La violencia de
género, por definición, no reconoce sexo. Una historia e ideas
para prevenir
antes de curar.
Por Nicolás Lucca
Le ponía onda, pero no entendía a todas esas mujeres que
pasaban por la mesa de entradas del Juzgado a denunciar que sus parejas las
habían molido a palos y que, días más tardes y con el ojo aún verde, pedían
retirar la denuncia "para no empeorar las cosas". Intentaba ponerse
en sus lugares, pero no le salía ni un poquito.
Le metía toda la garra del mundo, pero jamás comprendió cuál
era la razón por la cual se felicitaba el coraje de alguien por el mero hecho
de contar que su pareja la atosigaba, la torturaba, le anulaba cualquier idea
de progreso personal e independiente y le reducía el ego al tamaño de un
protozoo.
Hasta que un día conoció a alguien en el mismo ámbito
laboral, una persona con la que compartía los mismos valores. O eso creía. Una
persona que adoraba a los chicos y a los vínculos familiares. O al menos eso
decía. Una persona prácticamente inofensiva por su tamaño físico. O eso parecía.
Trabaron amistad, salieron, noviaron, se casaron. Antes de
dar el sí ya había vivido alguna que otra situación que sería considerada
violenta, aunque no tuviera nada que ver con lo físico: críticas a los amigos,
a los padres, a los hermanos. Pero lo vivió como algo normal. Después de todo,
ya venía de una relación que consideraba peor.
Así funcionaba: de una relación traumática e infantil pasó a
otra en la que lo infantil desapareció y se sentía valorado. A cambio, entregó
todo lo demás, incluso su libertad. Su familia ya no servía porque era un
desastre. La que valía era la nueva familia, que era aún más disfuncional, pero
era "la que te recibió con los brazos abiertos". Lo mismo pasó con
las amistades: para qué quedarte con las viejas malas influencias si tenés las
nuevas, las de tu pareja, las que valen.
Los años trajeron un hijo hermoso que se convirtió en todo
por lo que valía la pena hacer algo. Milagrosamente, le permitió elegir al
padrino, pero dentro de un parámetro que excluía a su familia directa: los
hermanos, prohibidos; los amigos, ya no existían.
No vamos a exagerar, dado que es obvio que tuvieron sus
buenos momentos. La pasaban bien, el infierno vino después. El tema era que,
con el paso del tiempo, no había forma de pasarla bien en otras circunstancias
que no fuera en el microclima creado. Quiénes son las nuevas amistades, hasta
cuándo las viejas, por qué cambiar de trabajo por uno mejor, a dónde vas a
perseguir tus sueños, cómo vas a soñar si después no vas a perseguirlos. Quién,
por qué, cómo, cuándo, dónde. Increíblemente, las 5 preguntas básicas del
primer párrafo de cualquier nota periodística, lo primero que te enseñan en la
facultad de periodismo, las aprendió en su relación.
Pero como nadie puede tener a alguien aislado del mundo
salvo que lo tenga en un sótano, esta persona fue conociendo igual a otras
personas, nuevas amistades. Y se empezó a preguntar por qué los demás tenían
relaciones "normales". Claro, desde su punto de vista, una relación
normal era un matrimonio como cualquier otro, con peleas, rutina
tranquilizadora, aburrimiento eventual, rotura de gónadas en discusiones
productivas o inútiles, pero en una relación de pareja que, como su nombre lo
indica, es pareja.
Entre las decisiones que tomaba su cónyuge, un día apareció
la notificación de mudanza. No fue una consulta, no fue una sugerencia, fue un
aviso: "Nos mudamos a lo de mamá". Había ocurrido una muerte familiar
y tenía cierta lógica que quisiera dar una mano, pero su madre era joven y
convivía con el resto de la familia. Aparte, en pleno siglo XXI, se puede dar
una mano sin convivir, gracias a avances tecnológicos tales como los vehículos
automotores. Lo que pensó que fue temporal, se convirtió en permanente y
tortuoso. El hijo de ambos, en cambio, se vio arrancado de su hogar, de su
habitación, de sus juguetes, de su rutina.
