Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
En un partido que debía disputarse a puertas cerradas entre
Boca y Chacarita, la barra del último rompe los molinetes y se manda. La 12, al
mando del Rafa Di Zeo, decide reprimir y llega antes que la infantería de la
Federal.
Di Zeo estuvo meses prófugo pero hablando por teléfono con todos sus
contactos. Menem le aconsejó que se entregara para salir en libertad antes de
las fiestas. Funcionó. Better Call Carlos Saúl. Ese mismo año –2003–, en la
Panamericana camino a Rosario, la barra de River, que viajaba a Rosario para
enfrentar a Central, embosca a la de Newell’s, que venía a Baires para jugar
con Boca. Luego de matar a dos hinchas de ñuls, la joda terminó con quince
heridos y más de mil detenidos.
A un hombre le secuestran su único hijo. Lo extorsionan,
paga el rescate, le matan el pibe. Luego de unas marchas, lo destrozan
públicamente por hacerse llamar Ingeniero cuando no tenía el título. Durante
2004, Argentina tuvo el dudoso récord sudamericano en tasa de secuestros
extorsivos, con una tasa de 1,14 por día. Ese número no incluía la modalidad de
secuestro exprés –en el que te sacan a pasear hasta dejarte seco– y aún no
entiendo cómo no es incluido entre los grandes números de la larga década
ultraganada.
Un año más tarde, Argentina se convierte, según datos de la
ONU, en el país con mayor cantidad de robos por habitante. Para confeccionar
dicho número, no tuvieron en cuenta la apropiación indebida por parte de los
funcionarios públicos. River viaja a Brasil para jugar contra el Sao Paulo. Los
locales apedrean al micro de River, la hinchada arma quilombo, la policía va a
reprimirlos…y terminan siendo echados por la barra. Tal fue la gresca que se
armó que el São Paulo quería llegar en helicóptero al Monumental para jugar el
partido de vuelta, partido en el que, para variar, también cachengue: piedrazos
entre las tribunas en pleno partido, corridas antes, durante y después de la
disputa y demás quilombos que terminaron con la clausura del estadio. En
diciembre de 2005, el Rafa Di Zeo se casa con su novia, Secretaria Privada del
entonces Gobernador bonaerense, Felipe Solá. Al ágape va casi todo el gabinete
provincial, más Aníbal Fernández.
Un señor mayor se presenta como testigo en un juicio contra
uno de los personajes más siniestros de la última dictadura. Su testimonio está
más flojos de papeles que un Duna con patente de cero kilómetro, pero
desaparece. En vez de buscarlo, se pasan la pelota entre el gobierno nacional y
el provincial para ver quién es el culpable de que el desaparecido –que
declaraba en un juicio federal en La Plata– no contara con custodia. Nunca más
apareció.
Un pibe es torturado en una comisaría de La Matanza y
desaparece. Todos se hacen los boludos, desde el intendente hasta el
gobernador. Años más tarde lo encuentran, de recontra pedo, en el cementerio de
la Chacarita, Baires, como NN.
Una patota sindical pegada al kirchnerismo asesina a
corchazos a un trabajador tercerizado que, para sentirse discriminado del todo,
militaba en el Partido Obrero. La Policía Federal brillaba por su ausencia.
Aparecen escuchas del ministro de Trabajo aconsejando al secretario general de
los Ferroviarios. Ni Tomada, ni Alak –en ese entonces, la Federal pertenecía al
ministerio de Jusitica– ni Cristina se hacen cargo de nada. Una semana después
moría Néstor Kirchner, según Cristina, porque la bala que mató a Ferreyra “rozó
su corazón”.
Sólo en los primeros 10 años del kirchnerismo se produjeron
70 muertes vinculadas a enfrentamientos de barrabravas o a disputas internas.
2013 fue el año récord de la historia del fútbol argentino, con 16 muertos, si
es que no contamos los más de 70 de la Puerta 12 en el estadio Monumental de
1968. Y mejor no sacar cuentas de los heridos, destrozos y amenazas de muerte
varias de las que no se salva ningún equipo.
