Por James Neilson |
De estar en lo cierto las encuestas de opinión que están
dando vuelta, el próximo presidente de la Argentina será Daniel Scioli o
Mauricio Macri, ya que, para desagrado de Sergio “Rocky” Massa, a nivel
nacional la polarización es un hecho. Sabemos quién es Macri: a su modo,
representa una variante light del pragmatismo liberal, es un hacedor que no
pierde el tiempo hablando de temas ideológicos.
Pero Scioli es un enigma. Hasta
hace un par de meses, muchos creían que, luego de haber convencido a Cristina
de que le convendría apoyarlo, si triunfara en la carrera electoral repetiría
lo que ella y Néstor hicieron a su padrino, Eduardo Duhalde. Al fin y al cabo,
el peronismo es congénitamente verticalista: en la cima hay lugar para un solo
Líder Máximo. Sin embargo, parecería que últimamente Scioli se ha kirchnerizado
hasta tal punto que no se le ocurriría liberarse de la tutela de la señora.
¿Sobreactuación? ¿Un alarde de cinismo que merecería la aprobación de
Maquiavelo? ¿O es que el motonauta se ha rendido definitivamente a los encantos
de Cristina porque realmente cree que no hay vida fuera del kirchnerismo?
En política, es normal que, una vez en el poder, el
mandatario traicione al candidato. Una cosa es ganar elecciones, otra es
gobernar y defender los intereses propios. Antes de suceder a su marido, Cristina
fue una progre moderada que se afirmaba resuelta a fortalecer las instituciones
para que la Argentina se asemejara más a la Alemania de Angela Merkel; la
presidenta Cristina tendría prioridades un tanto distintas.
Es posible, pues, que Scioli sea sincero cuando se arrodilla
ante la jefa y que también lo sería si, andando el tiempo, se sintiera
constreñido a abandonarla a su suerte. Así y todo, el que no haya forma de
prever lo que haría el bonaerense en el caso de que le tocara gobernar debería
motivar cierta preocupación. Hay una diferencia muy grande entre el Scioli
presuntamente rupturista, amigo de todos, de otros tiempos y el militante
kirchnerista fogoso actual, el admirador tan abnegado de las dotes
intelectuales y administrativas del “soviético” Axel Kicillof que quisiera
tenerlo a su lado. Aunque es de suponer que la mutación que ha experimentado se
debe a la conciencia de que en cualquier momento, Cristina podría castigarlo
por ser tan irremediablemente burgués negándole el derecho a figurar como el
candidato del Frente para la Victoria y que, de todos modos, si da un paso en
falso, Florencio Randazzo no vacilaría en hacerlo tropezar, la maniobra ha
resultado ser tan exitosa que parecería que, la Presidenta aparte, todos la
encuentran convincente.
Que el electorado se polarice es natural. No lo es que un
polo sea tan difuso como el ocupado por Scioli. Para algunos, es un centrista
nato, casi un “neoliberal” que tiene mucho en común con Macri; para otros,
sería sólo un kirchnerista más que, de mudarse a la Casa Rosada, continuaría
obedeciendo las órdenes que le mandara Cristina desde El Calafate y que se
dejaría escoltar por una guardia pretoriana camporista. Según parece, los
inversores de Wall Street que manejan una cantidad sideral de dólares han
llegado a la conclusión de que un eventual presidente Scioli procuraría
“profundizar el modelo” populista, razón por la que prefieren esperar antes de
inundar la Argentina de los dólares frescos que muchos creían la salvarían de
la indigencia colectiva en cuanto terminara la gestión de Cristina.
Los norteamericanos llaman “patos rengos” a los mandatarios
salientes por entender que, al acercarse al fin de su período en la Casa
Blanca, no tienen más alternativa que resignarse a ser una especie de fantasma sin
poder real. Con el día previsto para el cambio de mando a apenas seis meses de
distancia, lo lógico sería que Cristina ya desempeñara un papel relativamente
pasivo, pero no tiene la menor intención de hacerlo. Puede que conforme a las
pautas yanquis sea una pata renga, pero tal desventaja no le ha impedido volar
por encima de las cabezas de todos los demás políticos, atacándolos
esporádicamente para que no olviden que sigue siendo la dueña del país.
Se trata de una situación bastante extraña. No lo sería si,
gracias al liderazgo de la señora, la Argentina se hubiera transformado en la
Alemania de América del Sur como ella misma se proponía en los meses anteriores
al inicio de su primer cuatrienio como Presidenta, pero con la presunta
excepción de los militantes más fervorosos, los pensadores de Carta Abierta y
algunos adulones, nadie ignora que el estado del país deja muchísimo que
desear. A juzgar por los números, tan antipáticos ellos, su gestión ha sido un
desastre. ¿Por qué, entonces, le ha sido dado continuar dominando el panorama
político nacional?
