martes, 2 de junio de 2015

#NiUnaPersonaMenos

La violencia de género, por definición, no reconoce sexo. Una historia e ideas 
para prevenir antes de curar.

Por Nicolás Lucca

Le ponía onda, pero no entendía a todas esas mujeres que pasaban por la mesa de entradas del Juzgado a denunciar que sus parejas las habían molido a palos y que, días más tardes y con el ojo aún verde, pedían retirar la denuncia "para no empeorar las cosas". Intentaba ponerse en sus lugares, pero no le salía ni un poquito.

Le metía toda la garra del mundo, pero jamás comprendió cuál era la razón por la cual se felicitaba el coraje de alguien por el mero hecho de contar que su pareja la atosigaba, la torturaba, le anulaba cualquier idea de progreso personal e independiente y le reducía el ego al tamaño de un protozoo.

Hasta que un día conoció a alguien en el mismo ámbito laboral, una persona con la que compartía los mismos valores. O eso creía. Una persona que adoraba a los chicos y a los vínculos familiares. O al menos eso decía. Una persona prácticamente inofensiva por su tamaño físico. O eso parecía.

Trabaron amistad, salieron, noviaron, se casaron. Antes de dar el sí ya había vivido alguna que otra situación que sería considerada violenta, aunque no tuviera nada que ver con lo físico: críticas a los amigos, a los padres, a los hermanos. Pero lo vivió como algo normal. Después de todo, ya venía de una relación que consideraba peor.

Así funcionaba: de una relación traumática e infantil pasó a otra en la que lo infantil desapareció y se sentía valorado. A cambio, entregó todo lo demás, incluso su libertad. Su familia ya no servía porque era un desastre. La que valía era la nueva familia, que era aún más disfuncional, pero era "la que te recibió con los brazos abiertos". Lo mismo pasó con las amistades: para qué quedarte con las viejas malas influencias si tenés las nuevas, las de tu pareja, las que valen.

Los años trajeron un hijo hermoso que se convirtió en todo por lo que valía la pena hacer algo. Milagrosamente, le permitió elegir al padrino, pero dentro de un parámetro que excluía a su familia directa: los hermanos, prohibidos; los amigos, ya no existían.

No vamos a exagerar, dado que es obvio que tuvieron sus buenos momentos. La pasaban bien, el infierno vino después. El tema era que, con el paso del tiempo, no había forma de pasarla bien en otras circunstancias que no fuera en el microclima creado. Quiénes son las nuevas amistades, hasta cuándo las viejas, por qué cambiar de trabajo por uno mejor, a dónde vas a perseguir tus sueños, cómo vas a soñar si después no vas a perseguirlos. Quién, por qué, cómo, cuándo, dónde. Increíblemente, las 5 preguntas básicas del primer párrafo de cualquier nota periodística, lo primero que te enseñan en la facultad de periodismo, las aprendió en su relación.

Pero como nadie puede tener a alguien aislado del mundo salvo que lo tenga en un sótano, esta persona fue conociendo igual a otras personas, nuevas amistades. Y se empezó a preguntar por qué los demás tenían relaciones "normales". Claro, desde su punto de vista, una relación normal era un matrimonio como cualquier otro, con peleas, rutina tranquilizadora, aburrimiento eventual, rotura de gónadas en discusiones productivas o inútiles, pero en una relación de pareja que, como su nombre lo indica, es pareja.

Entre las decisiones que tomaba su cónyuge, un día apareció la notificación de mudanza. No fue una consulta, no fue una sugerencia, fue un aviso: "Nos mudamos a lo de mamá". Había ocurrido una muerte familiar y tenía cierta lógica que quisiera dar una mano, pero su madre era joven y convivía con el resto de la familia. Aparte, en pleno siglo XXI, se puede dar una mano sin convivir, gracias a avances tecnológicos tales como los vehículos automotores. Lo que pensó que fue temporal, se convirtió en permanente y tortuoso. El hijo de ambos, en cambio, se vio arrancado de su hogar, de su habitación, de sus juguetes, de su rutina.

