Por Alberto Salcedo Ramos (*) |
A comienzos de los años 70s, cuando yo era niño, vivía en
San Estanislao, un pueblo caliente y arenoso del norte de Bolívar.
Allí, a diferencia de lo que sucedía en otras partes de
Colombia, no se vivía el “sueño americano”. Los habitantes, campesinos en su
mayoría, soñaban con irse para Venezuela a trabajar como ordeñadores en los
hatos ganaderos o como empleadas domésticas en las casas de familia.
Entonces un Bolívar venezolano valía diez pesos colombianos.
Era negocio ir a partirse el lomo un tiempo y volver al país con una moneda más
fuerte.
Lo triste es que cada diciembre, cuando retornaban a San
Estanislao, aquellos campesinos se enfiestaban y despilfarraban en pocos días
el dinero que habían ganado con tanto esfuerzo durante meses y a veces durante
años. Muchos se quedaban sin un céntimo y por eso no podían viajar de nuevo a
Venezuela, para recomenzar el círculo vicioso.
En aquellos años la televisión era todavía en blanco y
negro. No existía el control remoto. Había que encender el televisor girando
hacia la derecha un botón largo. Minutos después — era indispensable revestirse
de paciencia — aparecía en la pantalla un puntito blanco.
Imperceptible al principio, titilante después, el puntito
blanco se iba expandiendo hasta transformarse lentamente en la imagen de
cualquier cosa. Podía ser la de una señora que recomendaba un jabón en polvo, o
la de un padre de familia que le untaba margarina a su tostada.
Lo que entonces queríamos ver, por supuesto, era la
telenovela venezolana “Esmeralda”. Sobre todo mis tías, que suspiraban por el
galán de moda, José Bardina.
Conservo algunas imágenes borrosas de aquella telenovela. Sé
que el personaje protagónico, una mujer ciega, era encarnado por la actriz
Lupita Ferrer. Sé que había un bobo que se llamaba Alipio. Sé que Esmeralda,
como por arte de magia, recuperó la vista en los capítulos finales. Imágenes
difusas, insisto.
Lo que sí recuerdo nítidamente es que veíamos la telenovela
en compañía de Natividad Morales, una de esas empleadas domésticas que habían
ido a Venezuela a ahorrar en Bolívares para después regresar a San Estanislao a
arruinarse en pesos colombianos.
Natividad, que había visto “Esmeralda” en Venezuela, se la
sabía de memoria. Cuando había un conflicto en la trama, ella lo anunciaba:
“ahora Dominga se duerme con el cigarrillo prendido y el rancho se le quema”. A
mí me maravillaba eso. Yo sabía que ella no tenía el don de la adivinación sino
que había vivido muchos años en Maracaibo. Sin embargo, me gustaba que
pareciera bruja. Todo lo que anticipaba, sucedía.
Analizando el asunto ahora, creo que me encantaba que ella,
por el simple hecho de recitar una telenovela, se hiciera sentir. En su vida
corriente Natividad era retraída, silenciosa, pero cuando empezaba a ver
“Esmeralda” se desataba, y todos la oíamos con sumo interés. Lo que ella
ejercía venía a ser una forma de poder.
Después descubrí que aquello era una costumbre de la época:
las familias acomodadas contaban con una empleada doméstica que había vivido en
Venezuela, y esa mujer tenía entre sus oficios caseros – por un acuerdo tácito
suscrito con la patrona de la casa – anunciarnos los desenlaces de las
telenovelas.
En aquellos tiempos no había internet, ni computadores, ni
bibliotecas, ni televisión por cable. Vivíamos aislados en un rincón
impenetrable del mundo donde ni siquiera se arrimaban las brisas. No nos
llegaba el progreso, pero sí las telenovelas venezolanas.
Ya sé que ninguna de esas telenovelas era “Ciudadano Kane”,
pero sinceramente en San Estanislao nadie se murió de pena por desconocer a
Orson Welles. Además, ¿dónde estaban Chaplin y Woody Allen cuando nosotros los
necesitábamos en medio de aquella canícula feroz? Las telenovelas venezolanas,
en cambio, nunca nos faltaron.
García Márquez dijo una vez que a la buena literatura se
llega a través de la mala. Nadie se inicia con Dostoievski ni con Sartre. Por
eso recuerdo con cariño a “Esmeralda”: sé que era malísima, pero me alegró la
infancia y me despertó, para siempre, la pasión por las historias.
(*) Alberto Salcedo Ramos (Barranquilla, 1963). Considerado uno
de los mejores periodistas narrativos latinoamericanos, forma parte del grupo Nuevos Cronistas de Indias. Sus crónicas
han aparecido en diversas revistas, tales como SoHo, El Malpensante y Arcadia
(Colombia), Gatopardo y Hoja por hoja (México), Etiqueta Negra (Perú), Ecos (Alemania), Courrier International (Francia), Internazionale (Italia), Marcapasos
y Plátano Verde (Venezuela), y Diners (Ecuador), entre otras. Algunas
de sus crónicas han sido traducidas al inglés, al francés, al griego, al
italiano y al alemán.
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