La respuesta a este interrogante es sencilla. Los
kirchneristas se las han arreglado para crear un desaguisado tan fenomenal que
ningún presidenciable, por reducidas que fueran sus posibilidades, se atrevería
a decirnos lo que haría si llegara al poder. Son tan graves los problemas
económicos y por lo tanto sociales que tendrá que enfrentar el sucesor de
Cristina, que por motivos comprensibles les parece mejor dar a entender que
sólo se trata de dificultades pasajeras. A lo sumo, los asesores de los
distintos aspirantes a recibir las insignias presidenciales de la mano de la
señora se permiten debatir en torno a los méritos relativos del “gradualismo”
por un lado y el “shock” por el otro, como si les fuera dado elegir entre dos
alternativas benignas aunque todo hace pensar que la economía está por
estrellarse contra una muralla.
En la Argentina populista, es decir, en el país que
efectivamente existe, “ajuste” es una palabra que nadie quiere oír. La idea de
que a veces sea necesario usar los frenos es considerada propia de
reaccionarios miserables. Lo mismo que el gobierno griego que está tratando de
persuadir a los demás europeos de que deberían entregarles vaya a saber cuántos
miles de millones de euros porque en elecciones democráticas el pueblo votó en
contra de la austeridad, no sólo los kirchneristas sino también muchos
opositores creen que sería antidemocrático prestar demasiada atención a la
realidad. Los más lúcidos saben muy bien que al próximo gobierno le aguarda una
tarea titánica, pero no lo dirán hasta que todos los votos hayan sido
debidamente contados.
A Cristina le ha resultado sorpresivamente fácil aprovechar
en beneficio propio las consecuencias desafortunadas de una gestión que en
otras circunstancias hubieran sido más que suficientes como para hundirla. De
ser menos ominosas las perspectivas frente al país, la campaña electoral se
desarrollaría de manera más racional al presentar los candidatos sus
respectivos programas de gobierno como hacen sus homólogos europeos o
norteamericanos, pero sucede que no quieren arriesgarse entrando en detalles.
Antes bien, se concentran en abstracciones: cambio, continuidad, lo mala que es
la corrupción y así por el estilo. Massa ha intentado luchar contra la polarización
hablando con mayor vehemencia que quienes lo están marginando, pero él también
insinúa que su mera presencia en el poder bastaría como para permitirle al país
recuperarse de sus muchas dolencias.
Mientras tanto, se libra una batalla importante en la mente
de Scioli. Cristina lo detesta por una multitud de razones que son más
personales que políticas, pero el gobernador apuesta a que decida que sería
mejor confiar en su capacidad para mantenerlo domesticado que en correr el
riesgo de ver en el poder a Macri acompañado por una justiciera tan implacable
como Elisa Carrió y otros convencidos de que lo que el país precisa es un
operativo manos limpias aún más despiadado que el italiano de un par de décadas
atrás.
De imponerse el Scioli equilibrista que se las ingeniaba
para ser a un tiempo oficialista e independiente, de tal modo asegurándose el
respaldo parcial del Poder Ejecutivo nacional y la simpatía de muchos
indignados por la corrupción kirchnerista, como presidente gobernaría desde el
centro del mapa ideológico. En cambio, si el Scioli auténtico –es de suponer
que hay uno– resulta ser el político rabiosamente militante de las semanas
últimas, con él al mando el país continuaría su viaje hacia una salida parecida
a la que, tarde o temprano, encontraría la Venezuela del despistado chavista
Nicolás Maduro.
El peronismo siempre ha sabido desdoblarse oportunamente
para ser a la vez oficialista y opositor. Es lo que, para desconcierto de
muchos, está haciendo Scioli en las semanas previas a las PASO. Se trata de un
espectáculo muy interesante, de eso no cabe duda, pero entraña el peligro de
que, además de costarle el apoyo formal de Cristina que tanto necesita, lo haga
perder el respeto de quienes valoraban sus gestos de independencia. Sea como
fuere, el que nimiedades tales como la supuesta por lo que estaría pasando por
la cabeza del ex deportista podrían decidir el destino de la Argentina es de
por sí inquietante, ya que a menos que el próximo gobierno logre corregir las
“distorsiones” ocasionadas por personas que se han propuesto vaciarla por
suponer que les sería dado construir poder en base a los fracasos ajenos, el
país continuará tambaleando de crisis a crisis, empobreciendo cada vez más a
sus habitantes, hasta que, para extrañeza del resto del planeta, termine siendo
una gigantesca villa miseria.
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