Sería injusto decir que fue todo de un día para el otro,
dado que el camino de hormiga iniciado con "tu familia es un
desastre", sólo podía concluir tiempo después de ese modo. Lo que sí fue
repentino fue el cambio de actitud de la parte mudada por la fuerza. Meses
después decidió que no iba más, que no podía seguir viviendo de esa forma en
una casa que no era suya y sin ninguna razón que lo justificara. Y decidió
volver a su hogar. Su pareja fue de la partida "por un día", no sabe
aun si por control, o para ceder un cachito. Su hijo entró y se excitó al ver
su casa, sus juguetes. Su afirmación "se lo ve re feliz con sus
cosas" se vio interrumpida por un golpe en la cabeza y una seguidilla de
insultos que no provocaron ningún daño físico, pero que generaron destrozos por
dentro.
En el torbellino de ideas se animó a pensar que esa no era
la persona con la que se había casado. Pero se equivocó: era la misma, pero en
una situación límite. Intentó justificarla una vez más... pero no pudo. Días
después le confiesa su intención de separarse. Se lo dice personalmente pero a
una prudente distancia, por si las moscas. No se lo tomó en serio. Le informó
que las fiestas de fin de año por venir las pasaría con su propia familia de
sangre y no obtuvo resistencia. Le repitió que esa concesión no cambiaba la
naturaleza de la decisión tomada y rompió en llanto, pedidos de recapacitación
y recriminaciones a Dios por el castigo.
Y cuando pensó que lo peor había pasado, vino la verdadera
pesadilla. La Justicia en la que se habían conocido se convirtió en el campo de
una batalla idiota en la que, inexplicablemente, su rol sobre su hijo que,
otrora, fue tan valorado y aplaudido, se volvió cuestionable. Porque sí. Y esto
incluyó planteos que, en realidad, eran una búsqueda de entender por qué la
otra parte quería separarse: aparecieron acusaciones de infidelidades,
sospechas sobre su sexualidad, todo al mismo tiempo y como si alguna de las dos
fueran causales de privar a alguien de ver a su hijo.
La primera vez que pasó a buscar a su hijo, las
“recomendaciones” fueron tan elocuentes que, para que no quedaran dudas de la
importancia de cumplirlas, prometió meterle "una bala en el medio de la
frente si al nene le pasa algo". No fue la única situación extraña: lo
mandaba a seguir por terceros en autos, llamaba por teléfono cada quince
minutos, le dijo a su hijo que la policía estaba en camino para llevar en cana
a esa persona que sólo quería pasar tiempo con el niño. Y de pronto, tomó la
decisión más fácil: impedir que lo vea, cada vez menos. Hasta que la otra parte
se hartó, se volvió a animar, y quiso presentar la primera denuncia. Se le
cagaron de risa. Pocas veces sintió mayor humillación que ver cómo se le reian
en la cara. Personas que debían hacer lo posible para que se cumpla la ley y
que su hijo no sea tomado como rehén. Tuvo que ser otra mujer la que se
compadeciera y escuchara lo que tenía para contar. Tuvo que ser otra mujer la
que se comprometiera a tomarle todas y cada una de las denuncias que tuviera
para hacer. Tuvo que ser otra mujer la que tuvo que advertirle que nunca vaya
en soledad a buscar a su hijo, por si le pintan hacer una falsa denuncia que
embarre más la cancha.
Todas las presentaciones judiciales fueron archivadas una
por una por fiscales y jueces de ambos sexos. En ese sentido, la Justicia es
bastante igualitaria y también se le cagó de risa, incluso cuando una fiscal
reconoció que desconocían el paradero de su hijo y su ex, y que iniciarían una
nueva causa por ocultamiento de menor. Obviamente, como todas las otras, fue
archivada sin escuchar los motivos de quien presentaba la denuncia.
Nunca había entendido a todas esas personas que pasaban por
la mesa de entradas del Juzgado a denunciar que sus parejas las habían molido a
palos y que, días más tardes y con el ojo aún verde, pedían retirar la denuncia
"para no empeorar las cosas". Tampoco comprendió cuál era la razón
para felicitar el coraje de alguien por el mero hecho de contar que su pareja
la atosigaba, la torturaba, le anulaba cualquier idea de progreso personal e
independiente y le reducía el ego al tamaño de un protozoo... hasta que le tocó
contarlo por primera vez y sintió que le temblaban las piernas, le transpiraban
las manos y le faltaba el aire. Y después lo tuvo que contar dos...y tres, y cuatro,
y un millón de veces más. De hecho, le volvió a pasar mientras relataba esta
historia. A veces juzgado, a veces en el Juzgado, a veces comprendido, a veces
fustigado por preguntas ridículas que parecieran terminar en "algo habrás
hecho". Como las señoras mayores, que cuando ven a una mujer golpeada le
preguntan "¿Qué le hiciste para que reaccionara así?".
