Por Nicolás Lucca
(Relato del Presente)
Tengo el extraño privilegio –junto a toda mi generación– de
haber sido de las primeras camadas que hicieron toda su educación escolar en
tiempos democráticos. Contrariamente a lo que vivieron otras instituciones, en
mi colegio no existió la desmalvinización de los ochentas. Es más, la Marcha de
las Malvinas ocupaba el segundo lugar de mi ranking de canciones militares para
el pogo detrás, obviamente, de la Marcha de San Lorenzo, nuestra Bohemian
Rhapsody de los hitazos militares.
En cada 17 de agosto, el papel de San Martín se lo daban a
otro Nicolás, hijo de la maestra de 4to A. A mí me pintaban la cara con corcho
quemado y me ponían de Sargento Cabral. Lo odiaba. Era casi colorado y mi vieja
gastaba tres corchos en lograr un color que tardaba semanas en irse. Y todo
para rescatar al boludo de mi tocayo de una certera muerte bajo un caballo de
cartulina y palos de escoba. La única vez que salí sorteado para representar a
un prócer, me tocó Sarmiento: el único pelado.
Cada proximidad de una fiesta patria era un acontecimiento
único, como pequeñas nochebuenas que venían en cuotas. Arrancaba con los
especiales de la Anteojito y la Billiken. Sí, las dos. Y como cada año, el
juego era el mismo: pegar el Cabildo o la Casa de Tucumán en una cartulina,
aguantar una noche, recortarla, armar la maqueta, poner a He-Man de Belgrano,
etcétera. Como todavía estaba en la primaria, ser abanderado o escolta era un
orgullo propio y no un sinónimo de tragalibros o chupamedias.
En la semana del evento, los docentes nos daban clases
especiales para que aprendiéramos qué onda. Honestamente, nos importaba muy
poco si habían o no paraguas el 25 de mayo de 1810, de qué color era el caballo
blanco de San Martín o si cruzó los Andes en camilla por una úlcera estomacal. Lo
único que tenía en claro es que la fecha patria no era un feriado, sino una
fiesta de la comunidad en la que, si pintaba, comíamos churros con chocolate en
el colegio, y si nos sacábamos la lotería, nos caía la banda del Regimiento de
Granaderos.
Lo importante de todo esto es que, con el paso de los años,
empecé a sospechar de esos tipos a los que me presentaron como patriotas. Como
toda persona con un poquito de intriga, me armé mi camino historiográfico y
formé mis propios conceptos de aquellos hombres. Y como era de esperar, los
años me hicieron mandar todos los análisis a la mierda y convertirlos en
hombres políticos, seres de su época y, por consiguiente, imposibles de juzgar
desde la comodidad de mi teclado en el siglo XXI.
Amé a San Martín, desprecié a Sarmiento, odié a Roca, ignoré
a Belgrano más allá de la Bandera, adoré el romanticismo de Moreno, admiré a
Rosas, insulté la memoria de Urquiza, me cagué en Mitre, reivindiqué a Dorrego,
vilipendié a Lavalle, me maravillé con Güemes y sus infernales, menosprecié al
General Paz. Odiaba a los Unitarios y me encandilaba el rojo punzó a tal punto
que El Matadero de Esteban Echeverría me parecía más un puchereo de quinceañera
sin vals que una protesta contra una forma de ejercer la política. Fui formado por
una educación que ponderaba a la generación del ´37, más no así a la del ´80,
de la cual a los 12 sabía tanto como de la Teoría de Cuerdas, pero mucho más
que lo que sabe un egresado de hoy en día. Convengamos que los billetes
circulantes no ayudaban demasiado. A los chicos les llaman la atención los
billetes. Cuanto más pequeños de edad, mayor admiración por esos papeles de
colores que usan los adultos. Agarrar uno era inspeccionarlo. Y ahí tenía los
australes: Rivadavia, Urquiza, Derqui, Mitre y Sarmiento del 1 al 100. Con la
inflación empezaron a aparecer los liberales, como si un acto inconsciente los
llevara a probar alguna receta pagana, y Avellaneda y Roca se colaron en los de
billetes de 500 y 1.000 australes.
Los años pasan para todos y los devenires políticos de mis
tiempos me llevaron, en algún punto, a perdonar a todos. No, no es soberbia
suponer que necesitan de mi perdón: era perdonarme a mí mismo por haberme
tomado el atrevimiento de juzgar a quienes hicieron lo que tuvieron que hacer
en su momento en función de sus convicciones, que no tuvieron problemas en
dejar la sangre por sus ideas, o pasar al ostracismo y sacrificar los honores
con tal de “no desenvainar contra un compatriota”.
Como todo joven rosista, Sarmiento me parecía lo más cercano
que teníamos al anticristo. Que la casa de descanso del Restaurador de las
Leyes –las suyas– se convirtiera en un parque al que, por si fuera poco,
bautizaron 3 de Febrero, para que nadie se olvide de cuando le rompieron el
totó y lo mandaron al exilio, me resultaba un insulto. No puteaba a Urquiza y a
Mitre, lo puteaba a Sarmiento por el arrebato vengativo. De Roca mucho no
hablaba, porque me resultaba un genocida conservador, aunque en ésta tengo que
reconocer que algo de culpa tuvieron mis educadores católicos.
Obviamente, para encontrar el punto medio hay que conocer
los dos extremos. Curiosidades de la vida, un día caí en que las herramientas
que me permitieron una mente crítica habían sido instauradas por Sarmiento,
Avellaneda y Roca. Que si mis viejos elegían pagar una cuota para que recibiera
una enseñanza católica, se lo debían a Roca y que esta Patria, que fue tan
progre desde 2003 hasta la llegada del Papa Peronista, rompió relaciones con el
Vaticano por que a don Julio Argentino le pareció que no correspondía enseñar
religión en un país que impulsaba la libertad de culto en su Constitución
Nacional.