Cuando a River le tocaba jugar el partido de vuelta contra
Belgrano para no perder la categoría, no fueron pocos los que recomendaron que
se jugara a puertas cerradas. La política decidió que se jugara con gente. Al
árbitro lo amenazaron de muerte, al plantel visitante lo cagaron a piedrazos, a
los locales los quisieron linchar. El descontrol fue tal que se registraron
destrozos en varias decenas de locales del barrio, patrulleros incendiados, al
igual que algún que otro móvil televisivo. Más de 70 heridos, 25 de ellos
policías a los que, probablemente, les chupaba un huevo el partido.
Y si creen que es sólo una cuestión de clubes, mejor no
recordar lo sucedido en el Obelisco cuando la selección argentina perdió la
final frente a Alemania.
No pienso hablarles de los vínculos secretos entre las
barrabravas y la política. Básicamente, porque de secreto no tiene nada. Desde
que el poder gubernamental arbitró los medios para que se creara Hinchadas
Unidas Argentinas, se cruzó una línea más, una nueva que inventaron para
reventarla, porque las anteriores ya habían quedado muy atrás, como cuando
Menem le pidió a Di Zeo que bancara la candidatura de Daniel Scioli en las
internas del PJ en la década de los noventas.
Primero, los quilombos se armaron entre las barras. Luego,
fue dentro de las mismas barras. Más tarde, la ligaron los que iban a la cancha
y no tenían nada que ver. Y, finalmente, se vio afectado cualquier pelotudo que
tuviera que estacionar su auto cerca de un estadio desde varias horas antes de
un partido.
Si los asusta la guita que se gasta en Fútbol para Todos, ni
quiero que saquen la cuenta de cuánto cuesta la seguridad de cada partido.
Cortes de tránsito en horas pico de días de semana, megaoperativos policiales
para custodiar a los violentos y cientos de millones de pesos destinados cada
fecha para intentar mantener medianamente el orden. Y no funca.
Entiendo que la violencia asuste. Es sano: significa que no
somos psicópatas. Si la violencia no nos generara ningún tipo de sentimiento,
algo fallaría. Ahora, si nos sorprende, también tiene un significado: somos
idiotas.
Puedo dimensionar, aunque me cueste por mis parámetros
mentales, que haya gente que se haya acostumbrado a la increíble tasa de
criminalidad de los últimos tiempos. No es que se ignore, simplemente se
aceptó. Todavía me siento un hombre de otra etapa evolutiva cuando tengo que
explicarle a algún sujeto diez años menor que no miento, que yo me pasé mi
infancia y adolescencia en la calle sin que nadie, nunca jamás, me arrebatara
un centavo, me tocara la bicicleta o me apretara por ser de otro barrio.
La cultura del aguante es generalizada, sobrepasa al fútbol.
He visto a bandas de pibes cagarse a trompadas por un grupo musical, y hasta
batallas literalmente campales entre dos complejos de edificios separados por
la avenida Escalada en el sur de la ciudad de Buenos Aires. Y como en todos los
casos de agresión gratuita, no se trataba de querer imponer por la fuerza algo
tan subjetivo como un gusto, sino de aniquilar al que le gusta algo distinto o
que, por devenires de la vida, le tocó vivir en uno u otro barrio.
El aguante es primitivo, es aferrarse a algo etéreo ante la
imposibilidad de abrazar algo real; es la necesidad sentirse parte de algo y,
al mismo tiempo, que ese algo no sea normal o el mejor, si no el único. Y si a
eso le sumamos el germen de la fascinación por la violencia en masa que tiene
el argentino, el registro es inacabable. Llámenme exagerado, pero no encuentro
diferencias en la esencia de la violencia setentista y la cultura del aguante,
como tampoco hallo un puñado de desigualdades entre los terceros inocentes
afectados en una guerra pajera por el poder, sea el poder real o el del barrio.
