Por Manuel Vicent |
Puede que Jorge Luis Borges aprendiera de Oscar Wilde o tal
vez de Bernard Shaw que para alcanzar la fama literaria basta con una frase
ingeniosa, malévola, sorprendente, paradójica, polémica, que cabree a los
representantes oficiales de la cultura. “A lo largo de mi vida he ido
aprendiendo a ser Borges”, dijo casi al final de sus días. Pero no se sabe a
qué Borges se refería, porque eran dos: el Borges escritor y el Borges oral.
Este último, el de lengua larga e imprevista, fue el que le dio popularidad, un
fenómeno que sucedió cuando ya era un anciano coronado por sus admiradores
subyugados con el prodigioso cuento universal, El Aleph, escrito con inapelable maestría o con otros relatos
laberínticos tallados cada palabra lentamente como sobre una madera de ébano.
Pero todas las ficciones, libros de arena, jardines de los senderos que se
bifurcan, el oro de los tigres, las historias universales de la infamia, los
cuchillos, las sombras y los espejos quedaban oscurecidos por cualquier
bordería epatante de ese Borges palabrista. Por ejemplo, al comentar el verso
de Fray Luis de León Pongo mi corazón
sobre tu llaga, dijo: “Qué verso más raro; da la idea de un asado, ¿no?”.
Para pasar a la historia es suficiente una frase que se repita después en los
cenáculos y tertulias literarias.
Aunque era refractario a toda la tecnología moderna, hoy
Borges habría triunfado más aún en el mundo perverso de Twitter con una maldad de 140 caracteres en los que cupiera el
elogio desmedido a escritores menores solo para molestar a los consagrados que
podían hacerle sombra; el desprecio al propio idioma castellano, cuyo genio
dominaba con una perfección absoluta, hasta el punto de preferir el Quijote leído en inglés; el sarcasmo de
zaherir a García Lorca tachándole de
poeta andaluz, el de los guardias civiles y gitanos. Y así sucesivamente hasta
no dejar títere con cabeza.
Ya sabíamos todo de su vida cuando, de pronto, Borges se
convirtió en el paradigma de escritor al que admiras y odias al mismo tiempo.
Ha habido otros literatos contradictorios de este estilo, pero Borges fue entre
nosotros el primero en partir el alma de sus lectores exquisitos, el que
parecía gozar con más ahínco escandalizando con una paradoja reaccionaria a sus
devotos progresistas.
Lo sabíamos todo de su infancia en Buenos Aires, de su
primer viaje adolescente en 1914 con su familia a Ginebra, de su visita al
prostíbulo para iniciarse impulsado por su padre, de su llegada a la España de
entreguerras, de su estancia en Mallorca durante un año y de su primer
encuentro en Madrid en 1919 con escritores más o menos conocidos que andaban
jugueteando con las vanguardias hasta que trabó amistad con Cansinos-Assens, un
escritor secundario, nocturno, talmúdico, poseído por la Cábala, al que desde
el primer momento consideró su maestro. “Una de sus perversidades”, dice Borges,
“consistía en escribir artículos, y hasta libros, en los que prodigaba elogios
a autores menores. En aquellos tiempos, Ortega
y Gasset estaba en la cumbre de la fama, pero Cansinos no le tenía en
cuenta y hablaba mal de él; decía que era un mal filósofo y un pésimo escritor.
Yo le debo muchas cosas, entre ellas supo transmitirme su amor por la
literatura”.
También parece haberle transmitido el arte de la
maledicencia. Cansinos-Assens oficiaba cada noche de dictador en la tertulia
del café Comercial y pasaba por ser conocedor de diez idiomas que usaba para
traducir directamente del árabe Las mil y
una noches y del ruso a Dostoievski, del alemán a Goethe, a Marco Aurelio
del griego y del latín y a De Quincey del inglés. Pero algunos decían que, en
realidad, solo sabía francés, de donde abrevaba como traductor de Barbusse para
asaltar todos los demás idiomas. De la misma forma, algunos maledicentes
también dudan todavía de las inmensas lecturas de Borges. ¿Acaso no será debido
a su prodigiosa imaginación cultural de ciego tanto acopio de sabiduría secreta
extraída de libros imposibles que nunca leyó?
La familia Borges regresó a Buenos Aires en 1921, con el
joven literato imbuido de ultraísmo, una vanguardia que al final quedó en nada.
Con el tiempo, Borges fue madurando hasta convertirse en un escritor guardián
de todos los laberintos, en el poeta de versos de una exactitud matemática
mientras veía que ante sus ojos todo el universo adquiría el color ámbar de la
ceguera. Después fue ese señorón de traje cruzado al que repelía la grasa
popular del peronismo, amigo de Bioy Casares, apacentado por Victoria Ocampo,
sentado en el restaurante La Biela o en un salón del hotel Alvear, donde
acudían los encorbatados estancieros.
En sus últimos años, cuando ya había escrito relatos
admirables y casi secretos se convirtió en el Borges oral, que llegó a España
de los años sesenta dispuesto a romper todos jarrones posibles. “Una dictadura
no me parece censurable. A simple vista, parece que cortar la libertad está
mal, pero la libertad se presta para tantos abusos. Hay libertades que
constituyen una forma de impertinencia. Siempre pensé que la democracia era un
caos provisto de urnas electorales, ese curioso abuso de la estadística”.
Eran opiniones hirientes pronunciadas en un tiempo en que
sus lectores progresistas luchaban en este país por la libertad, contrastadas a
su vez con juicios fastuosos, frases siempre paradójicas y cargadas de
sinrazón, pero este juego dejó de tener gracia cuando sus lectores exquisitos
supieron que apoyaba con su silencio el golpe de los militares argentinos y
ponderaba el régimen de Pinochet.
¿Qué hacemos con este hombre, lo admiramos o lo odiamos?, se preguntaban sus
rendidos lectores. ¿Es un genio o un impostor?
“No otorgarme el premio Nobel se ha convertido en una
costumbre escandinava; desde que nací [el 24 de agosto de 1899] no me lo vienen
dando”. Eso mismo piensan los que le aman. No otorgarle el Nobel significaba
concedérselo por omisión todos los años. Pero más allá del bien y del mal donde
la alta literatura se amasa con cinismo, siempre reinará Borges. Eso mismo
creen los que se ven condenados a odiarle.
Borges oral
“Yo, a diferencia de otros escritores, no me jacto de lo que
escribo, sino de lo que leo”.
“No otorgarme el Nobel se ha convertido en una costumbre escandinava”.
“Siempre pensé que la democracia era un caos provisto de
urnas, ese curioso abuso de la estadística”.
“Quizá haya enemigos de mis opiniones, pero yo mismo, si
espero un rato, puedo ser también enemigo de mis opiniones”.
“El peronismo no es ni bueno ni es malo, es incorregible”.
Para el ignorante que escribió esta notícula: lo que comenta Borges (según el "Borges" de Bioy) no es un verso de Fray Luis de León (Pongo mi corazón sobre tu llaga), sino un verso de la "Oda a Fray Luis de León", de Calixto Oyuela (Pongo mi corazón sobre tu llama). El comentario de Borges es: "Sugiere un asado, una parrillada". Con "llaga", la broma no tiene sentido. Lo peor de todo es que, siendo español, desconozca la hermosa obra poética del maravilloso Fray Luis de León. Como diría Borges, "qué animal".
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