Por Luis Alberto Romero |
El acuerdo entre Pro, la Unión Cívica Radical y la Coalición Cívica está
dando sus primeros pasos. Carece de nombre, tiene mucho por recorrer, pero sus
perspectivas se han aclarado en el último mes. Luego de la convención radical
se despejaron las dudas, y el acuerdo mostró su solidez cuando los partidos
acordaron concurrir a las PASO con una lista de diputados acordada, que reduzca
los márgenes de la incertidumbre.
Dentro de la lógica de los profesionales de
la política, es una decisión fundamental. Luego ha iniciado bien su marcha por
las PASO provinciales, en las que cada una de sus fuerzas principales obtuvo
victorias importantes.
Esto ha mejorado el animus conciliandi y la affectio
societatis, deliciosos latinismos para lo que sus adversarios llaman
"acuerdos de cúpula". Algunas situaciones provinciales, como la de
Córdoba, se han resuelto, y las diferencias entre los radicales no se
manifiestan ya en el plano retórico, sino en el más práctico de las
candidaturas.
Lo que todavía no está sellado es su contrato con la sociedad civil
opositora, su electorado natural. Le falta algo sustantivo y difícil de lograr,
que no es el reclamado "programa", sino la magia que enamore a su
electorado.
Entre sus posibles votantes hay impaciencia por precisar el para qué y
el cómo. Pero hay que reconocer la especificidad de la política, en la que la
ingeniería es tan importante como el programa. Parte esencial de su lógica es
la competencia y la lucha por los cargos, pues el buen político se realiza con
una victoria que le permita materializar su vocación. Sin ese premio no habría
políticos, ni política, ni democracia. Como en cualquier cosa de la vida, en su
medida.
Se ha avanzado muchísimo en la ingeniería política. No hace mucho
tiempo, se hablaba en términos de "mi límite es tal" o "tenemos
proyectos diferentes". Entre los opositores hubo una decantación. Algunos
eligieron la vía testimonial, aunque no está claro qué es lo que quieren
testimoniar. Pero un grupo importante asumió que en esta elección lo primero es
derrotar al kirchnerismo, no por ser meramente "anti", sino porque
ésa es la condición necesaria -aunque no suficiente- para enderezar el país.
A partir de esta decisión, cada uno de los dirigentes debió trabajar
para ordenar su frente interno y llevarlo a acordar con otros. Carrió, antigua
fogonera de esta idea, probablemente lo decidió en su fuero íntimo. Massa
depende del acuerdo de sus barones del conurbano, de lealtades inseguras. Macri
seguramente consultó con sus asesores y gurúes. La UCR, en cambio, sigue siendo
un partido como los de antes, y sus decisiones son mucho más complicadas. El 14
de marzo pasado, en la jornada de Gualeguaychú, algo más de 300 convencionales tomaron
una decisión. Las alternativas estaban conversadas. Abundaron los cabildeos de
pasillo, pero también debatieron en público durante muchas horas, hablaron de
tradiciones e identidades y también de las mejores opciones para cada uno.
Cuando votaron, hubo una mayoría clara, pero una importante minoría se ganó el
derecho a ser tenida en cuenta. En un país con escasa práctica ciudadana, fue
una refrescante lección.
Luego se volvió a la ingeniería interpartidaria, a las
"efectividades conducentes", que seguramente se resolverán en
términos adecuados al criterio de ganar la elección. La "alianza
republicana" lanzada por Macri y Carrió se flexibilizó para incorporar a
Reutemann, y el caso de Massa, que quiere sumarse, no está cerrado. Hay dudas
sobre sus credenciales republicanas, pero sobre todo se discute cuánto suma y
qué posibilidades hay de que compita en la provincia de Buenos Aires. Así es la
política y nada es imposible hasta el 21 de junio.
Se dirá que hasta ahora no se habla de un programa, pero no es
exactamente así. Hay uno, que no se discutió en ámbitos partidarios, sino en la
sociedad civil opositora, que en los dos últimos años ha tenido un desempeño
sorprendente por su intensidad. "Sociedad civil" es una fórmula
genérica que remite al conjunto de asociaciones, voluntarias o de intereses,
que entre otras cosas se preocupan por la cosa pública. Políticos, técnicos,
intelectuales y ciudadanos comprometidos han sido convocados por estos foros y
en esa interacción se fueron precisando los términos de un programa simple,
genérico pero preciso, y sobre todo diferente del actual.