Sería injusto decir que fue todo de un día para el otro, dado que el camino de hormiga iniciado con "tu familia es un desastre", sólo podía concluir tiempo después de ese modo. Lo que sí fue repentino fue el cambio de actitud de la parte mudada por la fuerza. Meses después decidió que no iba más, que no podía seguir viviendo de esa forma en una casa que no era suya y sin ninguna razón que lo justificara. Y decidió volver a su hogar. Su pareja fue de la partida "por un día", no sabe aun si por control, o para ceder un cachito. Su hijo entró y se excitó al ver su casa, sus juguetes. Su afirmación "se lo ve re feliz con sus cosas" se vio interrumpida por un golpe en la cabeza y una seguidilla de insultos que no provocaron ningún daño físico, pero que generaron destrozos por dentro.

En el torbellino de ideas se animó a pensar que esa no era la persona con la que se había casado. Pero se equivocó: era la misma, pero en una situación límite. Intentó justificarla una vez más... pero no pudo. Días después le confiesa su intención de separarse. Se lo dice personalmente pero a una prudente distancia, por si las moscas. No se lo tomó en serio. Le informó que las fiestas de fin de año por venir las pasaría con su propia familia de sangre y no obtuvo resistencia. Le repitió que esa concesión no cambiaba la naturaleza de la decisión tomada y rompió en llanto, pedidos de recapacitación y recriminaciones a Dios por el castigo.

Y cuando pensó que lo peor había pasado, vino la verdadera pesadilla. La Justicia en la que se habían conocido se convirtió en el campo de una batalla idiota en la que, inexplicablemente, su rol sobre su hijo que, otrora, fue tan valorado y aplaudido, se volvió cuestionable. Porque sí. Y esto incluyó planteos que, en realidad, eran una búsqueda de entender por qué la otra parte quería separarse: aparecieron acusaciones de infidelidades, sospechas sobre su sexualidad, todo al mismo tiempo y como si alguna de las dos fueran causales de privar a alguien de ver a su hijo.

La primera vez que pasó a buscar a su hijo, las “recomendaciones” fueron tan elocuentes que, para que no quedaran dudas de la importancia de cumplirlas, prometió meterle "una bala en el medio de la frente si al nene le pasa algo". No fue la única situación extraña: lo mandaba a seguir por terceros en autos, llamaba por teléfono cada quince minutos, le dijo a su hijo que la policía estaba en camino para llevar en cana a esa persona que sólo quería pasar tiempo con el niño. Y de pronto, tomó la decisión más fácil: impedir que lo vea, cada vez menos. Hasta que la otra parte se hartó, se volvió a animar, y quiso presentar la primera denuncia. Se le cagaron de risa. Pocas veces sintió mayor humillación que ver cómo se le reian en la cara. Personas que debían hacer lo posible para que se cumpla la ley y que su hijo no sea tomado como rehén. Tuvo que ser otra mujer la que se compadeciera y escuchara lo que tenía para contar. Tuvo que ser otra mujer la que se comprometiera a tomarle todas y cada una de las denuncias que tuviera para hacer. Tuvo que ser otra mujer la que tuvo que advertirle que nunca vaya en soledad a buscar a su hijo, por si le pintan hacer una falsa denuncia que embarre más la cancha.

Todas las presentaciones judiciales fueron archivadas una por una por fiscales y jueces de ambos sexos. En ese sentido, la Justicia es bastante igualitaria y también se le cagó de risa, incluso cuando una fiscal reconoció que desconocían el paradero de su hijo y su ex, y que iniciarían una nueva causa por ocultamiento de menor. Obviamente, como todas las otras, fue archivada sin escuchar los motivos de quien presentaba la denuncia.

Nunca había entendido a todas esas personas que pasaban por la mesa de entradas del Juzgado a denunciar que sus parejas las habían molido a palos y que, días más tardes y con el ojo aún verde, pedían retirar la denuncia "para no empeorar las cosas". Tampoco comprendió cuál era la razón para felicitar el coraje de alguien por el mero hecho de contar que su pareja la atosigaba, la torturaba, le anulaba cualquier idea de progreso personal e independiente y le reducía el ego al tamaño de un protozoo... hasta que le tocó contarlo por primera vez y sintió que le temblaban las piernas, le transpiraban las manos y le faltaba el aire. Y después lo tuvo que contar dos...y tres, y cuatro, y un millón de veces más. De hecho, le volvió a pasar mientras relataba esta historia. A veces juzgado, a veces en el Juzgado, a veces comprendido, a veces fustigado por preguntas ridículas que parecieran terminar en "algo habrás hecho". Como las señoras mayores, que cuando ven a una mujer golpeada le preguntan "¿Qué le hiciste para que reaccionara así?".

