A mí no me inquietan los 97 años del doctor Fayt
sino los 58
del ministro Fernández.
Por Esteban Peicovich |
Suelo verlos en la calle
en el mismo instante en que ellos me ven. Tras advertir que somos de la misma
leva temporal, aquietamos el paso y ya próximos, nos cedemos recíprocamente la
pared y sonreímos.
Esto último de un modo, creo, ligeramente cómplice. ¿De qué?
No lo sé.
Somos los viejos. Algo
así como árboles humanos de ex follaje que suelen moverse con bastón por la
ciudad de taco y punta. Ninguno recuerda cuándo le empezó su actual condición.
Varía la edad según sean costumbre o asombro los que sellan sus vidas. Pruebas
y confesiones hay que marcan ciertos signos. Por ejemplo la de Alphonse Daudet
quien decía que las 3 de la mañana era “la hora en la que los ancianos se
despiertan”. O Trotsky cuando, expulsado de la historia por Stalin y huyendo
hacia México (huérfano de toda masa, solo consigo mismo) advierte por su cara
en el espejo que “el momento más grave de la vida es cuando uno descubre que ha
comenzado a envejecer”.
¿Miraba yo a los viejos
cuando joven? Sí. La memoria no me pasa factura de culpa. Y por la experiencia
en estos ya 15 años de viejo mirón tampoco creo se las pasará a los jóvenes de
hoy. Podrá resultar increíble el dato pero lo tengo más que comprobado: no
recuerdo en todo ese tiempo un solo gesto joven de discriminación o burla o
indiferencia a mi persona como abusivo profesional del tiempo. Al revés, sea en
la calle, en cines o en recintos concurridos, lo que experimento, es un cálido,
atento cuidado de mi edad. No pasa igual cuando se trata de adultos ya hechos.
Por lo general (como si alguna voz les recordara ya que la mitad de la vida
está cursada) respetan al viejo en frío, ponen pronta distancia, temen un
contagio.
No así las mujeres. Y
habrá que agregar esta misma virtud de ellas en su probada dedicación a los padres
cuando entran en la ancianidad. Hasta el propio Cervantes certifica esta verdad
con apunte de maravilla. “La mitad de la vida son los hijos. Más las hijas, la
mitad más entera”. Y sí.
Sobre todo esto venía
meditando yo a propósito del crimen de lesa
sensibilidad practicado por el gobierno con el juez Fayt,
nonagenario él. Y molesto y mucho por el nuevo despropósito urdido en las bajas
esferas del relato nacional. Y sobre todo, indignado. Es que a mí
no me inquietan los 97 años del doctor Fayt sino los 58 del ministro Fernández.
¿O no es acaso él, la más agotada, imprevisible y peligrosa figura
pública que campa a su capricho entre nosotros?
Visible y audible es que
nuestro jocoso reino del revés atraviesa un estridente período de locuacidad
feroz. La empecinada locutora oficial es imparable a la hora de sumar
extravagancias al relato que ella supone historia. En él caen Onur, Sherezade,
Cutzarida, Tinelli, Samid, Bocas-Ríveres, como nosotros estupefactos y
revueltos dentro. A su consumado y consumido ego le cuesta aceptar que la
realidad (de las urnas) es la única verdad (de las urnas) bien sea lo dijese
Perón o que sin saberlo nosotros Aristóteles se hubiese copiado de Perón. Y
como si algo faltara, al más ácido y vocinglero de sus ministros le da por
salir a perseguir ancianos.
En el país viven
un millón de habitantes mayores de 80 años. ¿Puede cualquier Fernández
llegar a los 100? Según la ciencia, no. Se arriba a esa cima o a sus cercanías,
como llegó el doctor Fayt por obsequio, seguro, de la genética y de los dioses.
Y de él mismo. Hay que saber vivir (y perdurar) en consecuencia. Envejecer
de modo dilatado convierte a quien le toque en depositario activo del más
antiguo anhelo de la humanidad: vivir más y mejor. Y en este sentido, un
Bunge, un De Vicenzo, una Legrand, un Fayt merecen un amoroso cuidado social y
no el tratamiento “a lo bestia” que desde del gobierno se viene dando estos
días al magistrado.
No han arribado porque
sí a su “alta edad”. Llegan a ella por destino y, como apuntan gerontólogos de
fuste, por lo singular de su nivel psicológico y social. Para Cicerón, los
mayores deben asumir asuntos sociales y políticos que no requieren prisa sino
prudencia y reflexión, que suelen desarrollarse con el envejecimiento. También
afirma que el adulto mayor está en mejor situación que el joven porque ha
conseguido lo que aquél espera. Por lo general, el individuo mayor se muestra
más atento al resguardo y guía de su grupo de pertenencia. La ciencia en esto
es terminante. No se conoce caso alguno de individuo que haya alcanzado
los 100 años si en el transcurso de su vida escapó de la justicia oculto en el
baúl de un automóvil. Un baldón así reduce toda chance.
Vuelvo. Digo que regreso
de esta caminata que suelo dar a la hora del véspero y me invade otra vez el
tema Octo. Es recurrente. También yo tengo mi Relato de la Última Edad. Pertenezco
por tal a un colectivo humano que reúne en el país a un millón de personas.
Exceptuando el grupo de innombrables genocidas que habitan en la Nada, se trata
de un millón de veteranos y veteranas que podrían llenar varias “bomboneras” y
“monumentales”. Cada uno posee a su medida experiencia y memoria para trasvasar
a la joven sociedad que los sucede. Este millón sobreviviente posee
conocimientos que pueden reforzar los proyectos de la nueva generación. Mucho
que dar y proponer. No ser sensible a esta herencia elemental de los
pueblos es un despropósito imperdonable.
Y atacarlos, un crimen.
¡Viva Fayt!
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