Por Manuel Vicent |
Al principio ellos cazaban y ellas guisaban. Desde el
Neolítico, en la cocina, gobernada siempre por mujeres, han reinado dos
principios fundamentales: la fuente primordial de la creatividad culinaria ha
sido la escasez de alimentos, y el mejor condimento inventado hasta hoy es eso
que los pobres llaman hambre y los ricos buen apetito. Si antiguamente desde la
nada las mujeres levantaban un gran banquete, hoy en los países desarrollados
sucede al revés: bajo la insoportable dictadura de los master chefs, la superabundancia de productos es reducida a la
nada.
Instalada la cocina durante millones de años en la copa de
los árboles, a lo largo de su evolución los homínidos empezaron comiendo toda
clase de raíces, hojas, nueces y semillas. Es inconmensurable la cantidad de
muertos que han dejado atrás los alimentos perversos y las aguas no potables
hasta que, mediante el método de prueba y error, o tal vez observando lo que le
sentaba bien a los animales, el primate instaló en su cerebro el instinto de
eludir el peligro de morir envenenado, un riesgo que todavía hoy no está
totalmente descartado, puesto que si entras en un restaurante en el que no
conoces al dueño, ni al cocinero, ni al camarero y encima te sirven un guiso
incierto cubierto con una salsa elaborada a su arbitrio, el peligro de muerte
es algo con lo que debes contar.
Un día nuestros antepasados bajaron de los árboles,
descubrieron el fuego y buscaron las proteínas en la carne. El canibalismo fue
la primera escuela de gastronomía. Después aprendieron a pescar y, a partir de
ese momento, el gusto se instaló en el paladar, mucho antes de que la
inteligencia visitara el cerebro; de hecho, la alimentación ha sido la madre de
toda la filosofía. No hay más que oír cómo algunos cocineros hoy desafían a
Kant y a Schopenhauer al hablar de condimentos y sabores. Por ejemplo, en alta
mar el cocinero de la barca de pesca, al mediodía, pone a calentar aceite
virgen de oliva y, cuando hierve, echa tres dientes de ajos en la caldereta. En
ese perfume, unido a la brisa salada que bate la cubierta, se concentra toda la
cultura del Mediterráneo. Pero si este cocinero abandonara la barca para subir
a la tribuna y tratara de darnos doctrina se convertiría en un insoportable
fundamentalista del estómago, como sucede con los gastrónomos modernos.
De la posibilidad de morir envenenado se deriva el prestigio
de la cocina mediterránea, porque gracias a su visibilidad, uno sabe lo que
come. No es nada fácil. Por regla general, la cultura culinaria no ha hecho
sino cubrir los alimentos con diversas salsas y una de ellas, tal vez la más
indigesta, es la literatura inventada por los franceses en la carta de los
restaurantes. Los platos que se describen en ellas suelen ser mucho más
apetitosos en el papel que en la mesa. Se trata de un género literario muy
cercano a la ciencia-ficción que alimenta un sueño imposible acerca de lo que
comemos. A veces el arte culinario elaborado en la imaginación por literatos
que nunca han pisado una cocina alcanza un nivel de refinamiento sospechoso
comparable al virtuosismo de los maestros solistas. Esa literatura se nutre de
sí misma, tiene sus códigos y sus recetas, pero los fogones raramente obedecen a
ese entusiasmo casi siempre lírico.
En cambio, fíjate qué bien suena esta melodía. Bullabesa, escudella i carn d’olla. Caldero
murciano. Alioli. Pastel de berenjena. Arroz abanda. Gazpacho. Anguilas con all i pebre. Suquet de peix. Bacalao
al horno. Escalivada. Caldereta de langosta. Dorada a la sal. Arroz negro.
Mojama y huevas de atún. Aceitunas amargas. Pa
amb tomaca. Salsa de romesco. Paella valenciana. Habas tiernas. Estofado
con laurel. Pescadito frito. Verduras a la plancha. Y toda clase de ensaladas.
De postre, higos, uva, naranjas, granadas, melones y sandías, todo bien
visible, de primera mano y sin mejunjes más o menos literarios que rompan la
sustancia de estos alimentos naturales.
