domingo, 31 de mayo de 2015

Postales del imperio K

Cómo CFK convirtió la celebración del 25 de mayo en un acto partidario 
y proselitista. La necesidad de deskirchnerizar el país.

Por James Neilson
Según los kirchneristas más fervientes, encabezados, como corresponde, por Cristina, la Argentina nació como país la tarde del 25 de mayo de 2003. Antes de aquel momento histórico, el territorio que figuraba en los mapas había sido un baldío miserable infestado por oligarcas, militares, neoliberales y otras alimañas, pero con la llegada providencial desde el lejano sur de Néstor Kirchner y su esposa, comenzó a transformarse en lo que es hoy, una nación orgullosa que lidera el mundo en derechos humanos, inclusión, desprivatización, desendeudamiento y muchas otras cosas buenísimas.

¿Será la Argentina un país soberano, digno y así por el estilo después del 10 de diciembre? Cristina la Grande jura esperar que sí. Aunque es reacia a entrar en detalles, insiste en que el “proceso de transformación” que con su difunto marido –metamorfoseado post mortem en un icono no sólo político sino también cultural–, puso en marcha, “debe ser profundizado”.

Nadie sabe lo que quiere decir la Presidenta cuando alude a la profundización de un “proyecto” que según todos los indicios concretos se agotó hace varios años, pero a pesar de todo lo sucedido a partir de la reelección triunfal se aferra a la idea de que su propio “modelo” es mejor que cualquier otro porque es suyo. Asimismo, por inverosímil que sea el relato presidencial a juicio de quienes prestan más atención a los datos concretos que a la retórica oficialista o las estadísticas confeccionadas por el INDEC, una proporción sustancial, si bien minoritaria, de la población lo prefiere al fraguado por los escribidores opositores y por aquellos economistas despistados, mejor dicho, eunucos, que confían más en los malditos números y lo que les dicen los empresarios y sindicalistas que en las palabras reconfortantes de Axel Kicillof.

Este otro relato, el adoptado por los medios recalcitrantes que según los intelectuales del kirchnerismo están en manos de los siniestros poderes concentrados locales aliados con los buitres estadounidenses, es de terror. Lo protagoniza un país aislado que, azotado por fuertes vientos inflacionarios, se empobrece cada vez más al hundirse en una recesión, uno en que la corrupción en escala industrial se ha institucionalizado, delincuentes salvajes dominan barrios enteros y la Presidenta saliente cree que le convendría que fracasara de manera espectacular su sucesor, sobre todo si se trata de Daniel Scioli, razón por la que está procurando vaciar lo que aún queda de la economía mientras pueda. Lejos de haberse visto coronados con el éxito los más de doce años de hegemonía K, en las versiones más negras del relato opositor la Argentina desaprovechó una oportunidad acaso irrepetible para reincorporarse al mundo avanzado, o por lo menos al “emergente”.

Para convencer a la gente de la veracidad del relato oficialista, Cristina sigue gastando en propaganda muchos millones de dólares aportados por los contribuyentes y ha hecho de la cadena nacional una especie de blog personal, olvidándose alegremente de que, conforme a la ley, debería limitar su uso para cuando el país se ve frente a una emergencia nacional o un asunto de evidente trascendencia institucional. Claro, desde su propio punto de vista, todas sus ocurrencias son de importancia geopolítica planetaria, motivo por el que se justifican plenamente sus apariciones frecuentes –21, en lo que va del año–, en las pantallas televisivas para comunicarse una vez más con un público presuntamente embobado sin la intervención de medios periodísticos manejados por sujetos que no vacilarían en distorsionar sus mensajes.

Cristina está preparándose política y anímicamente para el día funesto en que no le cabrá más alternativa que la de entregar las insignias presidenciales al ganador del torneo electoral. Como es natural, quiere que la ciudadanía recuerde con una mezcla de agradecimiento y nostalgia su ya larga gestión, de ahí su voluntad de bautizar todo cuanto está a su alcance con el apellido que comparte con su marido. Si pudiera, Río Gallegos ya se llamaría Ciudad Néstor Kirchner y no sorprendería en absoluto que soñara con el día en que la provincia de Santa Cruz llevara su propio nombre. ¿Y el país? Si el amigo Hugo Chávez decretó que su propio país se llamara oficialmente la República Bolivariana de Venezuela, le es legítimo fantasear en torno a la posibilidad de que un caudillo futuro decidiera que en adelante la Argentina sería una República Kirchneriana.

