Por Jorge Fernández Díaz |
Ese sábado, a pocas horas del límite legal para cerrar las
listas, recibió un mensaje de texto que le puso los pelos de punta. El mensaje
pertenecía a Sergio Massa y rozaba la escatología: "Daniel se cagó".
Marcó su número con el pulso acelerado y entonces el intendente de Tigre, sin
darle los buenos días, disparó a quemarropa: "Me dice que no puede
hacerlo".
Alberto Fernández, puente secreto entre los dos dirigentes y
facilitador de las negociaciones que Massa y Scioli habían tejido para ir juntos
a las elecciones de 2013, le pidió que le contara en detalle el sorpresivo
diálogo que Sergio acababa de mantener con el amo de Villa La Ñata. Pero
enseguida tuvo que cortar porque Daniel a su vez lo estaba llamando por la otra
línea. Alberto respondió de manera apresurada y reconoció de inmediato al
asistente de Scioli: "Doctor, le paso al gobernador". Fernández tenía
la boca seca. "No puedo, Alberto -oyó que Daniel le decía con tono
cavernoso. No puedo, disculpame. No podría mirarla a los ojos a Cristina. No
puedo, no puedo. Realmente no puedo." El ex jefe de Gabinete de los
Kirchner quiso atajarlo y de hecho comenzó a refrescarle los argumentos de
aquella arquitectura electoral mediante la que Scioli se pasaba a la oposición
tras varios años de despiadado hostigamiento kirchnerista, cuando de pronto
reapareció la voz tímida del asistente: "Doctor, doctor -lo interrumpía,
el gobernador me dejó el celular". Sobrevino un incómodo silencio; la
conversación había terminado.
Esta escena de matices y significados ambiguos vuelve hoy a
contarse una y otra vez en los cafés políticos del peronismo, donde se intenta
desentrañar el mayor enigma de estos tiempos: ¿cuánta autonomía real y cuánto
coraje para eludir el doble comando demostraría en una eventual Presidencia el
hombre que jamás pudo sostener ni medio conflicto cara a cara con su cruel
mentora? El análisis no elude la psicología: Scioli no tolera la enemistad
personal ni las secuelas emocionales de una disputa encarnizada. De hecho, es
conocido por su apego a crear permanentemente redes de afecto. Scioli tiene un
millón de amigos. Y traicionar, verbo inevitable para justicialistas de first
class, le provoca profunda aversión. Es por eso que muchos de sus
"compañeros", oficialistas y disidentes, dan por hecho que si alguna
vez llegara a la Casa Rosada, no resistiría el reto airado de Cristina. Otros
dirigentes piensan exactamente lo contrario: Scioli es un experto en aguantar
presiones y estuvo a punto de cruzar una vez la vereda, pero la razón por la
que no cometió aquel terrible error estratégico no reside en su intolerancia a
la infidelidad personal y partidaria, sino en su astucia ajedrecística. Hasta
último momento coqueteó con los opositores para subirse el precio con el
kirchnerismo, que lo maltrataba día y noche. Jamás tuvo, en verdad, la
intención de acordar con Massa. Llevó el asunto hasta el último minuto y luego
alardeó de lealtad con la Presidenta sabiendo de antemano que su única chance,
su gambito triunfal, consistía en heredarla. Y también que era preferible
perder en la coyuntura que soportar dos años del peligroso incendio al que lo
someterían los vengativos pirómanos de Balcarce 50. Según este grupo de nuevos
sciolistas, cuando ese mismo dirigente sea dueño por primera vez de su propia
voluntad, cuando no dependa más de la chequera de nadie, mostrará por primera
vez su perfil verdadero, al Scioli que se esconde dentro de este personaje
manso que construyó artesanalmente para los medios y la opinión pública.
Un tercer grupo de peronistas se coloca en un punto
intermedio: el gobernador no es débil, pero tampoco es valiente, y no es tonto,
pero tampoco es brillante. Como táctico resulta genial, como producto electoral
es técnicamente atractivo y como estadista es garantía de una mediocridad sin
sobresaltos. Durante sus primeros días de campaña electoral se lo vio
inusualmente agresivo con sus adversarios y altanero con su triunfo seguro.
Ninguna encuesta, sin embargo, da razón para tanto optimismo ni para tanta
vanagloria. Pero Daniel está muy impaciente porque se instale que Cambiemos es
la Alianza, que él ya ganó en primera vuelta, que Zannini se ha transformado en
su nueva alma gemela y que los alfiles de La Cámpora no se inmiscuirán en su
gestión económica, soslayando el hecho de que la crucial Comisión de
Presupuesto y Hacienda va a terminar seguramente en manos de un tal Axel
Kicillof, flamante control remoto que Cristina manejará enérgicamente desde su
jardín de El Calafate.
La primera semana después del casamiento por conveniencia
estuvo signada por la escalofriante ametralladora de la dama, que partió en dos
al jefe del Ejército y a un juez decisivo de Casación. Y también por el debut
del nuevo formato proselitista: el ex moto-nauta y el ex maoísta saldrán juntos
por los barrios (uno les hablará a los independientes, el otro a la tropa
sensibilizada) y los dos harán muecas extasiadas en los actos presidenciales,
donde se verá a la maestra en el centro del aula y a los alumnos obedientes en
los pupitres. Estos rituales del Frente para la Victoria serán transmitidos por
cadena nacional y se darán oportunamente asuetos burocráticos y se movilizarán
recursos de los contribuyentes para estos fines partidarios. Al que le guste,
bien, y al que no, también. Es por eso que en la próxima elección no estará en
discusión el rol del Estado, sino su apropiación y su pésimo funcionamiento.
Existen muchas pruebas sobre esos abusos y sobre esa incompetencia
administrativa en la cosa pública, y hubo estos días febriles al menos dos
temas de alto impacto que están hilvanados por esas mismas desgracias: el
affaire Xipolitakis y el descubrimiento de que Zannini les consiguió conchabo
en el Gobierno a sus cuatro hijos. El primer episodio, que se analizó con
preocupación en la Casa Rosada, no es frívolo: denuncia el clima que se crea en
una compañía copada por amateurs con espíritu de estudiantina, y sostenida como
un barril sin fondo por un Estado impune; la dejadez y la escandalosa
imprudencia son hijas de esa cultura interna. Por otra parte, al secretario
legal y técnico se lo tenía hasta ahora por fanático, pero también por asceta.
Es muy respetable casi cualquier militancia democrática, salvo la que
representa un modus vivendi para sí mismo, para sus familiares y amigos. Cuando
resulta que el gran ideólogo estatal termina aprovechándose personalmente del
Estado, sus argumentos de repente se vacían de contenido. Ésta es una de las
graves paradojas de una fuerza que vino a defender el rol del Estado y que con
su negligencia acabará demoliendo su prestigio. Y que vino también a
reivindicar la militancia, y que terminará asociándola con lo peor de las
castas de la mala política. Después de esta experiencia, es posible que para
muchos argentinos Estado y militancia pasen a ser una vez más sinónimo de
"desastre", "derroche", "impericia",
"curro", "acomodo" y "nepotismo".
El kirchnerismo nos introdujo en la máquina del tiempo, nos
devolvió a los años 40 y rompió la palanca de marfil y diamante. Scioli amaga
destrabar la máquina y ofrece sutilmente regresarnos al futuro, pero genera
mientras tanto una gran duda: ¿podría luego mirarla a los ojos a Cristina? O
terminaría diciéndole a la sociedad, con voz cavernosa: no puedo, no puedo.
Discúlpenme, todos y todas, pero no puedo.
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