Muchos de estos grupos de opinión remataron su tarea convocando a los
principales políticos a adherir y firmar declaraciones que sintetizan esas
ideas. El Acuerdo para un Desarrollo Democrático, del Club Político Argentino,
fue firmado en octubre de 2013 por casi todos los presidenciables, que luego
suscribieron una docena de documentos similares. Ninguno es vinculante, pero
todos indican un sentido y unos límites que sus firmantes -líderes de cada una
de las fuerzas políticas- no podrán ignorar. Los políticos pueden concentrarse
en la ingeniería política, sabiendo que lo general está acordado.
No es difícil resumirlo. Se trata de construir la institucionalidad
republicana, como punto de partida para encarar cada uno de los problemas,
desde el urgente ordenamiento económico hasta la tarea de largo alcance de
restablecer la integración social. Todo pasa por el fortalecimiento del Estado
de Derecho y la reconstrucción del Estado, su eficiencia y su equidistancia de
los intereses particulares. Hay una condición previa: ganar las elecciones; hay
otra posterior: asegurar la gobernabilidad. En ambas, las organizaciones
políticas tienen un trabajo difícil: respaldar los acuerdos y tolerar las
diferencias. Por su parte, las organizaciones de la sociedad civil deberán
controlar al nuevo gobierno, aportar su experticia en la discusión
parlamentaria y sobre todo construir ciudadanos y ciudadanía.
Puede parecer poco, pero es un programa suficiente para un término
presidencial en el que los mayores esfuerzos estarán puestos en reacomodar lo
recibido y neutralizar la explosión de muchas bombas de tiempo. Será una
presidencia transicional; si es exitosa, en cuatro años podremos debatir sobre
cuestiones más específicas para el rumbo del país.
Queda por discutir la instrumentación, el cómo y el cuándo. Pero la
lógica de la política -concentrada en las PASO y las alianzas que deben
definirse el 21 de junio- impide hoy mayores precisiones. Las segundas líneas,
que trabajan en políticas comunes, no pueden avanzar más allá de lo que van
definiendo las elecciones y los acuerdos. Tampoco pueden anticipar medidas,
pues en un contexto muy inestable, serían inutilizadas por las reacciones
anticipadas. Finalmente -otra vez la lógica de la política-, quien resulte
elegido para conducir seguramente prefiera tener pocos compromisos específicos,
de esos que comprometen la táctica. Desde el liberal inglés Gladstone a fines
del siglo XIX hasta Yrigoyen en nuestro país, sobran ejemplos de grandes
dirigentes reacios a los programas demasiado precisos.
Pero hay algo que está faltando, indudablemente. No es ni una
enumeración de objetivos ni un listado de medidas a tomar. Es otra cosa. Se
trata de valores, de ideales, de emociones. De una dosis de ilusión. Por ahora
hay poco de todo eso. "Nueva política", "cambio",
"gestión", "seguimos trabajando" no llenan ese vacío, que
demanda a la vez precisión y amplitud. No se trata de mejorar el marketing ni
de encontrar la frase que devuelva a la gente, mejor empaquetado, lo que ya piensa.
Se trata de convicciones, de algo que salga de las entrañas del candidato, que
implique una apuesta y también un riesgo, como el famoso "tengo un
sueño" de Martin Luther King. Que interesen y seduzcan.
La política democrática consiste también en eso: magia inspiradora que
potencie las voluntades. Quien la encuentre no sólo ganará en una contienda que
será ajustada; también demostrará tener pasta de presidente. Alguien en quien
puede confiarse que traducirá el programa general ya consensuado en decisiones
cotidianas, seguramente zigzagueantes, sin apartarse del rumbo general. Esto es
lo que se develará a lo largo de las elecciones previas a la gran confrontación
final.
El autor es miembro de la Universidad de San Andrés y del Club Político
Argentino
© La Nación
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