De todos los oficios, aquel de los políticos es el que más estimula la egolatría. Es comprensible: para ganar elecciones, tienen que convencer al electorado de que son más sabios, más carismáticos y más capaces que todos sus congéneres, mientras que los adulones profesionales que se las ingenian para vincularse con los más promisorios se dedican a persuadirlos de que realmente son estadistas excepcionales. Aunque otros, como actores, pintores, escritores o peluqueros célebres también son propensos a ubicarse en el centro del universo, la vanidad de tales personajes incide poco en la vida de los demás, pero un político que se enamora de su propia imagen puede provocar catástrofes humanitarias inmensas.

Por fortuna, Cristina no está en condiciones de emular a los narcisistas más notorios, y más monstruosos, de la historia reciente como Stalin, Mao y Hitler, o latinoamericanos relativamente menos destructivos que los europeos o asiáticos, como Fidel Castro y el bueno de Chávez cuyo país está precipitándose en un abismo sin fondo visible. Con todo, el que a Cristina le haya resultado tan fácil hacerse objeto de un culto de la personalidad, si bien uno de dimensiones modestas, es preocupante.

No pudo haberlo hecho sin la colaboración voluntaria de miles de políticos, funcionarios, empresarios y jóvenes ambiciosos. Mal que nos pese, en el país abundan los dispuestos a arrodillarse frente al caudillo de turno, atribuyéndole cualidades extraordinarias que por alguna razón otros no logran detectar. Algunos son oportunistas que en privado se mofan de las pretensiones extravagantes del Líder Máximo y la abnegación indigna de sus fieles, pero muchos parecen ser creyentes auténticos. Para estos, es cuestión de elegir una identidad que resulta capaz de darles la satisfacción emotiva que sienten los comprometidos con las vicisitudes de un equipo de fútbol al que hay que apoyar tanto en las malas como en las buenas. Es su forma de pertenecer a algo que los trasciende.

En los años últimos ha cobrado fuerza una reacción contra los excesos del personalismo que ha sido tan típico de la era kirchnerista, pero ello no necesariamente significa que el país está por curarse del caudillismo enfermizo que tanto lo ha perjudicado. Por ser la sociedad argentina una en que durante años la obsecuencia acrítica ha servido para abrir muchas puertas, la característica así supuesta ya formará parte del ADN nacional y por lo tanto continuará condicionando la evolución política e institucional del país, demorando la consolidación definitiva de una cultura cívica democrática.

Además de procurar reconstruir una economía desvencijada sin morir en el intento, el próximo gobierno tratará de deskirchnerizar el país. Lo hará no sólo echando a una multitud de militantes camporistas de las reparticiones públicas o empresas estatales que han colonizado. También podría cambiar los nombres de lugares o edificios que se han visto convertidos en monumentos al matrimonio santacruceño. A buen seguro, encontrará un nombre más apropiado que el de Néstor Kirchner para designar el imponente centro cultural que reemplazó al edificio de Correos a pocas cuadras de la Casa Rosada, y que Cristina y sus fieles han atiborrado de kitsch militante. Mientras estuvo con nosotros, al ex presidente no le importaban un bledo las distintas manifestaciones culturales y, de todos modos, nadie ignora que su apellido simboliza una facción política determinada.

El deseo de Cristina de estampar su nombre sobre el país dista de ser insólito. Otros lo han hecho con entusiasmo parecido desde la época colonial. En aquel entonces, la Iglesia Católica repartía nombres de santos por toda la geografía nacional con la esperanza de profundizar así su proyecto particular. Después, vendrían los militares: la Argentina siempre se ha destacado por la cantidad francamente asombrosa de localidades que incluyen en su nombre el rango –general, coronel, comodoro, lo que fuera– de un militar. Andando el tiempo, los políticos se esforzarían por superarlos cuando de obligar a la posteridad a recordar sus eventuales hazañas se trataba.

La manía onomástica de los políticos tendría sentido si fueran claramente superiores a sus equivalentes de otras latitudes pero, a juzgar por los resultados de sus esfuerzos, con escasísimas excepciones han sido llamativamente mediocres. En cambio, la Argentina sí ha producido muchos hombres y mujeres que han descollado en la literatura, la música y otras actividades artísticas, además de algunos científicos notables. Sería razonable, pues, pedir una moratoria de veinte o treinta años en que sea vedado dar el nombre de un político profesional, vivo o muerto, a cualquier localidad, edificio o, desde luego, centro cultural que se encuentra en el territorio nacional. Como diría Cristina, a los políticos les vendría muy bien un baño de humildad.

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