Cómo CFK convirtió la
celebración del 25 de mayo en un acto partidario
y proselitista. La necesidad
de deskirchnerizar el país.
Por James Neilson |
Según los kirchneristas más fervientes, encabezados, como
corresponde, por Cristina, la Argentina nació como país la tarde del 25 de mayo
de 2003. Antes de aquel momento histórico, el territorio que figuraba en los
mapas había sido un baldío miserable infestado por oligarcas, militares,
neoliberales y otras alimañas, pero con la llegada providencial desde el lejano
sur de Néstor Kirchner y su esposa, comenzó a transformarse en lo que es hoy,
una nación orgullosa que lidera el mundo en derechos humanos, inclusión,
desprivatización, desendeudamiento y muchas otras cosas buenísimas.
¿Será la Argentina un país soberano, digno y así por el
estilo después del 10 de diciembre? Cristina la Grande jura esperar que sí.
Aunque es reacia a entrar en detalles, insiste en que el “proceso de
transformación” que con su difunto marido –metamorfoseado post mortem en un
icono no sólo político sino también cultural–, puso en marcha, “debe ser
profundizado”.
Nadie sabe lo que quiere decir la Presidenta cuando alude a
la profundización de un “proyecto” que según todos los indicios concretos se
agotó hace varios años, pero a pesar de todo lo sucedido a partir de la
reelección triunfal se aferra a la idea de que su propio “modelo” es mejor que
cualquier otro porque es suyo. Asimismo, por inverosímil que sea el relato
presidencial a juicio de quienes prestan más atención a los datos concretos que
a la retórica oficialista o las estadísticas confeccionadas por el INDEC, una
proporción sustancial, si bien minoritaria, de la población lo prefiere al
fraguado por los escribidores opositores y por aquellos economistas
despistados, mejor dicho, eunucos, que confían más en los malditos números y lo
que les dicen los empresarios y sindicalistas que en las palabras
reconfortantes de Axel Kicillof.
Este otro relato, el adoptado por los medios recalcitrantes
que según los intelectuales del kirchnerismo están en manos de los siniestros
poderes concentrados locales aliados con los buitres estadounidenses, es de
terror. Lo protagoniza un país aislado que, azotado por fuertes vientos
inflacionarios, se empobrece cada vez más al hundirse en una recesión, uno en
que la corrupción en escala industrial se ha institucionalizado, delincuentes
salvajes dominan barrios enteros y la Presidenta saliente cree que le
convendría que fracasara de manera espectacular su sucesor, sobre todo si se
trata de Daniel Scioli, razón por la que está procurando vaciar lo que aún
queda de la economía mientras pueda. Lejos de haberse visto coronados con el
éxito los más de doce años de hegemonía K, en las versiones más negras del
relato opositor la Argentina desaprovechó una oportunidad acaso irrepetible
para reincorporarse al mundo avanzado, o por lo menos al “emergente”.
Para convencer a la gente de la veracidad del relato oficialista,
Cristina sigue gastando en propaganda muchos millones de dólares aportados por
los contribuyentes y ha hecho de la cadena nacional una especie de blog
personal, olvidándose alegremente de que, conforme a la ley, debería limitar su
uso para cuando el país se ve frente a una emergencia nacional o un asunto de
evidente trascendencia institucional. Claro, desde su propio punto de vista,
todas sus ocurrencias son de importancia geopolítica planetaria, motivo por el
que se justifican plenamente sus apariciones frecuentes –21, en lo que va del
año–, en las pantallas televisivas para comunicarse una vez más con un público
presuntamente embobado sin la intervención de medios periodísticos manejados
por sujetos que no vacilarían en distorsionar sus mensajes.
Cristina está preparándose política y anímicamente para el
día funesto en que no le cabrá más alternativa que la de entregar las insignias
presidenciales al ganador del torneo electoral. Como es natural, quiere que la
ciudadanía recuerde con una mezcla de agradecimiento y nostalgia su ya larga
gestión, de ahí su voluntad de bautizar todo cuanto está a su alcance con el
apellido que comparte con su marido. Si pudiera, Río Gallegos ya se llamaría
Ciudad Néstor Kirchner y no sorprendería en absoluto que soñara con el día en
que la provincia de Santa Cruz llevara su propio nombre. ¿Y el país? Si el
amigo Hugo Chávez decretó que su propio país se llamara oficialmente la
República Bolivariana de Venezuela, le es legítimo fantasear en torno a la
posibilidad de que un caudillo futuro decidiera que en adelante la Argentina
sería una República Kirchneriana.