Finalmente entendí que, si tenemos unas hectáreas a las que
le podemos llamar país, se lo debemos a todos esos locos, y que por eso se los
considera patriotas. Y que se los glorificó porque toda Nación que se precie de
tal necesita de mitología. Las civilizaciones antiguas tenían a sus dioses y
semidioses, los norteamericanos a sus padres fundadores. Nosotros tenemos a
nuestros patriotas, un montón de tipos dispuestos a matarse entre sí por
imponer sus ideas, pero que mientras sobrevivían nos dejaron determinadas bases
que, aún hoy, nadie pudo destruir del todo. Por otro lado, es superador. Porque
no sé si se dieron cuenta que en Argentina todavía nos debatimos entre
Unitarios y Federales y pretendemos superar el antagonismo entre peronismo y
antiperonismo.
Redondeando, podría afirmar que para ser considerado un
patriota, habría que hablar primero de Patria y, al mismo tiempo, haber
contribuido notablemente a la creación, defensa o engrandecimiento de la misma.
Y el concepto de Patria nos lo desdibujaron tanto con eso de Patria Grande y
nuestroamericanismo por un lado, nacionalismo chovinista y anticolonialista por
otro, y entreguista faldero de cualquier colonialismo comercial que no sea el
anglosajón-norteamericano, que cuesta saber de qué cazzo estamos hablando a la
hora de decir Patria. Si encima pretendemos encarar el concepto de patriota
desde un punto de vista tan básico como el amor por la Patria –ese lugar
compuesto por otros compatriotas a los que hay que respetar por pertenecer a la
misma tierra– el asunto se nos va de las manos.
Todos los que llamamos próceres nos dejaron algo, incluso
los que más odiamos. [Estimado lector, elija a su prócer más despreciado, no
importa cuál. Cuente las letras de su apellido, multiplíquelo por 5, réstele
las letras del nombre: Si el número le da entre 1 y 100 mil, no importa el resultado,
usted le debe algo] Y acá viene el temita de ver a Cristina descubriendo los
cuadros de Néstor Kirchner y Hugo Chávez en el Salón de los Patriotas
Latinoamericanos.
Todo bien, convengamos que no podíamos pedir demasiado de
parte de una Presidenta que sostiene que éste es el modelo que Belgrano y San
Martín soñaron, de lo que se desprende que el que donó su patrimonio para
construir una escuela y el que decidió alejarse del Poder para evitar
confrontaciones, soñaron con un país generador de semianalfabestias en que se
confunde igualdad con justicia social y en el que la meritocracia es un insulto
a la moral y buenas costumbres de un Gobierno que en doce años de gestión logró
el curioso récord de dejar el país con los mismos índices de pobreza que tenía
al asumir y rogándole inversiones a países en los que la democracia y los
derechos humanos son teorías abstractas.
Lo que cuesta creer es que la Presi, de la que se puede
poner bajo un manto de sospecha su título de abogada, pero de cuyo paso por la
educación primaria y secundaria sí existen constancias, desconozca cuestiones
tan básicas como que jamás podría denominarse “bolivariano” a un sistema como
el instaurado por Chávez y continuado por el payaso triste Nicolás Maduro. Va
con onda, pero además de ser uno de los libertadores de América, Simón Bolívar
era un demócrata liberal que, entre sus frases más famosas, dijo que “nada es
tan peligroso como dejar permanecer largo tiempo a un mismo ciudadano en el
poder” porque “el pueblo se acostumbra a obedecerle y él se acostumbra a
mandarlo; de donde se origina la usurpación y la tiranía”. No hace falta
recurrir a un estudio revisionista profundo como para saber que un país en el
que tienen que elegir entre Patria o limpiarse el culo con papel higiénico no
es precisamente el ideario que soñó don Simón.
En cuanto a Néstor, vuelvo al cálculo que propuse unos
párrafos arriba. Si después de doce años tenés que agradecer el asistencialismo
social, te cagaron. Si tras una década larga reconocés como logro que el
gobierno utilice tus aportes patronales para financiarte la compra de un
pantalón en doce cuotas, te la pusieron al trote. Si después de 143 meses
sentís que es un golazo de media cancha que haya paritarias todos los años,
cuando siempre las cierran por debajo de la inflación real, se te cayó la
capacidad de discernimiento en el camino. Si pasaron 4.363 días y considerás un
mérito loable que la única forma de pegar una casa propia es esperar a que
palmen tus viejos y hermanos, o ganar un crédito por Lotería Nacional, fijate
que se te perdió la brújula de la dignidad humana tras dos millones de años de
evolución. Si ya transcurrieron más de 100 mil horas del mejor gobierno desde
que Gaboto fundó el fuerte Sancti Spiritu y creés que ver los partidos
gratarola es una reparación histórica por los goles que nos secuestraron y no
el mayor despilfarro en propaganda política de las últimas décadas, consultaría
con un especialista para ver si en un estornudo no se te escapó el lóbulo
frontal.
Igual, va con onda. Los entiendo. El concepto de patriotismo
va ligado al amor por el suelo en el que uno nació o adoptó como propio. Y cómo
no amar un país en el que te podés forrar en guita mientras decís que todo lo
hacés por la Patria. Si a la RAE le pedimos que se cope con esta nueva
acepción, que Néstor Kirchner sea bienvenido a la Galería de los Patriotas
Latinoamericanos.
Martedì. Fui a colegio de varones. Alguien tenía que hacer
de mulata pastelera. Superen ese trauma.
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