Una vez que fracasó
el proyecto de “Cristina eterna”, se obsesionó
por mantener lo
conseguido.
Por Beatriz Sarlo |
El liderazgo carismático es fastuoso, colorido, escenográfico. Tiene más
que lo que la República ofrece como simbolismo abstracto o panteón nacional.
Roberto Rossellini, el gran director italiano, filmó La toma del poder
por Luis XIV, una película cuyo título ya es significativo: por herencia, Luis
XIV era sucesor indiscutido, pero debió construirse como figura para tomar
realmente el poder.
En una escena inolvidable, el joven rey decide los
detalles de las ropas que vestirá en la Corte, singularidades estilísticas de
una majestad nueva y personal. Seguramente, la Presidenta aprende estas
cosas en Game of Thrones, no en Rossellini.
El poder puede heredarse. El carisma, en cambio, sólo se
traspasa si se cumplen condiciones que han sido vastamente explicadas por la
teoría política. El pasaje de un gobernante carismático a un gobernante
legítimo, pero despojado de los sortilegios del carisma, implica dificultades y
rituales. Cuando murió Néstor
Kirchner, muchos nos preguntamos si su esposa renovaría el aura del
jefe desaparecido. Nos preguntamos también si conservaría la potencia de mandar
y ser obedecida.
Cristina hizo una prolongada ceremonia del luto: velorio con miles de
fieles (incluyendo jefes de Estado, Tinelli y Maradona), Ave María de Schubert
cantado a capella por el hermano de un funcionario de los medios públicos,
multitudes en la Plaza, bóveda en Río Gallegos. En el centro, Cristina,
cubierta de paños negros, el color que la protegía como heredera y la
engalanaba.
Tuvo éxito. Se convirtió en una figura doble: Viuda y Líder. Habría podido
suceder que las dos caras de esa figura doble no coincidieran de modo tan
impecable. Sin embargo, dosificó el dolor y la decisión de modo tal que la
supuesta debilidad de la Viuda potenció la fortaleza demostrada por la Líder, y
la soledad de una multiplicó la fortaleza de la otra. Una mezcla de tragedia y marcha
triunfal.
Es cierto que tuvo un séquito de seguidores fieles que, como no estaban
en condiciones de disputar el liderazgo, consideraron que la fidelidad
les daba más ventajas. Además, el derecho de sucesión fue confirmado, como se
confirma el carisma en sociedades modernas, por las
elecciones de 2011. Hasta allí la sucesión carismática tenía bases
que habían sido construidas antes de la muerte de Néstor y, muy probablemente,
sin pensar en tal eventualidad. Se trataba simplemente de un anillo de Moebius,
sobre el cual marido y mujer planearon sucederse indefinidamente, respetando la
forma de la letra constitucional. Mezclaban la sucesión por traspaso de
los atributos del poder con la sucesión por elección democrática. Esa
mezcla no nos gusta nada a quienes valoramos el espíritu republicano, seamos de
derecha o de izquierda (empleo estas denominaciones no para irritar a los
asesores amarillos, sino copiando los adjetivos que se usan en casi toda Europa
y algunos países de América Latina: son abreviaturas políticas).
Pero la cinta de Moebius fue cortada por la muerte de Néstor y, desde
entonces, Cristina estuvo obsesionada por una sucesión que le
permitiera conservar el poder, una vez que fracasó el
electrizante proyecto que la instalaba como “eterna”. Es interesante
que los kirchneristas que llegan del Partido Comunista a calentarse bajo el sol
sean los que han demostrado un desprecio tan cínico ante la palabra eternidad,
cuyo ejemplo está en la isla de Cuba, donde también la sucesión pasó por el
derecho de sangre de hermano a hermano.
Los teóricos señalan una forma especial de traspaso del carisma que es a
la vez simbólico y refrendado por el voto de los súbditos (o ciudadanos). Se
asegura la cualidad al nuevo líder, pero este reconocimiento, en vez de
provenir de la gracia de Dios, proviene de la gracia del pueblo. Nada asegura
que ese pueblo refrende una segunda sucesión carismática, simplemente por
portación de documento de identidad. Tampoco es seguro que el carisma no se
pulverice al estar separado del poder. Carisma y poder se necesitan, aunque la
supervivencia carismática de Juan Domingo Perón indica otras, muy difíciles,
alternativas.
La Presidenta, que es inmediatista, para evitarse estos problemas,
resolvió estar material y simbólicamente presente en la fórmula presidencial
que une a Daniel
Scioli y a Carlos Zannini.
Si Scioli fuera capaz de “mariottizar” a Zannini, es decir, de
neutralizar su tarea de convertir al presidente en un delegado de la ex
presidenta, la batalla la ganaría la paciencia fría y estólida del gobernador.
Si Zannini convierte a Scioli en el representante indispensable pero poco
significativo de la Señora y de La Cámpora, estamos frente a una aventura personalista,
carismática y autoritaria que adhiere formalmente a las instituciones, para
transformarlas o reemplazarlas. Un paso hacia Venezuela.
Con característicos golpes de efecto, el peronismo armó el tinglado y
apuró a la oposición. En el PRO, la estrategia ecuatoriana era amarillo
canario, pero Cristina cantó antes el falta envido. Macri se equivocó cuando el
miércoles dijo: “Lo que ellos hagan tiene que ver con su realidad”,
refiriéndose a la fórmula diseñada por la Presidenta. Hasta que las cosas no
cambien mucho, lo que hagan los peronistas tiene que ver con “la realidad” de
todos. Por eso Macri perdió escenario. El viernes al
mediodía eligió a Michetti. Jugó con lo que ofrecía pureza
amarilla y algo más según las encuestas.
La decisión de Stolbizer también pierde, porque lo que sucede con el
kirchnerismo tiene un malsano poder expansivo. Lo cual es una verdadera
desgracia para el escenario donde se representa la política ante los
ciudadanos. Stolbizer tendrá que triplicar esfuerzos frente al miedo de que
gane Scioli bajo la tutela del lugarteniente de Cristina. Tendrá que triplicar
esfuerzos para que sus votantes elijan una perspectiva de futuro y crean que
vale la pena plantearse una pregunta: ¿tiene futuro el progresismo?
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