De todos los oficios, aquel de los políticos es el que más
estimula la egolatría. Es comprensible: para ganar elecciones, tienen que
convencer al electorado de que son más sabios, más carismáticos y más capaces
que todos sus congéneres, mientras que los adulones profesionales que se las
ingenian para vincularse con los más promisorios se dedican a persuadirlos de
que realmente son estadistas excepcionales. Aunque otros, como actores,
pintores, escritores o peluqueros célebres también son propensos a ubicarse en
el centro del universo, la vanidad de tales personajes incide poco en la vida
de los demás, pero un político que se enamora de su propia imagen puede
provocar catástrofes humanitarias inmensas.
Por fortuna, Cristina no está en condiciones de emular a los
narcisistas más notorios, y más monstruosos, de la historia reciente como
Stalin, Mao y Hitler, o latinoamericanos relativamente menos destructivos que
los europeos o asiáticos, como Fidel Castro y el bueno de Chávez cuyo país está
precipitándose en un abismo sin fondo visible. Con todo, el que a Cristina le
haya resultado tan fácil hacerse objeto de un culto de la personalidad, si bien
uno de dimensiones modestas, es preocupante.
No pudo haberlo hecho sin la colaboración voluntaria de
miles de políticos, funcionarios, empresarios y jóvenes ambiciosos. Mal que nos
pese, en el país abundan los dispuestos a arrodillarse frente al caudillo de
turno, atribuyéndole cualidades extraordinarias que por alguna razón otros no
logran detectar. Algunos son oportunistas que en privado se mofan de las
pretensiones extravagantes del Líder Máximo y la abnegación indigna de sus
fieles, pero muchos parecen ser creyentes auténticos. Para estos, es cuestión
de elegir una identidad que resulta capaz de darles la satisfacción emotiva que
sienten los comprometidos con las vicisitudes de un equipo de fútbol al que hay
que apoyar tanto en las malas como en las buenas. Es su forma de pertenecer a
algo que los trasciende.
En los años últimos ha cobrado fuerza una reacción contra
los excesos del personalismo que ha sido tan típico de la era kirchnerista,
pero ello no necesariamente significa que el país está por curarse del
caudillismo enfermizo que tanto lo ha perjudicado. Por ser la sociedad
argentina una en que durante años la obsecuencia acrítica ha servido para abrir
muchas puertas, la característica así supuesta ya formará parte del ADN
nacional y por lo tanto continuará condicionando la evolución política e
institucional del país, demorando la consolidación definitiva de una cultura
cívica democrática.
Además de procurar reconstruir una economía desvencijada sin
morir en el intento, el próximo gobierno tratará de deskirchnerizar el país. Lo
hará no sólo echando a una multitud de militantes camporistas de las
reparticiones públicas o empresas estatales que han colonizado. También podría
cambiar los nombres de lugares o edificios que se han visto convertidos en
monumentos al matrimonio santacruceño. A buen seguro, encontrará un nombre más
apropiado que el de Néstor Kirchner para designar el imponente centro cultural
que reemplazó al edificio de Correos a pocas cuadras de la Casa Rosada, y que
Cristina y sus fieles han atiborrado de kitsch militante. Mientras estuvo con
nosotros, al ex presidente no le importaban un bledo las distintas
manifestaciones culturales y, de todos modos, nadie ignora que su apellido
simboliza una facción política determinada.
El deseo de Cristina de estampar su nombre sobre el país
dista de ser insólito. Otros lo han hecho con entusiasmo parecido desde la
época colonial. En aquel entonces, la Iglesia Católica repartía nombres de
santos por toda la geografía nacional con la esperanza de profundizar así su
proyecto particular. Después, vendrían los militares: la Argentina siempre se
ha destacado por la cantidad francamente asombrosa de localidades que incluyen
en su nombre el rango –general, coronel, comodoro, lo que fuera– de un militar.
Andando el tiempo, los políticos se esforzarían por superarlos cuando de
obligar a la posteridad a recordar sus eventuales hazañas se trataba.
La manía onomástica de los políticos tendría sentido si
fueran claramente superiores a sus equivalentes de otras latitudes pero, a
juzgar por los resultados de sus esfuerzos, con escasísimas excepciones han
sido llamativamente mediocres. En cambio, la Argentina sí ha producido muchos
hombres y mujeres que han descollado en la literatura, la música y otras
actividades artísticas, además de algunos científicos notables. Sería
razonable, pues, pedir una moratoria de veinte o treinta años en que sea vedado
dar el nombre de un político profesional, vivo o muerto, a cualquier localidad,
edificio o, desde luego, centro cultural que se encuentra en el territorio
nacional. Como diría Cristina, a los políticos les vendría muy bien un baño de
humildad.
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