Precisamente, es ahí donde el problema repercute en la
sociedad: cuando las actitudes generan violencia. Los dichos, los hechos, el
verso, violentan. Y todos tenemos nuestro punto límite. A algunos les jode que
les digan algo de sus madres, otros, un poco más jodidos, se sacan con que los
miren, nada más. Pero todos tenemos una frontera que, si es cruzada, nos
revienta. Varía con los problemas del día a día, con los resortes emocionales
que tengamos en cada momento. Algunas veces tenemos más paciencia que otras.
Puedo ponerme de ejemplo. Que aparezca Berni y diga que no
ingresó pirotecnia a la Bombonera cuando en la estación espacial se tuvieron
que poner lentes negros de la luz que recibían desde La Boca, me da bronca pero
no me bloquea. Por otro lado, hasta hace tres meses Kicillof no me causaba otra
cosa que risa. Hoy, entrando en la segunda mitad del quinto mes del año, me
genera ciertos sentimientos casi inconfesables cuando pide un techo de 27% para
unas paritarias que deberían, como mínimo, compensar la inflación del año
pasado, que fue del 40%. Cinco meses después y con una inflación
interparitarias del 46%, nos quieren morfar el 19% del poder adquisitivo. Un
quinto del salario de un año al otro, pero con soberanía, Patria y satélite.
Puedo contar hasta un millón, pero si en plena cadena
nacional, Cristina nos recuerda “a quienes decontaron el 13% a los salarios” y
nos tira que “en España aumentarán los salarios sólo el 1,5% en los próximos
tres años”, no hay terapia de respiración que me relaje. Del mismo modo, no
existe benzodiazepina que me haga evitar el mal trago de recordar que el
descuento del 13% fue sólo para estatales y que fue aplicado previamente por su
difunto esposo en la provincia de Santa Cruz, o que en España tienen una
deflación del 1% anual.
A cada uno lo saca de quicio algo distinto. Sin ir más
lejos, hay una mujer que pierde la compostura cuando alguien le recuerda lo que
hace concientemente, sea a través de una denuncia por arreglar con los
sospechosos de un atentado internacional que dejó 85 muertos, o sea por
sospechar de su patrimonio, como si tuviéramos que pedirle disculpas por dudar
de sus palabras cuando su único trabajo registrado fue el de empleada pública y
hoy es multimillonaria, terrateniente y empresaria hotelera.
Y ahí es cuando viene el discurso del aguante, la arenga a la
tropa para que banque los trapos como buenos barrabravas: de espaldas a los que
en verdad están poniendo el lomo por el club y rindiendo honores a la jefatura
que utiliza los colores sólo para forrarse en guita mientras dice que lo hace
por la camiseta.
Al adversario hay que
destruirlo por colonialista, imperialista o fan de Justin Bieber. A los
árbitros también, sea por que cobran falta cuando fueron con los dos pies a la
ingle, o por la edad. Al que cambia de camiseta y se va del club hay que
tratarlo de traidor por el resto de su vida, aunque algunos miembros de la
barra hayan pasado por más clubes que el Tweety Carrario y tengan menos códigos
que Mauro Icardi.
Ya no sé qué vino primero, si la politización del fútbol o
la futbolización de la política, sólo sé que los mismos que se quejan de la
frivolidad de las campañas electorales no defienden ideas ni hechos que puedan
sobrevivir a correr la cortina, mirar por la ventana y contar cuántos sujetos
han dormido en la vereda de sus casas la última noche, cuántos pasan pidiendo
monedas, cuántos están por tocarle el timbre para manguearles ropa y cuántos
pibes que deberían estar en el colegio pasan repartiendo estampitas o vendiendo
medias.
Sin embargo, para el barrabrava ideológico, no importan los
resultados, importan los colores. Si realmente le importaran los números, no
seguiría en la prédica de que estamos en el mejor país del mundo con el
gobierno más mejor de la historia toda, cuando nos saca a pasear de la mano
cualquier equipo intercolegial en el torneo que elijamos al azar.
Lunes. Non parlo di calcio.
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