Por Manuel Vicent |
El triángulo compuesto por tres de los grandes, Dalí, García
Lorca y Buñuel, ha constituido una forma de pesadilla, de la cual la cultura
española contemporánea no ha logrado aún despertar del todo desde los inicios
del siglo XX. Los tres vivieron la vida como un juego. En el ámbito
internacional, Salvador Dalí fue el primero en darse cuenta de que la comunicación
de masas había subvertido la escala de valores en el arte.
La modernidad
consistía en que la vida del artista, expuesta al sacrificio perenne de las
cámaras, era una parte inseparable, sino la más importante, de su creación e
invirtió lo mejor de su talento en hacer de la impostura una fuente de
inspiración. Hoy, la controversia frente a este genio o payaso ha perdido ya la
carga política que tuvo antaño, pero solo un dato no ofrece discusión: Dalí no
hubiera sido lo que fue sin la perversa excitación a la que le sometió Gala, su
mujer, amante, hidra de Lerna o medusa, la cual le quitó de encima el aire
provinciano ampurdanés, convirtió su sexo ambiguo en una forma de esnobismo y
sus extravagancias en un manantial de dólares. Querido, si finges ser loco o
extravagante, deberás mantener la ficción hasta que estires la pata. Será este
juego el que va a alimentar tu obra.
Salvador Dalí comenzó a imponer ya su personalidad a los
tres años, cuando defecaba detrás de las cortinas de su casa para obligar a sus
padres a buscar cada mañana en un lugar distinto sus excrementos y
distinguirlos de los de su hermano muerto que había llevado su mismo nombre.
Fueron sus primeras firmas auténticas. Cuando Dalí llegó a la Residencia de
Estudiantes en 1922 tenía 18 años, sólo sabía contar hasta diez y apenas
hablaba unas palabras en castellano. Desde la ventana del segundo pabellón,
Luis Buñuel y Federico García Lorca lo vieron atravesar por primera vez el
jardín con la chalina y la melena de bohemio modernista y ambos quedaron
enamorados de aquel ser que parecía un arcángel. A partir de ese momento, entre
ellos dos se estableció una competición sorda para arrebatarse mutuamente aquella
presa, la cual a su vez parecía complacerse yendo del uno al otro para
encelarlos.
Por su parte, Federico García Lorca había conseguido
licenciarse en Derecho en la facultad de Granada sin abrir un solo libro
gracias a la protección de Fernando de los Ríos, catedrático de Político, amigo
de la familia, quien luego movió su influencia para que fuera recibido solo
como músico o poeta en agraz, en la Residencia de Estudiantes, un centro
enfocado a los estudios científicos. Tampoco Dalí tenía otra razón de caer por
allí que el interés de su padre, grave notario de Figueres, en encontrar un lugar
seguro y burgués para su hijo en Madrid. En cambio, Buñuel llegó a matricularse
para ingeniero agrónomo, tal vez porque en Calanda su progenitor, que volvió
rico de las Indias, había comprado tierras después de casarse con la joven más
guapa del pueblo. “¿A quién me ha mandado?”, se quejaba el director de la
Residencia, Alberto Jiménez Fraud a Fernando de los Ríos. “El joven Lorca anda
por aquí todo el día inventando juegos con sus amigos y no deja estudiar a
nadie”.
Mientras la mayoría de los residentes iban para ingenieros,
biólogos y químicos, lo que les obligaba a un notable esfuerzo en el estudio,
el poeta, el pintor y el cineasta, los tres todavía sin futuro, azuzados por
otro señorito holgazán, Pepín Bello, vivían en estado de inocencia jugando a
inventar gansadas surrealistas infantiles que hoy no harían la más mínima
gracia. De forma turbia se enredaban y desenredaban, hasta que la Guerra Civil
deshizo el triángulo y el surrealismo real, no el plástico ni el literario, los
devoró, pero a cada uno a su manera.
Después de rasgar un ojo con una cuchilla de afeitar en Un perro andaluz, la fama le sobrevino a
Buñuel durante el estreno de su película La
edad de oro en 1930, en un cine de Montmartre en el que tuvo que montarse
el propio escándalo al contratar a unos falsos y airados burgueses para que
apedrearan la pantalla. Luego se nutrió del surrealismo católico, sexo de
oficio de tinieblas, de procesiones, tambores, de coronas de espinas, de
corazones de vírgenes traspasados por siete puñales y medias con costura. Por
otra parte, ¿existe surrealismo más intenso que una violenta tramontana
establecida durante una semana en el Ampurdán? Dentro de ese viento loco, los
payeses sueltan las peores animaladas. Dalí comenzó a repetir en los círculos
surrealistas de París las frases geniales, paranoicas, sin sentido que había
oído a sus paisanos en los bares de Figueres.
La malvada medusa de Gala sabía que el surrealismo plástico
y literario es sustancialmente imposible, puesto que el tiempo en que se tarda
en elaborar un cuadro o un poema mata la espontaneidad del subconsciente y
quiebra el principio del automatismo psíquico. El surrealismo solo funciona en
acción, con hechos imprevisibles, disparatados, actuando en el circo mediático,
al margen del cuadro o del poema, de modo que Gala cogió el látigo y no paró de
azotar las nalgas de su criatura obligándola a realizar cada día un número más
difícil todavía.
Pero la explosión sangrienta de la Guerra Civil fue la
macabra experiencia colectiva que hizo posible vivir el surrealismo de verdad.
¿Qué verso de Poeta en Nueva York
podría alcanzar una metáfora más insondable que una descarga de fusil al
amanecer en un barranco de Víznar con la vega de Granada a los pies? El
surrealismo dejó de ser un juego. Al enterarse de la muerte de Lorca, desde la
barrera Dalí gritó: “¡Olé!”, como si su martirio hubiese sido un lance taurino.
A continuación, recomendó al Caudillo de España que continuara firmando
sentencias de muerte porque eso le rejuvenecía mucho. André Breton nunca
imaginó que el único surrealismo posible solo se componía de sangre verdadera.
El resto eran payasadas.
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