Por Gabriela Pousa |
La semana que pasó, Carlos Kunkel cometió un acto de
sincericidio poco frecuente en el escenario político. Sostuvo, como
justificación al afán de permanencia, que debían encarar una etapa dedicada a
la institucionalización.
Extraña declaración por cuanto la Presidente
vive manifestando sus éxitos en materia institucional, a no ser que en esos
días haya habido algún fallo adverso que convierte a la Justicia en un partido
judicial.
Lo cierto es que los platillos de la balanza suelen oscilar según los
intereses del Ejecutivo Nacional. Si sumamos a ello, el desguace de las Fuerzas
Armadas y la postrer dirección de un Ejército al servicio de un “modelo” – en
lugar de estar al servicio de la Patria -, más un Legislativo donde prima la
obediencia debida; institucionalizar al país es un objetivo de máxima.
Ahora bien, dejar las instituciones en manos de quién las destruyó no
parece lo más acertado, pero claro, a la sociedad argentina poco le
interesa el tema si acaso la favorece la economía, aunque sea la doméstica. La
imagen presidencial sube o baja según cuán abultado esté el bolsillo de los
ciudadanos. No suma ni resta la intromisión presidencial en cuestiones
judiciales, legislativas, incluso religiosas o de familia. Por dolorosa que sea
la verdad no deja de ser tal.
Eso explica también este presente insólito donde muchos temen que el
gobierno no culmine su gestión en diciembre próximo. Si hay una
pregunta que debiera responderse sola es aquella que apunta a desentrañar si el
kirchnerismo podrá o no ser vencido en las urnas. Algo no anda bien cuando la
gente está temiendo la efectividad de su quehacer, y se desconfía hasta del propio
voto.
Discutir si Daniel Scioli es o no kirchnerista es discutir la cuadratura
del círculo. De un tiempo a esta parte hay apenas un “ismo” en la
política argentina: el oportunismo. El resto son compartimentos vacíos que se llenan
a conveniencia del gobernante de turno. De ese modo, Scioli
hoy es kirchnerista, y mañana no será más que sciolista. La mano
de obra que quede desocupada, dejará al kirchnerismo en la misma situación en
que quedaran anteriormente, el menemism, el duhaldismo, etc.
“Nosotros los de antes ya no somos los mismos”, el verso
de Neruda terminó convertido en el slogan por antonomasia de los
políticos, aún cuando la ‘camaleónica’ esencia permanezca como la misma
naturaleza. Claro que la pérdida de tiempo también forma parte de
aquella, de allí que no vaya a menguar la fútil polémica que pretende
desentrañar qué es o qué hará el gobernador de Buenos Aires, en el supuesto
caso de ganar la elección presidencial.
Cabe resaltar lo de “supuesto” dado que la imposición de datos
prefabricados lejos del electorado no pueden afirmar nada concreto. Hay más
buitres adulterando porcentajes que reclamando ante el juez Griessa. En
Argentina, cuatro meses es una vida. El cortoplacismo ha adquirido categoría de
dogma, y pensar más allá de las próximas 24 horas transforma cualquier
proyección en argumento propicio para un film de ciencia ficción.
Es por ello que, de la noche a la mañana, nos descubrimos
debatiendo las posibilidades de que Máximo Kirchner sea candidato a vicepresidente.
Si se presentase esta discusión a algún foráneo, la reacción sería de estupor,
confusión y espanto. ¿Cómo puede un país seguir jugando a ser democrático
cuando el poder es hereditario? Los absurdos se naturalizan con tal
premura que ni cuenta nos damos.
A su vez, es sabido que el lanzamiento del hijo de la jefe de Estado
obedece a una intencionalidad definida y obra como globo de ensayo. Es
el mismo gobierno quien impone la discusión con el solo propósito de ir
acostumbrando al pueblo. Si este se hace eco y no reacciona en el momento, la
apuesta a esa costumbre será política de Estado.
Basta con mantener el tema en las portadas para que, a los pocos días o
a la semana, la sociedad harta se desentienda del asunto, y la postulación del
sucesor surja como surge el sol al disiparse un cielo nublado. El
gobierno aún no ha hallado competencia a la hora de establecer la agenda. Pone
y saca temas con una facilidad que apabulla. En ese aspecto, la oposición es
Cenicienta esperando un príncipe que nunca llega.
Cualquier análisis basado en la lógica hará hincapié en lo que
representa la irrupción del nombre “Máximo” en esta coyuntura. El hijo
varón de Néstor y Cristina es la única garantía de impunidad que les queda. El
pensamiento lineal kirchnerista: “si Scioli se rebela, se lo baja y es Máximo
quien queda”.