Habrán notado que a este relato le faltan los géneros de sus
protagonistas principales. El denunciante es "él". La denunciada es
"ella". No hace falta que aclare que no es lo mismo la fuerza física
de un hombre frente a una mujer –salvo contadas excepciones– y que las
estadísticas son abrumadoras respecto a las mujeres violentadas, abusadas y
asesinadas por el mero hecho de haber nacido con genitales distintos a los del
hombre que siente que sus propios genitales se caen si no impone su lógica de
macho troglodita.
Este texto no pretende minimizar la consigna #NiUnaMenos.
Todo lo contrario, adhiere con todas sus fuerzas. Porque la experiencia
personal del protagonista las hizo entenderlas. No tiene ganas de hablar por
temor a una represalia fantasmagórica, por miedo a una falsa acusación, por
terror a que empeore lo que ya no puede ser peor, como si pudiera haber algo
peor que llevar cuatro años sin ver a su hijo.
Lo que ahora llaman "violencia de género", en mis
tiempos le decíamos "violencia familiar". Obviamente, por género
entendíamos que podía tratarse de cualquiera de los dos hacia el otro. En
cambio, dentro del combo de violencia familiar ingresaba hasta la agresión de
padres a hijos, de hijos a padres, etcétera.
Más de una vez me pregunté cómo se podría solucionar. Y ya
no hablo de la historia contada, hablo de los cientos de personas que pasaban a
denunciar, hacían laburar y después retiraban la denuncia. Es obvio que se
trata de una coyuntura de problemáticas distintas que confluyen en un mismo
lugar. Culturalmente, no tenemos de donde agarrarnos. Año 2015, ocho años de
gestión de la segunda presidente mujer que ha tenido el país, y las mujeres
todavía cobran menos que los hombres por el mismo laburo, tienen que postergar
maternidad para no perder la carrera laboral y ni siquiera tienen poder de
decisión sobre su cuerpo. Mucho menos podemos ampararnos en el factor de la
costumbre, o de los bajos recursos, dado que la violencia familiar atraviesa a
todos los estratos sociales. Incluso mis abuelos, tanos brutos y analfabetos
del Reggio Calabria, jamás le levantaron la mano ni a sus hijos.
Por otro lado, judicialmente hablando, se plantea mucho la teoría
de aumentar las penas, como si más años fueran un factor que podría tener en
consideración un loquito a la hora de fajar a su mujer, o viceversa. Sirve para
que no lo vuelva a hacer (durante el tiempo que esté en cana), pero no para
prevenir. Si quieren evitar, y que no sea todo tan paulatino, pueden empezar
con una modificación sencilla al crear la figura de "Lesiones
familiares" y quitarle la acción de instancia privada. Con esa mínima
modificación a un inciso del artículo 72 del Código Penal se acabó el retiro de
denuncias, o que tengan que ser presentadas sólo por la víctima. Un padre, un
hijo, una madre, un hermano, un vecino, el cartero que pasaba, cualquiera
podría denunciar lo que vio y la Justicia se vería obligada a investigar. Por
otro lado, que no se pueda retirar la denuncia genera también una garantía: que
si la denuncia fue falsa, el agravio no quede impune. Obviamente, esto debería
ir acompañado otro rol del Estado: la exclusión del hogar con custodia
permanente y casas de alojamiento para quien no tenga otra alternativa.
Obviamente, son ideas, pero que tranquilamente se podrían
sumar a la marcha de este miércoles para que no quede en una manifestación de
buena voluntad. Después de todo, y parafraseando a otra campaña, en la
violencia familiar "todos fuimos, todos somos, todos podemos ser"
víctimas.
Mientras tanto, ni una menos. Y ni un acto de violencia
familiar, física o psicológica, más.
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