La cocina mediterránea, en el fondo, es una moral. Su
fundamento consiste en la forma de alargar la sobremesa y reír los alimentos.
Dice Epicuro: “Debemos buscar a alguien con quien comer y beber antes de buscar
algo que comer y beber, pues comer solo es llevar la vida de un león o de un
lobo”. Ninguna comida es pesada ni da acidez, los que son pesados y dan acidez
son algunos comensales con los que a veces uno se ve obligado a compartir la
mesa. El refinamiento consiste como en el banquete de Platón en degustar
también la amistad, en dejar pasar las horas y aprender comiendo la fortaleza
de las cosas sencillas, la impasibilidad ante la muerte, escuchando a ser
posible alguna tarantela al acordeón bajo los toldos de las viejas terrazas
junto al mar. Mientras esta sobremesa exista pienso que el fin del mundo puede
esperar un poco todavía.
No existe una cocina nacional, ya sea francesa, italiana,
española o peruana, hoy tan de moda. Según Josep Pla, la cocina francesa era la
que se servía en el vagón restaurante de lujo de los ferrocarriles franceses,
donde uno podía comer platos de la Provenza, de Normandía, de la Alsacia, de
Lyon. Cualquier cocina es siempre regional, comarcal o incluso propia de
ciertos valles, como los vinos, sin que pueda separarse del cultivo de la
tierra y de la tradición de la mar. En España se dice: en el sur se fríe, en el
centro se asa, en el norte se guisa, pero este arte alcanza su cima cuando se
fía al talento de abuelas y madres amorosas o de aquellas cocineras de toda la
vida que ayudaban en casa.
Mientras algunos sibaritas se adentran en los alimentos a
través de la literatura, los verdaderos degustadores modernos prefieren
asimilarlos mediante la mística. La cocina mediterránea se corresponde bien con
esta última actitud. Hubo santos y pintores que se arrodillaban ante una col.
Contemplar espiritualmente la comida en el plato como una materia que pronto
pasará a formar parte de tu espíritu es la esencia de la dieta mediterránea.
Pensar en el origen de esas verduras, de ese pescado, de esas frutas; recorrer
con la mente el camino que han seguido hasta llegar a tu boca y mientras
masticas lentamente recordar que también tú serás parte de ellas en cuanto las
digieras, he aquí una manera de alcanzar una cúspide. Uno es lo que come.
Otra forma de ocultar los alimentos es el picante que
uniforma todos los sabores. En épocas en que la comida no se podía preservar
por medio del frío o en países tropicales donde el calor la degenera con
rapidez, el picante se utiliza para que el paladar no detecte la putrefacción.
Particularmente prefiero la comida aromatizada con hierbas diversas que dan
homenaje al olfato sin que el fuego haya pasado por sus ingredientes sencillos
de forma que los cambie de naturaleza ni de sustancia.
Cocina visible,
aromatizada, compuesta de alimentos muy terrestres y sobre todo consumida con
discreción bajo las parras, a la sombra de las palmeras, junto a paredes
encaladas. He aquí una actitud ante la vida. Se sabe que todos los dioses y
filosofías pasan o se transforman. No obstante, los alimentos naturales, si van
unidos al alma, permanecen intactos.
Al final de una buena comilona siempre hay alguien que lanza
ritualmente este mantra: mañana sin falta me pongo a dieta. A continuación el
glotón de turno, que acaba de zamparse un codillo o una fabada, en señal de
arrepentimiento, pide el café con sacarina. En las copiosas y pesadas
sobremesas se suele hablar mucho de dietas. Cada comensal aporta la suya: la de
semillas de calabaza, la del melocotón, la del astronauta. Ante el firme
propósito de adelgazar, alguien decide comer de todo y ayunar por completo un
día a la semana, otro piensa en hacerse vegetariano. Estar gordo o flaco es
solo cuestión de metabolismo, sentencia el sabiondo.
He aquí la dieta ideal. Hay que comer de todo cinco veces al
día en la cantidad que a uno le quepa en el cuenco de la mano, pero si se come
en pequeña cantidad comida sana no es para adelgazar, sino para respetar el
propio cuerpo y no someterlo a la humillación de comer basura que irá a formar
parte del espíritu.
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