Los intentos previos para forjar una salida limpia no han logrado tener
éxito. Al menos no todavía. La candidatura de Hernán Carlés a
la Corte Suprema cayó antes de ser discutida, la maniobra por sacar al Dr.
Carlos Fayt devino escándalo nacional, y las negociaciones tras
bambalinas siempre dejan un sesgo de duda.
Si Máximo no suma en las encuestas no es tan importante como sí lo es
ver si resta. Scioli y la Presidente están jugando a discernir a quién pertenecen
los votos que alguna vez obtuvieran. ¿Son propios del gobernador o los aporta la
jefe de Estado? Craso error cometen ambos. El ganador no está de ese lado.
Los votos pertenecen a la gente. ¿O dónde están por ejemplo, los
sufragios que sacara Fernando ‘Pino’ Solanas en las últimas legislativas acaso? La mayoría de
quienes lo votaron, lo hicieron a fin de evitar que el oficialismo se hiciera
de otra banca en el Senado. El principio de la representatividad
soberana hace tiempo que se ha esfumado.
Del mismo modo quedó en evidencia que no eran propios los votos
obtenidos por Sergio Massa. Eran los votos de aquellos que buscaban un
adversario, y el gobierno había dispuesto ese rol para el ex Jefe de Estado. No
es novedad: hace tiempo que no se vota más a un representante. Se viene votando
por descarte o al menos malo. La convicción se devaluó tanto como la plataforma
política. La dirigencia defraudó a punto tal de no poder erigirse representante
de nadie.
En el año 2003, el 22% de sufragios obtenidos por Néstor
Kirchner no tenían propietario, de allí que el sureño se dedicara luego a
construir poder apostando a la juventud, seduciendo a piqueteros, y
hasta solidarizándose con los “ambientalistas” que cortaban los puentes para
evitar la construcción de pasteras. Cuánto duró esa fidelidad es otro
tema.
Esta incertidumbre en torno al voto cautivo, a las alianzas, y a los
intereses mezquinos que impiden racionalidad en las decisiones tomadas, así
como también esta dudosa democracia en la cual los candidatos son puestos a
dedo, es consecuencia de la destrucción de fuerzas y partidos políticos.
A estos se le adjudicaba un sinfín de fallas que posiblemente las
tuvieran, pero se ha caído en el peor de los errores: ir de extremo en extremo. Al
dogmatismo de las estructuras partidarias se lo reemplazó por los
personalismos, más afines al fanatismo que a los liderazgos con contenido. Al
compromiso de los ciudadanos – que se afiliaban a tal o cual partido -, se le
impuso el hastío, el “todo da lo mismo”.
En lugar de lograr más libertad y mayor responsabilidad cívica, se
propició la inequidad y la digitalización de las candidaturas. El oficialismo
abusó utilizando los fondos públicos para hacer proselitismo. Las
campañas resultaron más onerosos en tanto deben apuntar a un público
indeterminado, en lugar de destinarse a convencer afiliados.
No en vano, Alexis de Tocqueville situó a los partidos políticos
como una herramienta inherente a la democracia. No eran instrumentos
descartables, ni azarosos caprichos. Al desdeñar las reglas básicas del régimen
democrático lo que quedó está a la vista: una decadencia donde lo
obsceno es protagonista.
Los candidatos se venden al mejor postor: hoy dicen blanco, mañana
negro, pasado se inventan otro color. Cambian de camiseta sin dar explicación,
y adhieren a quién les garantice alguna tajada que reditúe a su favor. El
bienestar general es un anatema; el prólogo de la Constitución un poema
sepultado bajo las lozas de la conveniencia… La impudicia reina.
En definitiva, la democracia no es lo que antes fuera, de
allí que respetarla termine siendo una conducta obsoleta. Votar es sinónimo de
descartar. Los personalismos triunfan en este escenario aún cuando son
la génesis de unicatos donde se rinde culto a providenciales y redentores que
no son y hacen mucho daño.
Nadie termina haciéndose cargo de la elección ni de las responsabilidades
que acarrea, ni siquiera el elegido lo hace, por eso tampoco rinde cuentas. Ante
el primer atisbo de una mala gestión, elegido y elector adoptan el rol de
Poncio Pilato. A Menem nadie lo votó, a Cristina tampoco… Y aunque las
consecuencias las suframos todos, la conclusión es una sola: son los fantasmas
los que votan.
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