Habrán notado que a este relato le faltan los géneros de sus protagonistas principales. El denunciante es "él". La denunciada es "ella". No hace falta que aclare que no es lo mismo la fuerza física de un hombre frente a una mujer –salvo contadas excepciones– y que las estadísticas son abrumadoras respecto a las mujeres violentadas, abusadas y asesinadas por el mero hecho de haber nacido con genitales distintos a los del hombre que siente que sus propios genitales se caen si no impone su lógica de macho troglodita.

Este texto no pretende minimizar la consigna #NiUnaMenos. Todo lo contrario, adhiere con todas sus fuerzas. Porque la experiencia personal del protagonista las hizo entenderlas. No tiene ganas de hablar por temor a una represalia fantasmagórica, por miedo a una falsa acusación, por terror a que empeore lo que ya no puede ser peor, como si pudiera haber algo peor que llevar cuatro años sin ver a su hijo.

Lo que ahora llaman "violencia de género", en mis tiempos le decíamos "violencia familiar". Obviamente, por género entendíamos que podía tratarse de cualquiera de los dos hacia el otro. En cambio, dentro del combo de violencia familiar ingresaba hasta la agresión de padres a hijos, de hijos a padres, etcétera.

Más de una vez me pregunté cómo se podría solucionar. Y ya no hablo de la historia contada, hablo de los cientos de personas que pasaban a denunciar, hacían laburar y después retiraban la denuncia. Es obvio que se trata de una coyuntura de problemáticas distintas que confluyen en un mismo lugar. Culturalmente, no tenemos de donde agarrarnos. Año 2015, ocho años de gestión de la segunda presidente mujer que ha tenido el país, y las mujeres todavía cobran menos que los hombres por el mismo laburo, tienen que postergar maternidad para no perder la carrera laboral y ni siquiera tienen poder de decisión sobre su cuerpo. Mucho menos podemos ampararnos en el factor de la costumbre, o de los bajos recursos, dado que la violencia familiar atraviesa a todos los estratos sociales. Incluso mis abuelos, tanos brutos y analfabetos del Reggio Calabria, jamás le levantaron la mano ni a sus hijos.

Por otro lado, judicialmente hablando, se plantea mucho la teoría de aumentar las penas, como si más años fueran un factor que podría tener en consideración un loquito a la hora de fajar a su mujer, o viceversa. Sirve para que no lo vuelva a hacer (durante el tiempo que esté en cana), pero no para prevenir. Si quieren evitar, y que no sea todo tan paulatino, pueden empezar con una modificación sencilla al crear la figura de "Lesiones familiares" y quitarle la acción de instancia privada. Con esa mínima modificación a un inciso del artículo 72 del Código Penal se acabó el retiro de denuncias, o que tengan que ser presentadas sólo por la víctima. Un padre, un hijo, una madre, un hermano, un vecino, el cartero que pasaba, cualquiera podría denunciar lo que vio y la Justicia se vería obligada a investigar. Por otro lado, que no se pueda retirar la denuncia genera también una garantía: que si la denuncia fue falsa, el agravio no quede impune. Obviamente, esto debería ir acompañado otro rol del Estado: la exclusión del hogar con custodia permanente y casas de alojamiento para quien no tenga otra alternativa.

Obviamente, son ideas, pero que tranquilamente se podrían sumar a la marcha de este miércoles para que no quede en una manifestación de buena voluntad. Después de todo, y parafraseando a otra campaña, en la violencia familiar "todos fuimos, todos somos, todos podemos ser" víctimas.

Mientras tanto, ni una menos. Y ni un acto de violencia familiar, física o psicológica, más.

© Perfil

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