domingo, 28 de junio de 2015

El conflicto emocional de Scioli

Por Jorge Fernández Díaz
Ese sábado, a pocas horas del límite legal para cerrar las listas, recibió un mensaje de texto que le puso los pelos de punta. El mensaje pertenecía a Sergio Massa y rozaba la escatología: "Daniel se cagó". Marcó su número con el pulso acelerado y entonces el intendente de Tigre, sin darle los buenos días, disparó a quemarropa: "Me dice que no puede hacerlo". 

Alberto Fernández, puente secreto entre los dos dirigentes y facilitador de las negociaciones que Massa y Scioli habían tejido para ir juntos a las elecciones de 2013, le pidió que le contara en detalle el sorpresivo diálogo que Sergio acababa de mantener con el amo de Villa La Ñata. Pero enseguida tuvo que cortar porque Daniel a su vez lo estaba llamando por la otra línea. Alberto respondió de manera apresurada y reconoció de inmediato al asistente de Scioli: "Doctor, le paso al gobernador". Fernández tenía la boca seca. "No puedo, Alberto -oyó que Daniel le decía con tono cavernoso. No puedo, disculpame. No podría mirarla a los ojos a Cristina. No puedo, no puedo. Realmente no puedo." El ex jefe de Gabinete de los Kirchner quiso atajarlo y de hecho comenzó a refrescarle los argumentos de aquella arquitectura electoral mediante la que Scioli se pasaba a la oposición tras varios años de despiadado hostigamiento kirchnerista, cuando de pronto reapareció la voz tímida del asistente: "Doctor, doctor -lo interrumpía, el gobernador me dejó el celular". Sobrevino un incómodo silencio; la conversación había terminado.

Esta escena de matices y significados ambiguos vuelve hoy a contarse una y otra vez en los cafés políticos del peronismo, donde se intenta desentrañar el mayor enigma de estos tiempos: ¿cuánta autonomía real y cuánto coraje para eludir el doble comando demostraría en una eventual Presidencia el hombre que jamás pudo sostener ni medio conflicto cara a cara con su cruel mentora? El análisis no elude la psicología: Scioli no tolera la enemistad personal ni las secuelas emocionales de una disputa encarnizada. De hecho, es conocido por su apego a crear permanentemente redes de afecto. Scioli tiene un millón de amigos. Y traicionar, verbo inevitable para justicialistas de first class, le provoca profunda aversión. Es por eso que muchos de sus "compañeros", oficialistas y disidentes, dan por hecho que si alguna vez llegara a la Casa Rosada, no resistiría el reto airado de Cristina. Otros dirigentes piensan exactamente lo contrario: Scioli es un experto en aguantar presiones y estuvo a punto de cruzar una vez la vereda, pero la razón por la que no cometió aquel terrible error estratégico no reside en su intolerancia a la infidelidad personal y partidaria, sino en su astucia ajedrecística. Hasta último momento coqueteó con los opositores para subirse el precio con el kirchnerismo, que lo maltrataba día y noche. Jamás tuvo, en verdad, la intención de acordar con Massa. Llevó el asunto hasta el último minuto y luego alardeó de lealtad con la Presidenta sabiendo de antemano que su única chance, su gambito triunfal, consistía en heredarla. Y también que era preferible perder en la coyuntura que soportar dos años del peligroso incendio al que lo someterían los vengativos pirómanos de Balcarce 50. Según este grupo de nuevos sciolistas, cuando ese mismo dirigente sea dueño por primera vez de su propia voluntad, cuando no dependa más de la chequera de nadie, mostrará por primera vez su perfil verdadero, al Scioli que se esconde dentro de este personaje manso que construyó artesanalmente para los medios y la opinión pública.

Un tercer grupo de peronistas se coloca en un punto intermedio: el gobernador no es débil, pero tampoco es valiente, y no es tonto, pero tampoco es brillante. Como táctico resulta genial, como producto electoral es técnicamente atractivo y como estadista es garantía de una mediocridad sin sobresaltos. Durante sus primeros días de campaña electoral se lo vio inusualmente agresivo con sus adversarios y altanero con su triunfo seguro. Ninguna encuesta, sin embargo, da razón para tanto optimismo ni para tanta vanagloria. Pero Daniel está muy impaciente porque se instale que Cambiemos es la Alianza, que él ya ganó en primera vuelta, que Zannini se ha transformado en su nueva alma gemela y que los alfiles de La Cámpora no se inmiscuirán en su gestión económica, soslayando el hecho de que la crucial Comisión de Presupuesto y Hacienda va a terminar seguramente en manos de un tal Axel Kicillof, flamante control remoto que Cristina manejará enérgicamente desde su jardín de El Calafate.

La primera semana después del casamiento por conveniencia estuvo signada por la escalofriante ametralladora de la dama, que partió en dos al jefe del Ejército y a un juez decisivo de Casación. Y también por el debut del nuevo formato proselitista: el ex moto-nauta y el ex maoísta saldrán juntos por los barrios (uno les hablará a los independientes, el otro a la tropa sensibilizada) y los dos harán muecas extasiadas en los actos presidenciales, donde se verá a la maestra en el centro del aula y a los alumnos obedientes en los pupitres. Estos rituales del Frente para la Victoria serán transmitidos por cadena nacional y se darán oportunamente asuetos burocráticos y se movilizarán recursos de los contribuyentes para estos fines partidarios. Al que le guste, bien, y al que no, también. Es por eso que en la próxima elección no estará en discusión el rol del Estado, sino su apropiación y su pésimo funcionamiento. Existen muchas pruebas sobre esos abusos y sobre esa incompetencia administrativa en la cosa pública, y hubo estos días febriles al menos dos temas de alto impacto que están hilvanados por esas mismas desgracias: el affaire Xipolitakis y el descubrimiento de que Zannini les consiguió conchabo en el Gobierno a sus cuatro hijos. El primer episodio, que se analizó con preocupación en la Casa Rosada, no es frívolo: denuncia el clima que se crea en una compañía copada por amateurs con espíritu de estudiantina, y sostenida como un barril sin fondo por un Estado impune; la dejadez y la escandalosa imprudencia son hijas de esa cultura interna. Por otra parte, al secretario legal y técnico se lo tenía hasta ahora por fanático, pero también por asceta. Es muy respetable casi cualquier militancia democrática, salvo la que representa un modus vivendi para sí mismo, para sus familiares y amigos. Cuando resulta que el gran ideólogo estatal termina aprovechándose personalmente del Estado, sus argumentos de repente se vacían de contenido. Ésta es una de las graves paradojas de una fuerza que vino a defender el rol del Estado y que con su negligencia acabará demoliendo su prestigio. Y que vino también a reivindicar la militancia, y que terminará asociándola con lo peor de las castas de la mala política. Después de esta experiencia, es posible que para muchos argentinos Estado y militancia pasen a ser una vez más sinónimo de "desastre", "derroche", "impericia", "curro", "acomodo" y "nepotismo".

El kirchnerismo nos introdujo en la máquina del tiempo, nos devolvió a los años 40 y rompió la palanca de marfil y diamante. Scioli amaga destrabar la máquina y ofrece sutilmente regresarnos al futuro, pero genera mientras tanto una gran duda: ¿podría luego mirarla a los ojos a Cristina? O terminaría diciéndole a la sociedad, con voz cavernosa: no puedo, no puedo. Discúlpenme, todos y todas, pero no puedo.

© La Nación

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