mande.” “Por supuesto —convine—. Por eso recibo un salario
quincenal.” “Entonces, a partir de ahora, uno de los secretarios de redacción
le indicará lo que tiene que escribir sobre cada una de las películas.” “Con
todo gusto —repliqué—. Espero que retiren entonces mi firma.” “Ah, eso no —dijo el administrador—. Si
retiramos las firmas, parecería que el diario lo está censurando.” Hubiera
tenido cien respuestas para esa frase, pero la que preferí fue una, muchísimo
más simple. “Entonces, no puedo hacer lo que usted me pide. Mi trabajo está en
venta, mi firma no.”
Al día siguiente me enviaron a la sección Movimiento
Marítimo, en la que debía anotar los barcos que entraban y salían del puerto.
Tres días más tarde me di cuenta de que no servía para contable y renuncié.
Durante un año entero estuve en las listas negras de los propietarios de
periódicos y tuve que sobrevivir dando clases en la universidad. En esa época
había los trabajos alternativos que ahora están borrados del mapa.
Volví a La Nación como columnista permanente en 1996. Tres
años después, a instancias de la Fundación para un Nuevo Periodismo
Iberoamericano di una charla de mediodía a todos los redactores de ese diario
en el que había comenzado mi vida profesional. Habría dejado caer en el olvido
todo lo que dije si, al día siguiente, el jefe de la redacción, a quien le
comenté el incidente de 1961 cuando ambos éramos corresponsales en París, no me
hubiera alcanzado un resumen de doce puntos con el que quisiera terminar este
monólogo. Ya imaginan ustedes cuál era el primer punto:
I) El único patrimonio
del periodista es su buen nombre. Cada vez que se firma un texto insuficiente o
infiel a la propia conciencia, se pierde parte de ese patrimonio, o todo.
II) Hay que defender
ante los editores el tiempo que cada quien necesita para escribir un buen
texto.
III) Hay que defender
el espacio que necesita un buen texto contra la dictadura de los diagramadores
y contra las fotografías que cumplen sólo una función decorativa.
IV) Una foto que sirva
sólo como ilustración y no añada nada al texto no pertenece al periodismo. A
veces, sin embargo, una foto puede ser más elocuente que miles de palabras.
V) Hay que trabajar en
equipo. Una redacción es un laboratorio en el que todos deben compartir sus
hallazgos y sus fracasos, y en el que todos deben sentir que lo que le sucede a
uno les sucede a todos.
VI) No hay que
escribir una sola palabra de la que no se esté seguro, ni dar una sola
información de la que no se tenga plena certeza.
VII) Hay que trabajar
con los archivos siempre a mano, verificar cada dato y establecer con claridad
el sentido de cada palabra que se escribe. No siempre, sin embargo, los
diccionarios son confiables. Dos de los mejores que conozco, el de María
Moliner y el de la Real Academia Española, sólo corrigieron en 1990 la vieja
definición de la palabra día. Hasta entonces, seguían dándola como si aún
viviéramos bajo el imperio de la Inquisición. Día, se podía leer, es el espacio
de tiempo que tarda el sol en dar una vuelta completa alrededor de la Tierra.
VIII) Evitar el riesgo
de servir como vehículo de los intereses de grupos públicos o privados. Un
periodista que publica todos los boletines de prensa que le dan, sin
verificarlos, debería cambiar de profesión y dedicarse a ser mensajero.
IX) Las clases
política y empresaria y, en general, los sectores con poder dentro de la
sociedad, tratan de impregnar los medios con noticias propias, a veces
añadiendo énfasis a la realidad. El periodista no debe dejarse atrapar por las
agendas de los demás. Debe colaborar para que el medio cree su propia agenda.
X) Hay que usar
siempre un lenguaje claro, conciso y transparente. Por lo general, lo que se
dice en diez palabras siempre se puede decir en nueve, o en siete.
XI) Encontrar el eje y
la cabeza de una noticia no es tarea fácil. Tampoco lo es narrar una noticia.
Nunca hay que ponerse a narrar si no se está seguro de que se puede hacer con
claridad, eficacia, y pensando en el interés del lector más que en el
lucimiento propio.
XII) Recordar siempre
que el periodismo es, ante todo, un acto de servicio. El periodismo es ponerse
en el lugar del otro, comprender lo otro. Y, a veces, ser otro.
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